Estaba lloviendo. Era madrugada y estaba lloviendo. Lo sabía por el rumor que hacían los coches al levantar cortinas de agua del asfalto. Por la luz mortecina de la calle que penetraba por la ventana. Estaba enmedio de ese estado semiinconsciente, entre la vela y el sueño, en el qual una no sabe a ciencia cierta si está soñando o no. La imagen de su cabeza acotada no cejaba de torturarme, sin saber si lo que había vivido unos días antes era real o no.
Me tumbo boca abajo obedientemente. La chica se acerca, cubriéndose púdicamente con una toalla blanca. Noto un líquido un poco frío y viscoso que se derrama en mi espalda. Las manos de la chica empiezan a recorrer mis hombros y la parte alta de la espalda.
La mujer de cabello corto caminaba con pasos cortos y rápidos por el pasadizo, fumando nerviosamente aunque no estuviese permitido en aquella santa casa, escasamente rondaba los treinta y escondía sus ojos azules detrás de unas gafas oscuras de moderno diseño.
Involuntariamente estaba convirtiendo su vida en un infierno. Pero no un infierno de lágrimas y dolor, sino en un infierno cuyo mayor castigo era la monotonía. Un infierno gris de paredes de hormigón gris, sin ningún tipo de relieve, en el cual sencillamente no pasaba nada.
Las estrellas se estremecían y temblaban al ver puntiaguda cola, su rostro sin cara, el fuego de sus ojos. Y bajo sus pies miles de seres continuaban sufriendo, sudando y soñando como cada día. Respiraba un aliento de fuego helado que no era aliento.