Voracidad maternal I

A veces no todo es como parece.

Si nos vieras a mi madre y a mí en cualquier restaurante con el resto de la familia te pareceríamos normales.

Normales… ¿Qué es normal en estos tiempos que corren? Os cuento todo esto para poneros en antecedentes ya que esta historia tiene como tema principal uno de los mayores tabúes que existen en nuestra sociedad, el incesto.

Las cosas más extrañas siempre tienen un comienzo muy inocente.

Y así fue en nuestro caso.

Desde que tengo memoria siempre he visto a mi madre como la mujer más hermosa del mundo.

Así, de repente, parece amor de hijo por la persona que le trajo al mundo, pero no.

En mi infancia la veía hermosa y dulce, pero luego cuando empecé a crecer la cosa cambió.

Con la llegada de la pubertad y mi entrada en el mundo de la sexualidad la convivencia con una mujer de la belleza y «sex-appeal» de mi madre se convirtió en la peor de las torturas.

Mi calenturienta mente de adolescente sólo podía pensar en beber de sus encantos, una y otra vez, hasta el agotamiento.

Mi madre me tuvo con 17 años, una precoz llegada a la maternidad debida a una «noche loca».

El resultado de ella, servidor de ustedes.

Así que cuando yo tenia 16 ella estaba en 33, lo suficientemente joven para que todo su cuerpo estuviera bien firme y lo suficientemente mayor para que su experiencia marcara la diferencia con cualquiera de mis amigas de clase.

Cuando paseábamos por la calle todos los hombres se fijaban en ella y más de uno se llevó un buen zarpazo.

En realidad no había para menos, morena, de cara perfecta, con unos ojazos negros y unos labios que invitaban a beber de ellos.

El cuerpo no se quedaba atrás, su figura era como la de las mujeres de antaño, macizas. Bien hecha pero con carne, no como las modelos de hoy en día.

En resumen, un cuerpo hecho para el pecado.

Lo bueno del caso es que desde el desliz que me tuvo a mí como protagonista secundario ella no había salido nunca más con un hombre.

Quizá por despecho o por miedo a que la volvieran a herir, el caso es que mi madre conservó el celibato desde los 17 hasta los 35.

Estaba volcada en su trabajo y en su hijo y era aparentemente muy feliz y dichosa con su vida. Pero como yo descubrí más tarde, su felicidad no era completa.

El descubrimiento tuvo lugar un sábado por la mañana cuando volvía de jugar a billar con mis amigos.

Habitualmente no llegaba nunca a casa antes de las 2 y media de la tarde, pero aquel día la partida no tuvo lugar y me dirigí a casa hacia las 12 del mediodía.

Entré por la puerta de atrás y subí hacia mi habitación en el segundo piso, pero cuando acabé de subir las escaleras oí unos ruidos extraños que salían de la habitación de mi madre.

Me quedé helado porque reconocí enseguida el tipo de sonidos… mi madre se estaba masturbando!!.

No me lo pensé dos veces y me acerqué a la puerta de su habitación, por una pequeña rendija que quedaba en la puerta podía ver el espejo del armario de delante de la cama de matrimonio.

Allí reflejada podía ver a mi madre completamente desnuda sobre la cama, en su mano derecha tenía un enorme consolador cuyo zumbido dejaba claro que estaba al máximo.

Sus grandes pechos tenían los pezones más grandes y hermosos que había visto en mi vida y estaban duros como piedras.

Se movían arriba y abajo con la fuerza de sus jadeos que de pronto se convirtieron en un agudo gemido justo en el momento en el que se metía el consolador en el coño.

Un coño peludo, espeso, mojado y que dejaba ver la rosada carne que era el centro de su cuerpo.

Empezó a meterlo y a sacarlo primero suavemente para ir aumentando el ritmo paulatinamente hasta que alcanzó un frenesí de velocidad que le hizo llegar al orgasmo.

Y allí estaba ella, mi madre, gritando de placer con un consolador bien metido en su conejo, el espectáculo más erótico que nunca había visto.

A esas alturas yo la tenía tan dura que podía partir piedras y, sin pensarlo, me la saqué y empecé a masturbarme yo mismo intentando hacer el menor ruido, aunque creo que mi madre estaba demasiado ocupada con su propio placer y con sus incesantes orgasmos para reparar en cualquier ruido a su alrededor.

En el momento en que yo ya notaba como el orgasmo bullía en mis pelotas y que iba a soltar el chorro de leche más grande de mi vida vi algo que me hizo parar y prestar mayor atención a mi madre.

Ella se dio la vuelta con la cara enterrada en la almohada y el trasero bien arriba. ¡Y qué trasero! Unas nalgas preciosas que enmarcaban un conejo de aspecto delicioso y el pequeño agujerito de un ano que invitaba a la mayor depravación.

Entonces vi como ella se metía dos dedos en el coño y cuando los sacó relucientes de los jugos de su placer se dispuso a pasarlos por encima de su ano para lubricarlo y luego se metió primero un dedo, luego otro y luego, se metió el consolador poco a poco.

Se la notaba tensa, como si le doliera un poco, así que metía un poquito, se paraba y metía otro poquito.

Así, despacito, llego al momento en que tenía el culo lleno a tope de rabo de látex.

En ese momento, se paró y a partir de entonces lo empezó a mover de dentro a fuera con una mano mientras con la otra se masajeaba el clítoris a toda velocidad.

De nuevo, empezó a jadear suavemente al principio para ponerse a gemir y gritar a todo su pulmón el orgasmo que se le estaba viniendo encima.

Y entonces, vino. ¡Vaya si vino!.

Parecía que le hubiera alcanzado un rayo, se retorcía, gritaba, gemía, tenía espasmos….. Se corrió tan fuerte que incluso se le escapó un poco de orina, que se mezcló con el torrente de flujos que emanaban de su coño.

Eso me hizo no poder más y yo mismo me corrí con tal fuerza que perdí el equilibrio y caí hacia delante abriendo la puerta.

En ese momento mi madre se giró con cara horrorizada y también, en ese momento el segundo chorretón de mi corrida la golpeó en pleno rostro.

Solté un par de descargas más que no llegaron a alcanzarla y allí me quedé, en el suelo de rodillas, derrotado por la descarga de energía más brutal de mi joven vida.

Mi madre también se había quedado tal cual estaba, pero se recuperó antes que yo, se cubrió con las sabanas y me dijo entre sollozos «Vete, por favor, no quiero que me veas así…».

Recuperé lo que pude la compostura, me levante y me dirigí al baño más cercano para lavarme e intentar organizar mi ahora caótica cabeza.

Continuará…