Capítulo 1

Polvo de estrellas – Parte 1

El taxi huele a desodorante de pino y a cansancio. Clara mira por la ventanilla cómo las luces de la General Paz se convierten en una mancha de velocidad. A su lado, Leo duerme con la boca entreabierta, los auriculares puestos como un casco contra el mundo. No se los quita desde que subieron al avión en Lima. Un hilo de música metálica se escapa de los bordes.

Clara se pasa una mano por la cara. Siente la piel tirante. Han pasado tres días desde la llamada del consulado. Tres días de aeropuertos, oficinas grises y trámites con palabras que no quiere entender. Y en el medio, Leo. El hijo de Sofía. El hijo que su hermana adoptó en un pueblo de Perú y que ahora, tras el accidente, es su responsabilidad. El resentimiento es un sabor metálico en la boca. Su hermana siempre hizo eso. Irse. Primero, para recorrer Latinoamérica mientras sus padres envejecían. Ahora, para siempre, dejándole a alguien más para cuidar.

Llegan a su departamento en Villa Crespo, un segundo piso lleno de libros de física y mapas estelares.

—Esa es tu pieza —dice Clara, señalando el cuarto que usa de depósito—. ¿Te pido algo para cenar?

Leo no responde. Camina hasta el cuarto y cierra la puerta. Suena el teléfono.

—¿Llegaron? ¿Cómo estás? —pregunta la voz al otro lado. Es Julieta, su mejor amiga.

—Llegamos. Estoy agotada. El chico se metió en el cuarto y no dice nada.

—Dale tiempo, Clarita. Es un shock para él también. ¿Necesitas que te lleve algo? ¿Comida? ¿Vino?

—No, gracias. Mañana hablamos.

Clara pide una pizza. Comen en silencio, de la caja.

—Mi mamá hacía una masa con aceite de oliva. Quedaba más finita —dice Leo sin mirarla.

Los días siguientes son una sucesión de silencios y espacios ocupados. Clara intenta concentrarse en los datos espectrográficos que llenan su monitor. Tiene que entregar el informe preliminar sobre el exoplaneta Gliese-777 Ac, en dos semanas o perderá su asignación de tiempo en el radiotelescopio ALMA de Chile para la siguiente fase del estudio. Resopla, tratando de olvidar lo peligrosamente atrasada que está.

Un alarido la hace saltar de la silla. El televisor del living está al máximo proyectando una película de terror.

—Leo, ¿podés bajar un poco el volumen? Necesito trabajar.

—Acá no hay otro lugar a donde ir —responde él encogiéndose de hombros.

Agotada Clara va pegarse una ducha. Ella se mueve por la casa con una libertad que ya no tiene. Sale del baño vistiendo solo una tanga. Se cruza con Leo en el pasillo. Él baja la vista, sonrojado.

—Perdón —dice él.

—No, perdón yo —responde ella, y vuelve a su cuarto a buscar algo que ponerse.

Unos días después suena el timbre. Es Julieta, que aparece con un tupper en la mano. Entra y mira las cajas de pizza apiladas junto a la puerta y la ropa formando pequeñas dunas en los rincones.

—Clarita, esto se está convirtiendo en un basural.

—No sé qué hacer, Juli —dice Clara en voz baja, mientras Leo sigue mirando la televisión—. No me habla, es un insolente. No puedo ni trabajar. Y encima el otro día salí del baño y me vio en bolas. Me muero de vergüenza.

Julieta le pone una mano en el hombro y sonríe con picardía.

—Bueno, que disfrute, che. Con ese cuerpito que tenés, ¿quién no quisiera verte paseando en pelotas por la casa?

—Sos boluda, ¿eh?

Una semana después, el timbre suena sin aviso. En el marco de la puerta está una mujer mayor, cuyas arrugas se tensan por culpa de una sonrisa exagerada. Antes de que Clara pudiera responder, la mujer entra observándolo todo.

—Buen día, Clara soy Marta Giménez de servicios sociales, vengo a ver cómo se están adaptando.

Clara intenta bloquear el paso a la cocina con el cuerpo, pero es inútil. La licenciada ve las pilas de platos sucios.

—¿Y Leo? —pregunta moviendo con el pie una pila de ropa sucia tirada en el costado.

—En su cuarto.

Giménez camina por el pasillo y abre la puerta sin golpear. La habitación es un caos de cajas de cartón, ropa desparramada y polvo, mucho polvo por todos lados. En un rincón, sobre un colchón tirado en el suelo, Leo está sentado, con la espalda contra la pared, la notebook sobre las rodillas.

—Vos debés ser Leo —pregunta la visitadora ensanchando aún más su sonrisa artificial.

El chico se encoge de hombros y vuelve a la computadora.

—Señorita Rossi, a la cocina —cuando la puerta se cierra, continúa—. Su obligación es proveerle un entorno estable. Esto no lo es. Duerme en el suelo. Es una violencia simbólica.

—Estuve ocupada, el trabajo…

—Leo ya no es un niñito al que vamos a mandar a un orfanato, pero sigue bajo nuestra jurisdicción. Si no puede hacerse cargo, enfrentará una denuncia judicial. Le doy una semana. Quiero ver un cuarto, no un depósito. Y quiero el certificado de inscripción a un colegio.

—Estuve ocupada, el trabajo, los trámites…

—Todos trabajamos —la cortó Giménez—. Leo necesita contención, no una compañerita de piso negligente.

—No soy una compañerita, tengo veintiocho años y un doctorado —atinó a defenderse.

—Entonces compórtese como una adulta.

La amenaza surte efecto. La idea de perderlo le provoca un pánico inesperado. Ese sábado, Julieta llega para ayudar armada con bolsas de consorcio y una determinación que a Clara le falta.

—Y Leo —dijo, arremangándose—.

¿Por dónde empezamos? La selva amazónica o el cuarto de Leo.

—En la casa de Fede, le va a enseñar su nuevo telescopio.

Mientras vacían las cajas del cuarto de Leo, Julieta encuentra un viejo libro de Antología Poética.

—¿Te acordás de esto? Lo leías en la casa de la playa.

Clara se lo quita de las manos.

—No me lo recuerdes.

—¿Por qué? Amabas esa casa, siempre estaban culo y calzón con Sofía.

Clara suspira. Quita la sobrecubierta con un movimiento practicado. Debajo, la verdadera tapa es Delta de Venus.

—Mirala a la turrita —dice Julieta examinando el ejemplar—. Pensar que yo lo leí hace dos años.

—Un verano, Sofía me encontró leyéndolo. Estaba tan concentrada que ni me di cuenta de que tenía toda la mano debajo del short. Me amenazó con contárselo a todo el mundo si no le mostraba cómo lo hacía.

—Ah, bastante jodida Sofía.

—Tuve que bajarme los shorts y quedarme desnuda delante de ella. Me pidió que le leyera en voz alta. Justo un fragmento donde un pintor ordena a sus modelos que se exploren la una a la otra. Imaginate, yo ahí, con la mano sobre mi sexo, leyéndole a mi hermana sobre eso.

—¿Y qué hiciste?

—Terminé excitándome. Fue la primera vez que sentí tanto flujo. Al final me empecé a acariciar,

—¿Y Sofía se quedó ahí? —pregunta Julieta.

—Peor, se sentó a mi lado y me empezó a acariciar las piernas mientras yo le daba sin asco a mi totita. Te imaginarás el tremendo orgasmo que tuve. Pasaron años y mi hermana seguía recordándomelo.

Julieta se ríe, pero luego la mira, en silencio. Se acerca y le acaricia el pelo.

—¿Sabés que yo siempre te tuve ganas?

—Estás loca —responde Clara, pero no se aparta—. ¿Por qué nunca me dijiste nada?

—Qué sé yo, era calentura. Sabía que a vos te gustan los tipos, pero siempre tuve fantasías con vos.

—Sos una boluda —responde Clara, dándole un beso corto y suave en los labios.

Julieta sostiene la mirada y ahora es ella la que se acerca para besarla. El beso es mucho más largo y profundo. Clara no se lo impide. Se siguen besando hasta que terminan sobre el colchón donde duerme Leo. La amiga le quita la remera, dejando al descubierto dos pechos turgentes cuyos pezones erizados dan claros signos de excitación. Los besa con delicadeza. Clara gime y aprieta los pechos de Julieta. Ambas se quitan lo que les queda de ropa y se observan.

—Realmente sos muy hermosa —dice Julieta.

—Vos no te quedás atrás.

Mientras se siguen besando se quitan la ropa. Empiezan a rozar sus cuerpos. Clara nunca había estado con otra mujer. Siente que está haciendo algo prohibido, como cuando se masturbó delante de su hermana, y no puede controlarse. Con fuerza, aprieta su vagina contra la de su amiga. Siente cómo ambos clítoris se rozan, intercambiando sus flujos. Julieta la rodea con las piernas, apretándola, invitándola a que siga.

Justo cuando la presión se vuelve insostenible y Clara está a punto de venirse, el timbre suena con una insistencia violenta.

Ambas se quedan congeladas. El timbre vuelve a sonar.

—Mierda, debe ser Martín —susurra Clara.

Se levantan de un salto, buscando su ropa a tientas. Mientras se visten a toda prisa, con la adrenalina del momento, Julieta la mira.

—Gracias —dice, con la respiración todavía agitada.

—Yo también lo necesitaba —responde Clara, abrochándose el pantalón.

Clara abre la puerta. Entra Martín cargado con bolsas de supermercado.

—Tu heladera parece un manifiesto sobre la hambruna —dice dejando las cosas sobre la mesada.

Luego, mientras ayudan a ordenar el caos de cajas, Martín quien toma una pila de papeles viejos.

—Clara, ¿esto? Son apuntes de Termodinámica de segundo año. ¿Para qué los querés?

—Dejalo ahí —responde Clara.

—Clarita, mírame —insiste él, práctico—. Esto no es ordenar un cuarto, es hacer espacio. Para él y para vos.

Finalmente, ella respira hondo y, con un gesto rápido, los tira dentro de una bolsa de consorcio. Cuando terminan, la habitación está irreconocible. Tiene luz, espacio y aire. Sobre el escritorio, Clara coloca un cuadro enorme con la primera foto que ella tomó desde el telescopio Hubble.

Con el cuarto ordenado Clara piensa que las cosas empiezan a acomodarse. Pero se equivoca.

Leo vive detrás de la pantalla de su notebook. Ella se encierra detrás de la suya. Son dos planetas en órbitas separadas, compartiendo el mismo espacio sin tocarse. Clara trabaja de noche, cuando el silencio le permitía conectar con los telescopios de Chile. Siente que es más sencillo entender la muerte de una estrella que el silencio hostil de Leo.

Es lunes por la mañana y Leo tiene que empezar las clases.

—Vas a ir al colegio, ¿me escuchás? —grita Clara, parada en el umbral del cuarto.

—Andate a la mierda —grita debajo de las sábanas.

—¡Pendejo del orto, a mí no me tratás así!

Clara entra y lo destapa con fuerza. Leo está desnudo y eso la descoloca. Él se abalanza para echarla del cuarto con tal mala suerte que ella se cae al piso. Desde allí lo observa. Está parado como un guerrero espartano, desnudo y con una leve erección. Cuando se da cuenta de que había estado mirando el miembro más de lo que admite el decoro, se va tomando la notebook del escritorio.

—¡Devolvémela!

—¡Vas a ir a ese colegio o te juro que tiro esta porquería por la ventana!

Finalmente empieza las clases.

Unos días después, Leo vuelve de la escuela con el pómulo hinchado y un ojo morado.

—¿Qué te pasó?

—Nada.

—Leo, decime.

—Se burlaron de mi acento. Me peleé.

No puede levantar bien el brazo. Clara lo lleva al baño para revisarlo. Lo ayuda a desvestirse. Tiene moretones en las costillas. No puede bañarse solo. Ella lo mete en la ducha y empieza a enjabonarle la espalda con cuidado. El contacto es clínico, casi médico, pero al pasar la esponja por su pecho, ella nota que él contiene la respiración. Baja la vista y ve una erección. La mano enjabonada de Clara, que repasaba un moretón en las costillas, baja por su abdomen. Se desliza por el interior de su muslo y, con un gesto deliberado, le enjabona los testículos y el pene. Ninguno de los dos dice nada. Ella lo ayuda a secarse y cenan en silencio.

La culpa y la vergüenza la superan. Esa noche, cuando cree que Leo está dormido, se encierra en su cuarto. Se sirve una copa de vino. Desde la visita de Julieta no puede dejar de pensar en su hermana. Cuando se enteró de la muerte no sintió dolor, sino un profundo enojo por haberla abandonado cuando se fue de gira con ese motorhome y luego haberla abandonado de nuevo cuando murió en ese accidente estúpido. Pero ahora recuerda otras cosas, y su corazón está partido. No le contó toda la historia a Julieta. Recuerda como Sofía le tomó la mano para mostrarle cómo acariciarse y luego, viendo lo mal que lo hacía, también recuerda cómo su hemana fue quien la acarició hasta provocarle su primer orgasmo.

Quiere llorar, pero no puede. Encima ahora se da cuenta que también se excitó cuando tuvo el miembro de Leo en su mano. Su cabeza es un púlsar girando a 700 revoluciones por segundo. La angustia se mezcla con una soledad profunda, y entre lágrimas se quita toda la ropa. La mano acaricia frenéticamente el clítoris, buscando una liberación que no llega. Busca en su mente las imágenes de Sofía, del pene de Leo, de los labios de Julieta, y abre las piernas, frotándose con más ahínco.

El quejido delata la apertura de la puerta, pero ella está demasiado concentrada. En el umbral, recortado por la luz del pasillo, está Leo. Cuando finalmente Clara tiene su orgasmo abre los ojos, y sus miradas se cruzan en la penumbra. Él no se mueve. Ella tampoco. La mano sigue en la vagina y ella navega entre la vergüenza y una extraña y terrible corriente de excitación.