Era una tarde cualquiera en la que el sol se deslizaba lentamente por el cielo, tiñendo de rojo anaranjado el horizonte y apenas calentando ya la tierra y aquellos que habitan en ella. El aire, denso y cargado de jazmines, vibraba de una sensual sensación que solo aquellos que sentían el fuego del deseo arder en cada fibra de su ser podrían percibir. En la sombra umbría de un jardín solitario, donde los árboles se inclinaban como cómplices, un joven de aspecto despreocupado y ojos voraces aguardaba. Lucien, un joven noble de diecinueve años y una sonrisa que delataba su familiaridad con el vicio, jugueteaba con un cuchillo de mango dorado, trazando círculos ociosos en el aire mientras observaba el sendero.

Su prima, Claire, apareció como un espectro ruborizado entre los arbustos. Una jovencita de 18 años, de carnes prietas y caderas redondeadas, que desprendía una timidez tan palpable que a Lucien le provocaba las ganas morderla hasta hacerla sangrar. Su vestido de muselina blanca se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, revelando los contornos de unos pechos generosos y firmes, que se elevaban con cada respiro acelerado.

—¿Me buscabas, Lucien? —preguntó Claire, mordisqueando su carnoso labio inferior.

Él no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó que su mirada recorriera cada centímetro de su cuerpo, como un gourmet examinando un manjar antes de devorarlo. La piel pálida de Claire brillaba bajo el sol, perlada por el sudor de la inocencia que, él sabía, pronto sería derramada.

—Sí —dijo al fin, alargando la palabra como un susurro lascivo—. Ven, prima. Tengo algo que mostrarte.

Claire titubeó, pero el magnetismo de Lucien era irresistible. Cuando su mano se cerró alrededor de su muñeca, la piel de la joven se erizó, de miedo y de una excitación primitiva que aún no entendía. Él la condujo más allá de los árboles, hacia un cenador apartado, donde las enredaderas estrangulaban las columnas de mármol.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Claire, con voz ahogada, temerosa de su primo.

Lucien sonrió, mostrando los dientes.

—El lugar donde te convertirás en una mujer.

Y entonces, mientras el sol moribundo teñía el cielo, Lucien comenzó su lección.

A medida que se acercaba a la inexperta muchacha, Lucien sintió el aroma almizclado de su miedo mezclado con el dulce perfume de la flor de naranjo que llevaba entre los cabellos. Sus ojos, negros como el azabache, se posaron en aquellos pechos incipientes que se alzaban tímidamente bajo el tejido translúcido de su vestido, como dos frutos prohibidos que suplicaban, a gritos mudos, la atención de sus manos.

— ¿Tienes miedo, Claire? — susurró él, antes de cerrar los dedos alrededor de su muñeca, tan delgada que podría quebrarse con un simple movimiento brusco.

La muchacha no respondió, pero su pecho se agitó con una respiración entrecortada, y Lucien sonrió al notar cómo sus pezones se endurecían bajo la tela, traicionando un deseo que ni ella misma comprendía.

Con la suavidad de un depredador que sabe que su presa no escapará, la guio hacia un banco de piedra musgosa, oculto entre la exuberante vegetación del jardín, donde las hojas susurraban secretos familiares perversos y las sombras se enroscaban como serpientes.

— Siéntate — ordenó, no con rudeza, pero con una firmeza que dejaba claro que no era una sugerencia.

Claire obedeció, temblorosa. Sus dedos, pálidos y nerviosos, se aferraron a los pliegues de la falda de su vestido, que el viento caprichoso levantaba en ondas impúdicas, revelando la pureza de sus piernas, suaves como seda sin estrenar. Lucien contempló el espectáculo con una mezcla de lujuria y burla.

— ¿Nunca te han tocado ahí, ¿verdad? — preguntó, arrastrando una uña desde su rodilla hacia el interior de su muslo, deteniéndose justo donde la sombra de su vestido ocultaba lo demás.

Claire sacudió la cabeza, negando con un gesto casi infantil. — Por favor, detente. No quiero que sigas… — pidió la joven, pero su cuerpo, traicionero, se arqueó levemente hacia su mano.

— Mentira — rio Lucien, acercándose hasta que su aliento, le acarició el cuello— Todo tu cuerpo grita que quieres más.

Y entonces, antes de que ella pudiera articular una respuesta, sus labios se cerraron sobre los de ella, no en un beso, sino en una toma de posesión.

— Prima mía… — susurró Lucien — el cielo es el espejo de tus ojos. Pero hoy… te mostraré un cielo aún más hermoso, lleno de placeres que jamás has soñado.

Claire alzó la mirada, sus pupilas dilatadas por una mezcla de confusión y algo más profundo, algo que quemaba en su vientre como una brasa mal apagada. Sabía, por el tono meloso de su primo, por la manera en que sus palabras resbalaban sobre su piel como miel envenenada, que aquella conversación no era apropiada para la castidad de su alma. Pero ¿qué sabía el alma cuando el cuerpo comenzaba a despertar?

Una curiosidad impura se apoderó de ella, arrastrándola, indefensa, hacia la red que Lucien había tejido alrededor de su inocencia. No era solo seducción; era una cacería, y Claire, sin saberlo, ya estaba atrapada entre sus garras.

Con un movimiento rápido, Lucien la empujó suavemente contra el respaldo del banco, echando sobre ella su cuerpo firme aprisionándola contra la piedra fría. Claire pudo sentir, a través de la fina tela de su pantalón, el calor de su miembro erecto y palpitante. Un gemido escapó de sus labios, tan suave como el aleteo de un pájaro herido, pero cargado de una emoción que ella no podía nombrar.

— Shhh… — susurró Lucien, mientras deslizaba un dedo por su cuello, deteniéndose en el rápido latido de su yugular. — No hay pecado en el placer, Claire. Solo hipocresía en negarlo.

Con la delicadeza de un maestro que desvela una obra de arte, levantó la falda de la muchacha, revelando el tesoro que yacía oculto bajo los pliegues de tela almidonada. Allí, en la intimidad más sagrada de su cuerpo, se encontraba su sexo joven y virginal, cubierto por un matorral de vello negro que brillaba bajo la luz filtrada por las hojas, húmedo por el deseo que ya comenzaba a brotar de ella sin control.

Lucien sonrió, satisfecho. — Mira cómo estás — murmuró, arrastrando el dedo índice por el muslo tembloroso, sin llegar a tocar donde más ardía. — La naturaleza no miente, prima. Y tú… eres tan natural como el pecado mismo.

Claire cerró los ojos, avergonzada, pero sus piernas se abrieron involuntariamente, buscando más, exigiendo más, traicionando cada principio que le habían inculcado.

Lucien acarició el calor de su entrepierna de Claire. con una mano acariciaba su tupido vello púbico, mientras con la otra, húmeda por la esencia que ya brotaba de ella, trazaba círculos lentos alrededor de sus labios vaginales, sonriendo al sentir cómo se abrían como un libro prohibido cuyas páginas nadie había osado hojear. — No tengas miedo. Solo voy a mostrarte lo que es el placer… el verdadero culto a la carne que tus monjas tontas te prohibieron conocer.

Claire jadeó, con sus dedos aferrándose al borde del banco de piedra como si fuera el último borde de cordura antes del abismo. Cuando el dedo de Lucien se deslizó por su entrada, explorando con precisión de anatomista la suave piel que preservaba su virginidad, sus párpados se cerraron en una mueca que no era solo dolor, sino el primer espasmo de un placer que la aterraba. Su cuerpo, traidor, arqueó las caderas hacia él, buscando más, aunque su mente gritara en protesta.

— Así me gusta — murmuró Lucien, observando cómo la humedad de Claire cubría su dedo con una viscosidad perlada. — La naturaleza siempre gana, prima. Mira cómo tu coño me ruega por más.

A continuación, la acarició con un segundo dedo, presionando suavemente la carne virginal que se resistía con una tensión deliciosa. Claire gritó en silencio, mordiendo su labio inferior hasta casi hacerlo sangrar, mientras oleadas de sensaciones contradictorias la atravesaban: el ardor del estiramiento, el cosquilleo eléctrico que subía por su vientre, la vergüenza de sentir que algo dentro de ella se movía con avidez.

Lucien no tuvo piedad. Con los dedos aún en su coño, se inclinó y sopló sobre su clítoris hinchado, disfrutando del gemido estrangulado que escapó de su garganta — Eres una puta, Claire — susurró contra su piel — Lo supe desde que te vi rezar en la iglesia, frotando los muslos bajo ese vestido de niña buena.

Sin apartar sus dedos de su sexo palpitante, Lucien descendió con la devoción de un sacerdote ante su altar. Su lengua, hábil y húmeda, trazó un camino lento desde el tembloroso muslo interno de Claire hasta el núcleo ardiente de su coño. Al primer contacto con su clítoris, el cuerpo de la joven se convulsó como poseído por algún demonio lascivo.

— Resistirse es inútil — murmuró entre besos húmedos que alternaban succión y pequeños mordiscos, mientras su lengua dibujaba círculos cada vez más rápidos. Claire gimió, sus manos perdidas entre los rizos oscuros de Lucien, sin saber si empujarle o atraerle.

La boca del joven se convirtió en un instrumento de tortura y éxtasis. Cada lamida era con una intención, cada succión medida para llevar a Claire al borde sin permitirle caer. Cuando sentía que ella estaba a punto de culminar, retiraba su lengua, dejando solo el roce de sus dedos.

— ¿Ves? Tu cuerpo reza a un dios distinto ahora — se burló, observando cómo las lágrimas de frustración se mezclaban con el sudor en su rostro. Finalmente, cuando Claire jadeaba en un estado cercano al delirio, Lucien selló su boca sobre todo su coño de nuevo, succionando con fuerza mientras sus dedos se curvaban hacia arriba, encontrando ese punto escondido que hizo arquear su espalda en un espasmo violento.

El orgasmo la golpeó como una ola sacrílega. Claire gritó, mientras su pelvis se sacudía incontrolablemente contra la boca de Lucien. El joven no le dio tregua, prolongando el éxtasis hasta que los gemidos de placer se convirtieron en sollozos de sobreexcitación. Solo entonces se separó, limpiándose los labios brillantes con el dorso de la mano mientras observaba cómo el cuerpo de Claire seguía convulsionando en pequeños espasmos residuales.

— Hermoso — musitó — pero solo es el principio.

Entonces, con brusquedad, le agarró la nuca y la obligó a deslizarse de rodillas ante él, donde la prominencia de su miembro distorsionaba la tela del pantalón. — Ahora, princesita… — dijo, desabrochándose mientras una sonrisa cruel le hendía los labios — vamos a educar esa boquita que solo sabe rezar. Abre… y recibe tu primera comunión de mi iglesia.

Claire lo miró, sus ojos brillaban con una mezcla de terror y excitación, como un animalillo acorralado que descubre, con vergonzoso deleite, que anhela ser devorado. La indecencia que despertaba en su interior ya no podía ser ignorada, latía en el ritmo acelerado de su corazón, en la humedad que empapaba sus muslos, en la manera en que su respiración se entrecortaba ante la visión del miembro de Lucien, grande y arrogante, que emergía de entre los pliegues de su pantalón como una serpiente erguida para atacar.

— Así, así… arrodíllate frente a mi — murmuró Lucien, acomodándose en el banco con la languidez de un sultán a punto de recibir pleitesía. Sus dedos se cerraron alrededor de la barbilla de Claire, guiándola hacia su polla — El vino de la misa es el cáliz más sagrado — susurró, rozando sus labios contra el glande ya brillante — pero hoy, prima mía, beberás de un vino mucho más divino.

Claire, temblorosa, permitió que su boca se abriera bajo la presión de sus dedos en su barbilla. El primer contacto fue extraño para ella, la piel del glande, suave como terciopelo, pero ardiente como el infierno, se estremeció bajo sus labios, y el sabor salado del preludio masculino inundó su paladar, acre e intenso.

Lucien no tuvo piedad. Con un movimiento firme, le enseñó el ritmo: — Chupa… como si esta polla fuera el único sustento que tu alma maldita necesita.

Y Claire, ahogando un gemido, obedeció.

Sus labios se deslizaron por el tronco palpitante de su polla, aprendiendo cada surco, cada vena que latía bajo la piel. Su lengua, torpe al principio, pero ávida, realizó los movimientos que él le indicaba. Un baile de lametazos y succiones que hacían que Lucien arqueara la espalda y gruñera entre dientes.

— Sí… así, ramera — jadeó él, enredando los dedos en su cabello para controlar el ritmo. — Ahora los huevos… acarícialos como si fueran las cuentas de un rosario.

Claire, cada vez más sumisa, entregada a la lujuria que la consumía, deslizó una mano entre sus piernas, palpando con timidez al principio, luego con más audacia, el peso de sus testículos, que colgaban como frutos maduros de un árbol prohibido.

— Lámelos… mételos en tu boca — dijo Lucien agarrando la cabeza de su prima.

Ella obedeció y comenzó a lamer, fascinada con la suavidad de su escroto. Los metió en su boca, succionándolos y llenándolos con su saliva.

— Mírame — ordenó, tirando de su pelo para forzar su mirada hacia arriba — Quiero ver cómo se rompe esa máscara de virtud… cómo tu alma se rinde al mismo placer que condenabas. Ahora… abre esa boquita otra vez.

Y sin esperar respuesta, la empujó hacia él, guiándola con sus manos entrelazadas en su cabello como riendas. Claire gimió, pero su boca se abrió obedientemente, permitiendo que la cabeza de su miembro rozara su paladar antes de hundirse más allá, hasta donde la carne se estrechaba en un túnel sensible.

— ¡Toda! — exigió Lucien, arqueando las caderas hacia adelante con un movimiento brusco. Claire ahogó un grito cuando la punta golpeó el fondo de su garganta, desencadenando una arcada violenta que envió ríos de saliva por su barbilla. Los hilos brillantes se enredaron en sus pechos desnudos, pintando su piel con marcas de humillación.

— Así… así… — jadeó él, retirándose solo para empujar de nuevo, más fuerte esta vez. — ¿Ves? Como eres una fulana. Hasta tu estómago me reclama.

Claire intentó negar con la cabeza, pero Lucien no se lo permitió. La sostuvo en su lugar, bombeándole la garganta con ritmo constante, cada embestida acompañada por un sonido grotesco y húmedo. Las arcadas se sucedían una tras otra, transformando sus gemidos en un balbuceo incomprensible.

— ¿Quieres que pare? — preguntó Lucien, fingiendo compasión mientras su polla palpitaba dentro de ella. Claire, con los ojos desesperados, asintió débilmente.

— Mentira — él, agarrándola por la nuca — Si realmente lo quisieras, me morderías. Pero no lo harás… porque en el fondo, adoras ser mía, ¿verdad?

Y entonces, aumentó el ritmo.

Las lágrimas de Claire ya no eran gotas discretas, sino torrentes que se mezclaban con los regueros de saliva que caían sobre sus pechos. Sus manos, antes aferradas a sus muslos en busca de apoyo, ahora se retorcían en el aire, como si no supiera como tomar una bocanada con la que regar sus pulmones.

— Mira qué sucia estás — murmuró Lucien, deteniéndose para alzar su cara y rasgando su vestido para mostrarle su propio reflejo en los charcos de fluidos sobre sus pechos — Y pensar que ayer besaste el crucifijo con esos labios… ¿Qué diría tu Dios si te viera ahora, tragando mi polla como si fuera la última comunión?

Claire no respondió. Solo cerró los ojos y abrió la boca más, invitándolo a continuar.

Sus ojos se encontraron en un instante cargado de lujuria y sometimiento. Lucien, con los músculos tensos y el vientre ardiendo, detuvo el vaivén de las caderas solo por un momento. Las lágrimas que brillaban en las pestañas de Claire, la saliva que hilaba entre sus labios y su falo, el sonido ahogado de su garganta intentando tomar aire, todo era un espectáculo de corrupción que lo embriagaba más que cualquier vino. Pero Lucien ya estaba cansado del juego.

— Ahora — jadeó, hundiendo los dedos en su pelo para impedir que retrocediera — es el turno que mi polla tome posesión de ese dulce coño que gotea como una fuente pecadora.

La levantó por las axilas, como a una muñeca de porcelana, y con un empujón la dejó caer sobre la hierba. Claire no protestó, con las piernas abiertas como un libro cuyas páginas él iba a manchar para siempre. Su sexo, húmedo y rosado, palpitaba bajo la mirada de Lucien, invitando, desafiando. Él no hizo esperar más. Con un movimiento posesivo, se colocó entre sus muslos, alineando la cabeza de su miembro con esa entrada virginal que ya no lo sería por mucho tiempo.

— Mira al cielo, Claire — ordenó, mientras sus manos le inmovilizaban las caderas. — Quiero que recuerdes cada nube, cada rayo de sol… porque después de esto, ya nunca verás el mundo con los mismos ojos — Y entonces, con un empuje que fue tanto castigo como bautismo, Lucien la penetró, rasgando su inocencia con un solo movimiento brutal.

El grito de Claire rasgó el aire como un velo desgarrado en el altar. Su carne, inocente y apretada, se resistió por un instante, luchando contra la intrusión monstruosa que la partía en dos… hasta que cedió con un sonido húmedo, entregando su virginidad al mismo demonio que le había prometido el cielo.

— ¡Sí! ¡Así! — rugió Lucien, clavándose hasta el fondo en un solo movimiento, como un verdugo que saborea el momento exacto en el que sega una vida. La sangre manchó sus pubis enlazados, sellando el pacto que Claire nunca había consentido firmar.

Lo que siguió fue una danza de posesión y furia. Lucien la folló con la cadencia de un animal en celo, sus caderas azotando contra las de ella con una fuerza que hacía que sus tetas se movieran descontroladas.

— ¿Duele? Bueno. El dolor es solo placer que aún no entiendes.

Claire, atrapada entre el tormento y un éxtasis que la aterraba. Sus uñas se clavaron en la tierra, buscando anclaje en un mundo que ya se desvanecía. Las lágrimas le quemaban las mejillas, pero entre sus piernas, la traición era evidente. Su coño, aunque desgarrado, se ajustaba a cada movimiento de Lucien, succionándolo con una humedad que nada tenía que ver con el sufrimiento.

— Mírame — le ordenó él, agarrándola por la garganta para asegurarse de que sus ojos no escaparan — Mírame mientras te convierto en lo que siempre fuiste, una puta que llora cuando la follan… pero que gime cuando le dan gusto.

Y entonces, como si el cuerpo de Claire hubiera decidido revelar su verdadera naturaleza. Un espasmo inesperado la recorrió. Sus pupilas se dilataron, su boca se abrió en un gemido que no era solo dolor, y sus piernas, como por voluntad propia, se enroscaron alrededor de la cintura de Lucien, atrayéndolo más hondo. Él rio, el sonido cargado de triunfo y desprecio. El ritmo se aceleró, convirtiéndose en una carnicería de placer. Los golpes de sus caderas resonaban como latigazos, y Claire, ahora poseída por una bestia que ni ella misma reconocía, comenzó a moverse con él, buscando un clímax que la hundiría para siempre en el abismo. Lucien se detuvo, con su miembro aun palpitando dentro de Claire, inflamado por la violencia del acto. La sangre de su virginidad perdida brillaba en sus muslos como un rubí líquido, y su respiración entrecortada era la única música en aquel jardín convertido en altar de perversión.

— ¿Sabes lo que es el sexo anal, mi dulce prima? —preguntó, acariciando su mejilla con una ternura falsa que hacía el contraste aún más cruel.

Claire negó con la cabeza, temblando, sus ojos vidriosos aun nadando en el mareo del dolor y el placer confundidos.

— Tranquila — murmuró Lucien, deslizándose fuera de su coño haciendo que Claire se estremeciera — Te lo mostraré… con todo el cuidado que merece una pecadora como tú.

Giró a su joven prima, colocando sus rodillas en el suelo y se posicionó detrás de ella, con sus manos abriendo las firmes nalgas de la joven con una firmeza que no dejaba espacio para la resistencia y entonces escupió entre ellas. Con la punta de su dedo índice, aún manchado con las pruebas de su corrupción, trazó círculos lentos alrededor del pequeño orificio, también virgen, que nunca había conocido invasión. Claire se tensó, sus músculos contrayéndose instintivamente bajo el contacto extraño, prohibido.

— Shhh… relájate o te dolerá aún más que por el coño — susurró Lucien, inclinándose para morder sus nalgas mientras su dedo presionaba suavemente, — la primera vez duele, pero después… después, aprenderás a amar incluso esto.

El dedo se hundió, apenas un centímetro, pero suficiente para que Claire gritara, sus uñas clavándose en la hierba bajo sus palmas. La sensación era tan ajena, tan invasiva, que no podía decidir si era repulsión o una curiosidad perversa lo que hacía que su cuerpo respondiera con un escalofrío.

— Como voy a disfrutar de tu culo — murmuró Lucien, avanzando más profundo, sintiendo el calor opresivo de su interior — Eres mía, Claire. Tu coño, tu culo, tu garganta… cada pedazo de carne que Dios te dio y que yo he reclamado.

Retiró el dedo, solo para reemplazarlo con algo mucho más grande. La punta de su miembro, aún húmeda con los restos de sangre, se posó contra el estrecho ojete. Claire sintió el peso de lo que vendría, y un sollozo escapó de sus labios.

— Respira — le aconsejó Lucien — Y recuerda… el dolor es solo el primer escalón del placer.

Y entonces, sin rastro de clemencia, la penetró por segunda vez esa tarde, sellando la condena al infierno que él había prometido.

— Oh… que estrecho— susurró Lucien, mientras sus dedos se cerraban como grilletes alrededor de sus caderas — deja que la bestia entre… al fin y al cabo, ese culo tuyo fue hecho para ser follado.

Y entonces, Lucien posicionó sus pies con firmeza en el suelo y con un solo envite, enterró el resto de su hinchado falo hasta sus huevos.

El grito de Claire no fue humano, fue el sonido de un animal despellejado vivo. Su recto, virgen y tenso, se desgarró alrededor de la invasión monstruosa, y por un instante, creyó que la partiría en dos. Su rostro se hundió en la tierra, su boca se llenó de hojas y tierra amarga, pero nada podía ahogar los alaridos que le arrancaba cada centímetro de polla que Lucien le clavaba. Él no tuvo prisa. La folló con la lentitud sádica de un verdugo que ajusta la rueda de tortura, disfrutando cada espasmo, cada sollozo, cada intento inútil de ella por escapar. Claire sintió la locura rozándole la mente. Las imágenes se amontonaban detrás de sus párpados: recuerdos de misas, de vestidos blancos, de su madre advirtiéndole sobre los peligros de los hombres… y ahora esto. La polla de su primo abriéndola como un cuchillo caliente, la humedad entre sus propias piernas traicionándola, el dolor que se mezclaba con algo más, algo innombrable que la hacía sentir sucia y viva. Sus manos se aferraron a las raíces expuestas del suelo, como si pudieran salvarla, pero su culo, ¡oh, maldito culo!, se abría cada vez más, ofreciendo sus entrañas a cada nueva embestida.

— ¡Ah! ¡Ah! ¡No puedo más! — gritó, la voz rota entre la tierra y la saliva. — ¡Por favor, para! ¡Me duele… me duele mucho el culo!

Lucien se detuvo—solo un instante—para inclinarse sobre ella, su aliento caliente en su oído:

— ¿Parar? ¿Después de que tu coño haya disfrutado como una puta sedienta? ¿Después de que tu garganta haya aprendido a amar mi polla?

Un nuevo empujón, más profundo, más brutal. Claire sintió que algo cedía dentro de ella, y un líquido caliente, sangre, tal vez, o sus propios fluidos, corrió por sus muslos. Lucien rio, agarrando su pelo para levantar su cabeza y obligarla a mirar el horizonte que había empezado a teñirse de un rojo oscuro. — Mira, Claire… el cielo arde como tu culo. ¿No es hermoso?

Y entonces, con un movimiento final que la levantó del suelo, la empaló hasta el fondo, sellando su transformación de inocente doncella a juguete roto. l joven la folló ahora con la furia indomable de un animal en celo, sus caderas azotando contra las nalgas de su prima con un ritmo salvaje que hacía temblar todas las carnes de la joven. Claire se retorcía, un mar de contradicciones: sus uñas se clavaban en la tierra mientras sus nalgas buscaban chocar contra el vientre de su primo, sus gritos de protesta se mezclaban con gemidos ahogados, y sus lágrimas—aún frescas—brillaban bajo el decadente sol como perlas.

— ¿Qué soy para ti? — jadeó entre sollozos, la voz quebrada por el vaivén brutal de sus cuerpos — ¿Un juguete? ¿Un pecado? ¿O solo carne para tu placer?

Lucien no respondió de inmediato. En lugar de palabras, comenzó a azotar con fuerza las nalgas de su prima.

— Eres todas esas cosas y ninguna — gruñó, acelerando el ritmo, cada embestida más profunda, más posesiva. — Eres el espejo de mi perversión… y hoy, puta, te romperé hasta que solo queden los fragmentos.

Claire gritó cuando una nueva oleada de sensaciones la atravesó. Dolor, sí, pero también algo más, algo que se enroscaba en su vientre como una serpiente dispuesta a envenenarla con su propio placer. Sus músculos anales se contrajeron, como si su cuerpo, traicionero, intentara retenerlo para siempre.

— Vamos — la alentó Lucien — Dame lo que me merezco… tu rendición.

Y Claire, en un acto de sumisión que la horrorizó y la embriagó por igual, se relajó. Sus propias manos separaron sus nalgas, sus músculos se abrieron, y Lucien, como un conquistador que finalmente atraviesa las puertas de una ciudad sitiada, se hundió hasta el fondo, hasta donde ningún hombre había llegado antes.

El placer que siguió fue tan intenso que Claire sintió cada centímetro de su ser invadido, poseído, reclamado. No era solo su cuerpo lo que Lucien violaba, sino su alma, su identidad, la esencia misma de lo que creía ser. Y cuando la punta de su verga rozó ese punto oculto dentro de ella, ese lugar que ni siquiera ella conocía, un gemido gutural escapó de sus labios.

— Dios… no… por favor— suspiró Claire.

Pero ya era demasiado tarde.

Un nuevo orgasmo la golpeó como una ola gigante, arrastrándola hacia un abismo de sensaciones contradictorias. Su coño y su culo se contrajeron al unísono, apretando la polla de Lucien con una fuerza que lo hizo gruñir como un animal herido. Y entonces, con un último empuje brutal, él se derramó dentro de ella, llenando su interior con su semen caliente y espeso, como si intentara marcar su territorio desde adentro. Claire sintió el líquido arder dentro de sí, una mezcla de humillación y triunfo, de vergüenza y pertenencia. Cuando Lucien finalmente se retiró, un hilo de sus fluidos, semen y sus propias heces escapó de su ano, mezclándose con la sangre de su virginidad perdida.

— Mira — susurró él, recogiendo el fluido con dos dedos y pintando sus labios con él — ahora llevas mi marca. Dentro y fuera.

Al terminar, Claire yacía sobre la hierba húmeda, su cuerpo aún convulsionaba por espasmos residuales de placer. Se sentía vacía, como un cáliz profanado y, sin embargo, en lo más profundo de su vientre, ardía un fuego nuevo, insaciable, que la aterraba. Lucien la observó con ojos de depredador satisfecho antes de inclinarse para levantarla con una mezcla de posesividad y burla. Con un pañuelo de seda limpió meticulosamente los rastros de su unión, el flujo blanquecino que goteaba entre sus muslos, las lágrimas secas en sus mejillas, incluso la saliva que brillaba en las comisuras de sus labios hinchados.

— Mira qué bonita estás ahora — murmuró, vistiéndola con la misma lentitud con que la había desnudado, como si cada prenda fuera un velo nuevo sobre su corrupción — Tan puta… y tan mía.

Claire no protestó. Cuando sus dedos temblorosos intentaron abrochar el vestido, Lucien apartó sus manos y lo hizo él mismo, sus uñas rozando deliberadamente los pezones sensibles que se endurecían bajo el roce. Un gemido escapó de su garganta. No de dolor, sino de reconocimiento. Él sonrió al notarlo. Tomándola de la mano, como un amante, como un carcelero, la guio de vuelta al sendero apenas bañado por el sol de la tarde. La luz le quemó los ojos acostumbrados ya a la penumbra del pecado, y por un instante, Claire sintió el impulso de correr, de gritar, de rasgarse las vestiduras y denunciar el crimen.

Pero entonces Lucien apretó su mano con advertencia, y el dolor punzante en su coño aún abierto le recordó la verdad, ya no había vuelta atrás.

— Ahora — susurró él, deteniéndose justo donde la sombra del parque se encontraba con el mundo exterior — eres mía. No solo aquí, en este jardín… sino en cada respiro, en cada sueño, en cada oración que intentes murmurar.

Claire asintió, lenta y solemnemente, sin una pizca de rebeldía. Sabía, con una certeza que le helaba la sangre, que se había convertido en algo más que una víctima, era ahora una esclava del placer, adicta al veneno que la destrozaría y reconstruiría una y otra vez.

Y así comenzó el camino de perdición que guiaría el resto de la vida de Claire. Cada tarde, cuando el sol empezaba a morir, Claire regresaba al jardín. A veces Lucien la esperaba en el banco de piedra, leyendo un libro de filosofía obscena, preparando una nueva lección como si fuera un maestro de la perversión. Otras veces la sorprendía entre los arbustos, arrojándola al suelo antes de que pudiera quitarse las enaguas. La tierra del jardín bajo ellos siempre estaba mojada, ya fuera por el rocío, por la lluvia, o por los fluidos de sus encuentros, donde cada tarde la devota jovencita gritaba y gemía como una sucia fulana.

FIN

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