El cura y yo
El cura y yo.
Hará ahora unos tres años que mi mujer y yo dejamos de vivir juntos. Llevábamos casados cuarenta y cinco años y un día, cuando regresé de jugar a la petanca con mis amigos, encontré una nota en la que me explicaba que se iba a casa de nuestra hija pequeña y que no volvería. Todo un detalle, teniendo en cuenta lo enfadada que estaba conmigo desde hacía tres meses. Y todo por culpa de aquel maldito cura.
Se llamaba Julián y era el párroco de la iglesia de nuestro pueblo desde pocos años antes de que mi mujer y yo nos casáramos. Todos los de mi edad le conocíamos puesto que, por la época en la que apareció por allí, más nos valía ir a misa. Si no, algún acólito del generalísimo podía sentirse incómodo y causar problemas. Él era de lo más normal salvo que era más simpático y encantador que su predecesor. Tendría unos veinticinco años, más o menos como yo, era delgado y bajito, de pelo castaño y ojos azules, con boca pequeña y rasgos poco viriles.
Al principio, mi relación con él era la normal entre un cura y uno de sus fieles menos interesados pero, a medida que la boda se acercaba, mi, por aquel entonces, novia insistía en ir a visitarle para prepararnos para el importantísimo paso que estábamos a punto de dar. Sobra decir que mi mujer ha sido siempre algo beatilla y, probablemente gracias a ello, tardó lo que tardó en dejarme. Está claro que aquellas soporíferas sesiones con el cura no sirvieron de nada y que éste fue completamente incapaz de inculcarle “lo de la salud y la enfermedad hasta que la muerte os separe”. Pero no se le puede reprochar nada, mucho antes de que ella pronunciase el “sí quiero” tanto el cura como yo habíamos violado las leyes divinas.
Todo comenzó un día que fui a visitar al cura a la iglesia por petición suya para, según él, preparar la inminente boda. Llegué tarde porque tenía que trabajar y por eso el lugar se encontraba vacío. Estar solo en esa iglesia, iluminada escasamente y con esa decoración tan particular que te hace sentirte observado, era como estar en un lugar prohibido, cosa que le otorgaba al sitio un toque morboso bastante excitante.
Estaba cavilando sobre estas tonterías cuando, de repente y dándome un enorme susto, apareció Julián.
-Buenas noches Francisco.
-Buenas noches padre.
-¿Qué tal el día?
-Lo normal, un poco agotador. ¿Y el suyo?
-Bastante tranquilo, lo necesario para servir al Señor.- Me dijo completamente seguro de su propia importancia.- ¿Qué te parece si nos sentamos ahí?- Preguntó señalando los bancos de la primera fila.
– Buena idea- Contesté caminando hacia ellos.-Estoy algo cansado.
– Bueno, cuénteme qué le atrajo de Asunción- Dijo a la vez que se sentaba.
– Lo buena persona que es.
-Sí, es una gran cristiana.
Así fue como comenzó una larga conversación en la que me preguntó por mi vida y me contó la suya. Todo un rollazo si no hubiese sido por lo que me soltó al cabo de casi una hora. Yo, sólo le había contado aquellos aspectos de mi vida que no me importaba que se supiesen. Por nada del mundo quería tener problemas, por lo que ocultaba todo aquello que no estaba bien visto. Sin embargo, parece que él no tenía ningún inconveniente en contarme sus secretos más íntimos.
-Desde joven he sentido atracción por los hombres- Me confesó el cura de improviso dejándome anonadado.
-¿De verdad?- Fue lo único que se me ocurrió decir en aquel momento.
-Sí- Se rió y me guiñó el ojo- Era un poquito pecador.
No me lo podía creer. A un cura le ponían los tíos. Aunque tampoco era tan raro. ¿Qué clase de gente iba a renunciar a casarse con una mujer y a meterse en un lugar donde le tienen separado de ellas? Que pillo el cura, a saber qué habría hecho en el seminario. El simple hecho de pensarlo hizo que se me dibujara una sonrisa en los labios que pareció incitar al cura a contar más.
-Antes de hacerme cura era todo un experto complaciendo a mis amigos- Me confesó mirándome de una forma rara, casi lasciva.- ¿Lo has hecho alguna vez con un chico?
Aquella pregunta me puso nervioso. Sí que lo había hecho con hombres, y me encantaba, pero esas cosas no se iban contando por ahí en aquellos días. Además, ese cura, que era algo guapito, hablándome de esas cosas y mirándome de aquella manera empezaba a excitar mi fantasía. Y mis pensamientos se hicieron evidentes en mi entrepierna.
-¡Qué grande!- Exclamó Julián poniendo su mano sobre ella y haciéndome dar un gemido.
Eso era lo que me faltaba, que el cura de mi pueblo me tocara la polla. Pero lo hacía bien y, sin pensar en las posibles consecuencias, le dejé seguir con la tarea. Se acercó un poco más a mí para estar más cómodo y comenzó a masajeármela con una gran maestría. Deslizaba la palma de la mano de arriba hacía abajo, por encima de la tela y volvía a subir repitiendo el movimiento lentamente. Estuvo así un rato hasta que, con la mano que tenía libre, empezó a hacerme presión para que me tumbara sobre el banco. En cuanto lo hice, dejó de toquetearme ahí para abrirme la bragueta y deslizarme el pantalón hasta las rodillas. Su acción, dejó a la vista de todos los santos de la parroquia mi pene que, aunque no era muy grande, estaba bien proporcionado y apetecible.
Julián se sentó en el suelo a la altura de mi entrepierna y volvió a acariciármelo, pero esta vez en contacto directo con mi piel. Utilizaba las cinco yemas de sus dedos que deslizaba suavemente sobre mi pene hasta que se decidió a agarrármela con la palma de la mano. ¡Qué suave era por Dios! Con ella, me deslizaba el prepucio arriba y abajo mientras que su pulgar esparcía pausadamente el líquido preseminal alrededor de mi glande. Toda una delicia.
Pero la situación todavía podía mejorar. El cura se puso de rodillas deleitando su vista con mi pene y, como si se dispusiera a hacer penitencia por el pecado que estaba cometiendo, se empezó a agachar hasta que sus labios se posaron sobre mi frenillo. ¡Qué gustito sentir esa piel sobre mi! Era genial y encima el airecillo de su respiración lo incrementaba. No tardó mucho en deslizar sus labios, sin despegarlos el uno del otro, por la parte expuesta de mi virilidad. Dejaba caer saliva pringándomela entera y provocando que sus labios se deslizasen mejor y, cuando estuvo bien mojada, abrió la boca y aprisionó el tronco como un perro con su hueso. Después, deslizó su boca sobre ella hasta que alcanzó la punta, que lentamente introdujo en su boca. ¡Qué calentita estaba! Y ¡Cómo movía la lengua! La agitaba sobre mi glande con movimientos circulares restregándola por toda la superficie y provocándome aullidos de placer.
-¡Ahhhhhhhh!- Gemí mientras mi cuerpo se contraía cuando, de un solo golpe, se la metió hasta el fondo.
Era verdad que era todo un experto complaciendo a los hombres. Se la sacaba y se la volvía a meter hasta que sus labios tocaban mi pubis y, cada vez que repetía la operación, aumentaba el ritmo. Lo estaba haciendo tan bien que no hubiese tardado en correrme si no hubiera sido porque, de repente, paró. Me incorporaba para protestar cuando él apoyó su mano sobre mi pecho y me dijo:
-Tranquilo, ahora viene lo mejor.
Y, sin decir más, comenzó a desnudarse parsimoniosamente delante de mí, arrojando su ropa al altar y dejando ver un delgado cuerpo sin vello, excepto en las axilas y en el pubis, y con un pene pequeño que en esos momentos se encontraba apuntando hacía el cielo. Era precioso y, si todavía era posible, me excité más al verlo. Cuando se cansó de dejarse observar, se acercó a mí y me quitó la ropa. Primero los zapatos, luego los calcetines, los pantalones, los calzoncillos y, por último, la camisa. Estábamos los dos tal y como Dios nos trajo al mundo y en su propia casa. Todo un placer al que uno difícilmente puede resistirse. Y nosotros no lo hicimos.
Julián me obligó a incorporarme y acercó su lampiño culito a mi cara. Coloqué cada una de mis manos sobre sus nalgas y se las masajeaba mientras acercaba mi boca a su ano. Cuando estuvo lo bastante cerca, separé los dos cachetes y posé mi lengua justo en el centro del agujero provocándole una contracción. Estaba claro que le gustaba y no iba a privarle del placer por lo que se la restregué por todo el ano, apretando de vez en cuando para que entrara. Al principio no lo logré pero, una vez que se relajó, consiguió entrar. ¡Y qué delicia! Su culo me sabía en ese momento a gloría pero, por segunda vez, el placer fue interrumpido abruptamente.
El salido cura se dio la vuelta, me miró y sonrío con una cara de felicidad infinita. Se sentó a ahorcajadas sobre mí apoyando cada una de sus piernas sobre el banco y, con la mano izquierda, me agarró la polla. La colocó apuntando a su agujero y comenzó a hacer presión sobre él para que entrara. Costó un poquito pero, cuando se deslizaba lentamente por primera vez dentro de esa cavidad estrecha, esponjosa y caliente, creí que me desmayaba del gusto. Por suerte no lo hice y pude disfrutar de mucho más. Cuando entró entera, paró un momento para dejar que su cuerpo se acostumbrara al nuevo músculo. Tenía los ojos cerrados y quedaba claro que la penetración le molestaba un poco. Pero consiguió sobreponerse y comenzó a subir y bajar lentamente sobre mi pene.
Al principio seguía un ritmo lento pero, al cabo de un rato, se abrazó a mí y lo aumentó hasta casi hacerlo frenético. Era genial lo que hacíamos. Me encantaba sentir su boca mordisqueándome el cuello, su pene en mi barriga haciendo presión y el mío haciéndosela a él. Estaba en el paraíso y las sensaciones comenzaban a hacerse desbordantes. El placer era casi insoportable y mi cuerpo se contrajo cuando sobrevino el orgasmo. ¡Qué placer sentir como escupía mi semilla dentro de ese culito!
Pero, a pesar de que yo había eyaculado ya, todavía no habíamos acabado. Aún quedaba él que empezó a frotarse de una manera demencial hasta que finalmente me pringó todo el pecho de semen. Cuando recuperó el aliento, me dio un tierno beso en los labios, se levantó y nos vestimos.
Dos semanas más tarde él nos casó a mi mujer y a mí actuando como si nada de lo que hicimos hubiese ocurrido. Aunque, en el momento de preguntar si había alguien que se opusiese al enlace, me miró y me sonrió con su sonrisa más traviesa. Nunca nadie se enteró de nuestro escarceo en la iglesia hasta que, arrepentido de sus pecados, decidió confesarle a otro de los suyos lo que habíamos hecho y éste consideró que mi esposa debía saberlo.