Un matrimonio interesante II

Los gentiles lectores recordarán que estábamos en mi primer encuentro con un matrimonio al que había respondido su mensaje que yo solicitaba un tercero dominante.

En la casa de ellos, Silvia se encontraba mamándome la verga, cuando llegó Ernesto quien, a una orden mía, me besó la mano en señal de sumisión.

Después de un placentero orgasmo en la boca de la mujer, yo no quería otra cosa que relajarme.

Para evitarme molestias les ordené que se desnudaran mutuamente, no sin advertirle a Ernesto que no debía tocarla más allá de lo necesario.

No me pareció indispensable dar la misma orden a Silvia, ya que su roce seguramente aumentaría la excitación (ya muy visible) de su marido y, por lo tanto, la inevitable frustración que yo le tenía preparada.

Él le quitó la camiseta, cuidándose de no tocar los senos, que ahora mostraron sus areolas moradas y sus pezones duritos y parados.

Le bajó el cierre de la minifalda, que se deslizó por las piernas hasta el suelo.

Casi con la punta de los dedos, para no violar la prohibición, tomó las tiras laterales de la mínima tanga y las deslizó hacia abajo.

– ¡De rodillas, basura!, bramé desde mi cómoda ubicación en el sofá, y el cornudo se apresuró a arrodillarse y bajar la tanga hasta el suelo.

Con un movimiento grácil, Silvia sacó primero un pie y después el otro, quedando completamente desnuda, sólo ataviada con los zapatos de tacón alto.

Ahora le tocaba el turno a ella.

Con suavidad, le quitó la chaqueta, que tiró descuidadamente sobre un sillón.

Desanudó la corbata, tiró de ella y con el mismo movimiento la envió a hacer compañía a la chaqueta.

Mientras desabotonaba la camisa, yo sentía que mi excitación crecía y que mi pija recuperaba su vigor.

Voló la camisa hacia el sillón, convertido en improvisado guardarropa.

Era el momento decisivo: la hora del pantalón.

Este mostraba inequívocamente el grado de calentura que Ernesto experimentaba.

Decidí que era hora de interrumpir algo que, de alguna manera, debía brindarle placer.

– Deja eso y ven a sacarme la ropa a mí. Sin dudarlo, Silvia abandonó su tarea y se dirigió al sofá. Mientras me desvestía me besó con pasión en la boca y fue recorriendo con sus labios y su lengua cada parte de mi cuerpo que iba quedando al descubierto. La retuve cuando chupaba mis tetillas y mis axilas; en el primer caso por el placer que me daban sus labios, su lengua y sus ligeros mordiscos en esos puntos sensibles. En el segundo, más que por placer físico por lo que aquel gesto tenía de entrega. Lo mismo sentí cuando, al quitarme el pantalón y los zapatos, besó mis pies y los lamió. Era una sumisa perfecta. Como premio, la tomé por la barbilla y le dije:

– Vamos a necesitar una soga. Se levantó de un salto y salió taconeando hacia otra habitación (más adelante llegaría a conocer esa casa como la mía propia y sabría que iba hacia la cocina). Me puse de pie y le dije a Ernesto:

– ¿Qué esperas para sacarte el pantalón?

– Enseguida, amo, dijo sin demora y procedió a sacarse la poca ropa que conservaba puesta. Silvia volvió con la soga, que tenía el grosor justo para mi propósito. Con mi mano derecha la atraje hacia mí y nos besamos con furor, mientras con la izquierda me apoderé de la soga.

– Vamos al dormitorio, indiqué, y girando levemente la cabeza hacia Ernesto, agregué: Tú también.

Una vez en el dormitorio, estudié el lugar y su mobiliario.

Una ventana de dos hojas, con un parante central, venía de maravilla para mi propósito.

Pasé la soga por el parante y acerqué una silla a la ventana.

La acomodé de manera que quedara enfrentada a la enorme cama matrimonial que ocupaba el centro de la habitación.

Una vez que estuvo ubicada como quería, me dirigí a Ernesto y lo tomé fuertemente del pelo.

No pudo reprimir un quejido, pero sin hacer caso lo conduje hasta la silla y lo obligué a sentarse.

Lo hizo dócilmente.

¡El muy masoquista mostraba una erección brutal! Le coloqué los brazos hacia atrás y le até las manos a la espalda, con los nudos bien apretados.

Supuse que debían dolerle las muñecas, que era lo que yo quería lograr.

Con la otra punta de la soga, le até los tobillos a las patas de la silla, también con nudos apretados.

Me tendí en la cama y llamé a la mujer.

Ella se sentó sobre mí, con mi verga pegada a su pubis caliente y húmedo.

Manoseé sus tetas, pellizcando los lindos pezones hasta hacerle saltar las lágrimas.

Deslicé las manos por su cuerpo e introduje dos dedos en su vagina.

La acaricié con una mezcla de caricia y toma de posesión.

Comenzó a mover el cuerpo sinuosamente, demostrando el placer que sentía.

En realidad, yo quería que ella se ensartara mi verga en esa misma posición.

Pero, por ser la primera vez y para que quedara claro quién era el superior, debía ponerme encima.

Con brusquedad, la empujé para que cayera acostada a mi lado, giré y subí sobre ella, separé sus piernas con las mías y puse mi verga en la entrada de su sexo.

Ella tomó mi pija y la introdujo en su cueva ardiente.

Mientras la bombeaba con entusiasmo, miré hacia Ernesto y le dediqué una sonrisa triunfal.

El sólo pudo responder con una mueca en la que se mezclaba el dolor de la soga que lo martirizaba y la humillación de ver a su Silvia entregada al placer de un macho.

Su erección era portentosa y su incapacidad por calmar la excitación, total.

Entre gemidos, jadeos y gritos, la cogida tuvo un final a gran orquesta.

Volví a tenderme sobre la espalda, con la respiración entrecortada.

Silvia se inclinó sobre mí y pidió permiso:

– ¿Puedo besarte y acariciarte?

Lo pensé un momento y le dije que sí.

Apoyada en su codo derecho, comenzó por besarme en la boca y siguió por la oreja y el cuello.

Su mano izquierda comenzó a sobarme suavemente las bolas y la verga, que después de dos eyaculaciones recientes, tardó en dar señales de vida.

Los besos y lamidas continuaron por mi pecho, se demoraron en el ombligo, volvieron a las tetillas, retornaron hacia abajo y comenzó a lamer repetidamente la pija.

Ante semejante tratamiento, el falo recuperó un poco de dureza.

Empujé su cabeza hacia los huevos, que chupó con deleite.

Abrí y flexioné las piernas, para hacerle más espacio y seguí empujando su cabeza hacia ese espacio entre los huevos y el culo, donde se siente debajo de la piel la raíz del pene.

Besó, chupó y lamió frenéticamente. Alcé un poco más el cuerpo y comprendió lo que exigía.

Su lengua caliente, mojada y áspera escarbó los bordes de mi culo y se introdujo en él. Yo rugía literalmente de placer y de morbo.

Mi verga había vuelto a exponer casi todo su esplendor.

Sentí que estaba cerca de otro orgasmo y no quise desperdiciar el semen en la cama.

Tomé su cabeza con las dos manos y la conduje hasta el falo, que chupó afanosamente.

Tardé muy poco en llenar otra vez su boca de leche y, ahora sí, me aflojé en la cama ajena, que ahora tenía el olor de mi sudor y de mi semen.

Silvia miró hacia su marido y, seguramente un poco apenada por su deslucida postura, le preguntó si le dolían mucho las ataduras.

¡Carajo, será posible que un amo no pueda tomarse un minuto para descansar!

Yo no había dado permiso para que le dirigiera la palabra.

Le di una fuerte cachetada en la cara, que la sorprendió y le arrancó un grito.

La volteé sobre la cama boca abajo y mi mano derecha subió y bajó con fuerza sobre sus nalgas hasta que enrojecieron.

– Perdón, amo; perdón, amo, repitió varias veces.

Hasta que me tomé un reposo y puse mis pies junto a su boca.

Los besó y lamió para ganarse el perdón que imploraba.

Para demostrarle que estaba perdonada la besé ligeramente en los labios, pero rechacé su intento de un beso más profundo.

La erección del cornudo seguía firme.

Hice que Silvia fuera a buscar agua fría a la cocina y la derramé sobre la pija del esclavo.

Dio un salto tan amplio como le permitió la soga y se quejó.

Pero la erección desapareció.

Ordené a Silvia que lo desatara y observé con satisfacción que tenía las manos y los pies hinchados por la presión de la soga. Sentado en el borde de la cama, le dije:

De rodillas, cornudo, y a besarme los pies.

Mientras él hacía lo que se le mandaba, su puta mujercita volvió a la cama y comenzó a chuparme los huevos y la verga.

Pero yo ya tenía que irme.

La aparté bruscamente y se acurrucó en un rincón de la cama.

Con un movimiento del pie me libré de las ya cansadoras amabilidades del cornudo.

Habría aún muchos días para gozar del doble deleite del sexo a pleno y del placer de la dominación.

Continuará