Media hora más tarde llegué a casa, aun exhausta y casi dolorida en todo mi cuerpo tras la sesión de sexo desaforado al que me había entregado.
Necesitaba una ducha reparadora, de agua fresca y reconfortante, así que pasé directamente al cuarto de baño, me quité la ropa de la que no me había despojado anteriormente y entré en la bañera dispuesta a enfriarme con el chorro de la ducha.
El agua me cayó como del cielo, estaba fría y apetecible en una tarde tan calurosa de verano.
Así estuve durante un rato largo, sin prisas, disfrutando al tiempo que recordaba lo que había hecho.
No tenía sensación de culpa ni de haber hecho nada inmoral, sino de satisfacción plena y de felicidad carnal.
Salí del baño con una toalla que me cubría mi desnudo cuerpo y me dirigí hacia mi habitación, pasando antes por la cocina para sacar de la nevera un zumo de naranja fresco que bebí con ansia, con placer…mi garganta lo agradeció.
Como estaba sola en casa, me tumbé desnuda en mi cama, con la ventana de la habitación abierta y la persiana a medio bajar, dejando que corriese una brisa suave y relajante que llenaba mi dormitorio.
Me quedé dormida.
Con ese sueño que no es completo, que es casi irreal, que parece más una ensoñación, una pérdida de la conciencia para adentrarse en las zonas oníricas de nuestra mente, que nos hace gozar de manera sutil y vaporosa.
Había perdido la noción del tiempo cuando sonó el timbre de la calle. Sorprendida y un poco aturdida, me costó levantarme para responder la llamada. Caminando por el pasillo lentamente volvió a sonar, insistente, el ruido del timbre.
Parecía que había prisa allí abajo. Yo, sin embargo, me lo tomaba con mucha tranquilidad, apenas estaba despejada para contestar. Al hacerlo me encontré con su voz inquieta, ilusionada y vehemente. “¿No te acuerdas? Te dije que seguramente iría a tu casa” No, no me acordaba, pero en ese momento, de repente, volví a tener conciencia de todo.
Era el chico del tenis, que no debería estar muy cansado de su partido y quería continuar lo que para él había sido una faena sin culminación.
Ufff, pensé yo…no sé si tendré fuerzas. Sin haberle llegado a responder todavía, me lanzó otra pregunta, si bajaba yo o subía él. Le dije que esperara un minuto, que necesitaba comprobar algo para poder contestar.
Dejé el telefonillo y como seguía sola en casa y ya era hora de cenar, pensé que podían estar haciéndolo en algún restaurante y que nadie vendría durante un rato largo. Descolgué el teléfono para saber si había algún mensaje en el contestador automático y en efecto, una voz me confirmó mis sospechas…nadie venía a cenar esa noche.
Le dije que subiera, aunque interiormente tenía dudas sobre mis apetencias en esos momentos de más sexo, sobre todo del que me daba él, fuerte, rocoso y visceral. Seguía cansada.
Me puse un sujetador y unas braguitas y encima una camiseta fina blanca de tirantes, que me llegaba casi a las rodillas, algo ajustada por la parte de arriba, muy cómoda a la altura de las piernas, que usaba con frecuencia para estar por casa en verano.
Le recibí de esta guisa y nada más entrar puso mano en mis pechos, le encantaban, tan turgentes, tan provocadores. Casi retrocedí ante tanto empuje y sonreí soltando una breve y suave carcajada. “¡Cómo vienes!”, le solté, “parece que el partido no te ha pasado factura”.
“Lo he terminado lo más rápidamente posible, solo pensaba en estar contigo otra vez”, me dijo él.
Cerramos la puerta y pasamos al salón, nos sentamos en el sofá y le pregunté si quería beber algo, a lo que me contestó con un directo “Sí, claro, a ti”.
Estaba decidido a tener sexo salvaje conmigo otra vez y en esta ocasión, mandando él, por lo visto.
Al parecer, la escena de los vestuarios le había servido para calentarse y enrabietarse, se había dejado llevar por mis impulsos, obediente y receptivo, y ahora iba a ser él quien diera las órdenes precisas.
Al advertirle de mi estado de cansancio y debilidad, solo acertó a responder que empezaría algo más suave de lo habitual, y que si pasado un tiempo prudencial, yo no estaba a gusto, lo dejaríamos para otra ocasión.
Acepté la propuesta ladeándome y apoyándome en el respaldo del sofá para que me pudiera coger y acariciar con esa presunta dulzura que había prometido. Me besó en la boca, la suya estaba calentísima, sus labios quemaban, su lengua era una antorcha encendida de deseo suspendido.
Me acarició los brazos, las manos, las piernas, tocó todo mi vestido, desde los tirantes que apenas tapaban mis hombros hasta la parte que escondía mis pechos, mi sexo, mis muslos. Lo hacía más tranquilo, más suave de lo normal, siempre por encima de la camiseta, como queriendo comportarse dignamente, provocando mis primeros escalofríos y mis susurros iniciales.
Yo no le tocaba, salvo mis manos que se rozaban con sus brazos o su espalda. No era un comportamiento consciente, no sabía por qué lo hacía de esa manera, pero mi frialdad creo que le excitó todavía más.
Besó mi cuello, me dejó su saliva en mis mejillas, en mis oídos, en mi nuca, entre mis tetas, en la ranura que hay entre ambas, pasó su lengua varias veces por ahí mientras apretaba mis tersos melones, protegidos todavía por el vestidito y el sostén.
Yo tenía los ojos cerrados, con la cabeza levantada, concentrada y relajada, dejándome ir hacia otro acto de lujuria efervescente. Lentamente pasó sus dedos por mis muslos cálidos, subió suavemente la camiseta para dejar al descubierto mis blancas braguitas. Manoseó con la palma abierta mi vientre, mis costados, la entrepierna cada vez más ardiente.
Sabía muy bien lo que se hacía este joven semental. Sabía perfectamente cómo calentarme, sin prisa, sin pausas, y sabía cómo enardecer mis ánimos con sus cínicas palabras. Se apartó ligeramente para susurrarme que si seguía cansada y sin ganas lo dejáramos. “No pares ahora cabrón”, le espeté con toda mi rabia y mi ardor interno expresado en esas cuatro palabras.
“Mira cómo estoy yo”, y al mismo tiempo que me lo decía se sacó de sus pequeños pantaloncitos su poderosa polla. “Ya no puedo más, he estado empalmado toda la tarde desde que te fuiste”, me dijo frenético. En efecto, parecía más grande y gorda si cabe, debía ser el fruto de esa excitación mantenida durante tanto tiempo. “¿Quieres que te la chupe?”, le pregunté lascivamente mientras me incorporaba de mi posición semitumbada y me acercaba al coloso que tenía delante de mis ojos.
Sin dejar de mirarle a los suyos, llenos de sangre, encolerizados, me metí su tranca en mi boca, no sin dificultades, apenas me cabía, nunca la había sentido tan gruesa, tan larga, tan dura.
Llenó mis fauces hasta la garganta, casi me atraganto, al sacarla, salió con ella un hilito de saliva mío, me excitó verlo, no quería que cayese al sofá y la engullí otra vez, rápidamente, con voracidad, movía mi cara y mi lengua estaba aprisionada entre su pollón y las paredes de mi boca. Gemía y murmuraba loca de vicio de nuevo, otra vez me había hecho sentir como una diosa sexual, como una perra cachonda, como una ninfa del pecado.
El intentaba empujar hasta el final, hasta sus cojones me quería introducir, yo me ahogaba, protestaba con quejidos sofocados, con murmullos, sin voz, con mi mirada suplicante, pero vana, ya que él no estaba para tonterías, para las suavidades de antes, sino para llenarme de carne, de su endurecida carne, para cabalgarme atrozmente, para montarme ferozmente, para joderme entera.
Me desatascó la boca de su miembro enorme y me quitó las bragas impúdicamente, tocó mi coño empapado y oyó mi guauuuu que salía desde lo más profundo de mi alma, o de mi sexo más bien. Con un date la vuelta me ordenó que me tumbara boca abajo, de espaldas a él, que era la postura que más le gustaba al muy vicioso.
Con una palmada en el culo me indicó que lo subiera un poco para facilitarle su entrada en mi puerta principal. Noté como sus manos cogían fuertemente mis caderas y con sus dos dedos pulgares me abría ligeramente el agujero de mi culo y el de mi coño al mismo tiempo. Sin necesidad de agarrarse la picha, la ensartó dentro de mí, de todo mi cuerpo, porque parecía que me llegaba a la garganta, que recorría todo mi interior para querer salir por mi boca.
Lancé un grito sordo y despiadado al aire corrompido de la habitación, aquello era una embestida cruel, sin piedad, inhumana…me daba cachetes en el culo, me fornicaba como si fuera su vida en ello, yo ya no pude mantener el culo erguido y estaba totalmente horizontal aguantando su increíble montura, sintiendo sus jadeos bestiales, sus gritos desproporcionados, sus palabras obscenas y marranas, todo ello contaminaba el salón como nunca, la atmósfera que se respiraba era la de un plató de película pornográfica.
Sexo en estado puro, nada más y nada menos era lo que estábamos escenificando, sin concesiones, sin manías, sin decoro, con todas nuestras ganas, con todas sus potentes fuerzas y con todo mi menguado aguante. Así estuvo un rato, hasta que ya no pudo más y sacó su picha de mi chocho con urgencia, puso pie en el suelo y se abalanzó hacia mi cara, con su mano derecha agarrándosela con vigor, apretándola para que no saliera nada antes de su hora.
Me di la vuelta levemente, entendí que quería correrse en mi cara, en mi boca, llenarme de leche caliente mi rostro, mis ojos, mis labios…llegué justo a tiempo, nada más verla ante mis ojos de zorra lasciva, soltó un chorro blanco, lechoso, impetuoso, como huyendo de sus huevos para encontrar cobijo en mi paladar, en mi garganta.
Abrí la boca, me dejé inundar por su manguerazo salvaje, toda esa cantidad de leche no me cabía en la boca, así que al cerrarla para no ahogarme, me salpicó las mejillas, las cejas, el cuello…una vez pude tragar lo que me había entrado, lamí con la lengua viscosa y mojada mis labios, acercándome la leche que tenía más alejada a mi boca para saborearla toda, caliente, rica, apetecible.
Lo mejor de todo es que él seguía tieso, enhiesto, erguido con todo su mástil rojo, con la punta de su miembro apuntándome agresivo, apremiante, inquisidor.
Yo no estaba del todo satisfecha, mejor dicho, estaba bien follada pero no quería parar de hacerlo en esta tarde que se había alargado hasta la noche cerrada, hasta el infinito de sexo y de placer.
Ya iba siendo hora de desnudarme completamente. Antes, en los vestuarios solo me había despojado de mis braguitas, igual que ahora. Quería quitarme toda la ropa, que no me molestara nada para seguir follando como una calentorra. Me saqué la camiseta por la cabeza y me desabroché el sujetador, dejándolo caer al sofá que milagrosamente seguía inmaculadamente limpio tras su espectacular derrame.
Me arrodillé mientras él permanecía de pie para seguir chupándole, para mantener dura y tersa esa polla que tantos orgasmos me había procurado. Casi no hacía falta, su picha no bajaba la guardia, su rojez era cada vez más brillante, su glande estaba hinchado, era como la cabeza de un martillo dispuesto a golpear y clavarse en mi cueva excitada y mojada.
Levanté la cabeza para pedirle sofocadamente que me volviera a penetrar, pero esta vez cambiaríamos de postura, porque sin pensárselo dos veces me alzó por las axilas y me subió agarrándome de la cintura, cogiéndome bien el culo para que no resbalara, al tiempo que yo le abrazaba con fuerza, le rodeaba con mis brazos todo su torso, levantaba las rodillas al aire y me clavaba una vez más su dardo inclemente, incansable y agotador.
El de pie, moviéndose hacia arriba para penetrar mi coñito, yo subiendo y bajando como si de una montaña rusa se tratara, gimiendo, vociferando que terminara de follarme como me merecía, que me ensartara su picha hasta los cojones, que me los metiera también dentro de mi sexo, llamándole cabrón cada dos o tres palabras, gritándole jódeme bien cada tres o cuatro y rómpeme el coño varias veces…Sus gritos eran roncos, bestiales, endiablados, era como si el demonio se hubiera apoderado de nuestras almas, de nuestros cuerpos y nos obligara a seguir hasta desfallecer.
Tuve una eyaculación. Nunca me había pasado, creía que no era posible en una mujer pero el líquido viscosamente transparente que cayó desde nuestros unidos sexos era mío, sin duda, vi como se quedaba pegado a su pierna derecha, mojando sus pelos, yo también podía llenarle de leche.
Casi perdí el sentido, durante unos segundos dejé de notar nada, solamente el vacío más placentero, una nube me emborronaba la mente, la imaginación, el cerebro, todo…él tuvo que hacer toda la fuerza del mundo para mantenerme, porque mi cuerpo era como un peso muerto, agotado, saciado, deslumbrado…volví a la realidad para salir precipitadamente de él, me dejó sentada en el sofá, casi me dejó caer, para que un grito ensordecedor se conjuntara con otro desparrame de su joven leche sobre mí, esta vez sobre mis tetas, sobre mi torso entero, cantidades ingentes de leche volvieron a salir de su polla, no me lo podía creer, que todavía pudiera tener ese arsenal de vida allí dentro, después de todo lo que había tirado hace apenas unos minutos. Me unté todo el cuerpo con su blancor, con su viscosidad, él se tiró en el suelo, derrumbado, exhausto, destrozado.
A mí me temblaba todo, las piernas, los brazos, la cara, todo era un puro nervio interno, estaba dichosa, complacida, saciada, colmada, saturada, llena…
Me tumbé en el sofá y no pude dejar de mirarle su polla, ahora más blanda, más tranquila, la adoraba, me tenía absolutamente entregada, ese jovencito me tenía enloquecida y su magnífica polla me sacaba de mis casillas.