La tienda de conveniencia brillaba bajo las luces fluorescentes, un oasis de productos enlatados y snacks en medio de la noche. Era mi primer trabajo, a los 20 años, y la monotonía de la semana pasada había sido un bálsamo para mi ansiedad. Pero esa noche, algo cambió. El jefe, un hombre de mediana edad con una sonrisa que siempre me había parecido un poco demasiado amplia, me llamó a su oficina. Mi corazón latía con fuerza mientras cerraba la puerta detrás de mí, el aire cargado de una tensión que no podía explicar.

«Melina, has hecho un trabajo excelente,» dijo, su voz ronca y baja. «Quiero recompensarte.»

Sus palabras me sorprendieron, pero antes de que pudiera responder, me ordenó: «Cierra la puerta y quítate la ropa.»

Mi mente se aceleró, un torbellino de confusión y nerviosismo. ¿Qué estaba pasando? Pero algo en su tono, una autoridad que no admitía réplica, me hizo obedecer. Con manos temblorosas, desabroché mi uniforme, dejando que la blusa cayera al suelo. Mi sostén siguió, revelando mis pechos, no tan grandes, pero firmes, bajo la luz cruda de la oficina.

«Arrodíllate,» ordenó, y su voz era ahora un susurro que resonaba en mis oídos.

Me arrodillé, mi falda aún en su lugar, pero mi dignidad ya en pedazos. Él se desabrochó el cinturón con una lentitud que me hizo sentir como si el tiempo se hubiera detenido. Su pantalón cayó, revelando su erección, dura y palpitante.

«Mamámela,» dijo, y no había solicitud en su voz, solo una orden.

Mis mejillas ardieron, pero me incliné hacia adelante, mis labios rozando la punta de su pene. El sabor salado me invadió, y cerré los ojos, concentrándome en el movimiento de mi boca, en la presión de mis labios alrededor de él. Sus gemidos de aprobación me guiaron, y pronto me encontré en un ritmo, mi cabeza moviéndose hacia adelante y hacia atrás, mi lengua explorando su longitud.

«Así, preciosa, así,» murmuró, sus manos enredándose en mi cabello.

El sonido de su voz, la sensación de su cuerpo respondiendo a mis caricias, me enviaron un calor por todo el cuerpo. A pesar de la vergüenza, un placer oscuro y prohibido comenzó a crecer en mí.

De repente, me levantó, girándome para que quedara a cuatro patas sobre el frío suelo de la oficina. No tuve tiempo de protestar antes de que me penetrara, su miembro llenando mi sexo con una fuerza que me hizo jadear.

«Joder, estás tan estrecha,» gruñó, sus caderas moviéndose con un ritmo implacable.

El dolor inicial se transformó rápidamente en placer, una sensación abrumadora que me hizo arquear la espalda, mis uñas enterrándose en la alfombra. Sus embestidas eran brutales, primitivas, y yo me perdí en la sensación, mi mente en blanco excepto por el deseo de más.

«Me voy a correr,» advirtió, su voz ronca y llena de necesidad.

Y lo hizo, su cuerpo tenso mientras me llenaba con su semen caliente. Tres veces me corrí, mi cuerpo temblando con cada orgasmo, hasta que finalmente, él se derrumbó sobre mí, jadeando.

Me dio una paga extra, sus dedos rozando mi mejilla con una suavidad que contrastaba con la crudeza de lo que acababa de ocurrir. «Buen trabajo, Melina. No olvides esto.»

Me vestí, pero dejé mis bragas en el suelo, la evidencia de nuestra transacción aún cálida entre mis muslos. Atendí a los clientes con una sonrisa, pero mi mente estaba en otra parte, en la sensación de su semen escurriéndose por mis piernas, en el poder que había sentido, y en la vergüenza que ahora me consumía.

Los días siguientes fueron una niebla, mi mente luchando por procesar lo que había sucedido. Pero una noche, mientras reponía los estantes, Ivana se acercó. Ivana, con su mirada penetrante y su sonrisa pícara, siempre me había intrigado.

«Sé lo que pasó con el jefe,» susurró, su aliento cálido en mi oído. «Y quiero que sepas que no estás sola.»

Mi corazón se detuvo. ¿Cómo podía saberlo? Pero antes de que pudiera responder, me guio a un rincón apartado de la tienda, lejos de las cámaras de seguridad.

«Deja que te muestre cómo podemos aprovechar esta situación,» dijo, sus dedos rozando mi hombro con una intimidad que me hizo temblar.

Con manos ágiles, me quitó la blusa, exponiendo mis pechos a su mirada hambrienta. «Tienes un cuerpo hermoso, Melina. No deberías desperdiciarlo con ese jefe asqueroso.»

Sus labios se estrellaron contra los míos, su lengua invadiendo mi boca con una pasión que me dejó sin aliento. Me besó con una intensidad que me hizo olvidar todo, mi cuerpo respondiendo a su toque como si tuviera vida propia.

Me empujó contra el estante, sus manos explorando mi cuerpo con una urgencia que me excitó. Sus dedos se deslizaron entre mis piernas, encontrando mi sexo aún húmedo del encuentro con el jefe.

«Joder, estás mojada,» murmuró contra mi cuello, su aliento caliente en mi piel. «Te gusta esto, ¿verdad?»

No pude responder, mi voz perdida en un gemido mientras sus dedos me penetraban, moviéndose con una destreza que me hizo arquear la espalda. Ivana sabía exactamente qué hacer, su toque firme pero gentil, sus labios dejando un rastro de besos a lo largo de mi cuello y hombros.

«Ivana… por favor…» supliqué, mi cuerpo al borde del abismo.

«Córrete para mí, Melina,» susurró, su boca en mi oído. «Déjame escucharte.»

Y lo hice, mi cuerpo explotando en un orgasmo que me sacudió hasta los huesos. Mis piernas temblaron, pero Ivana me sostuvo, sus labios capturando mis gemidos, su mano aún trabajando entre mis piernas.

Cuando finalmente me recuperé, Ivana se levantó, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y triunfo. «Ahora tú, Melina. Demuéstrame que eres tan buena como dicen.»

Me arrodillé, mi cuerpo aún tembloroso, pero mi deseo por ella era una llama ardiente en mi interior. Desabroché sus pantalones, revelando su sexo, hinchado y húmedo. Lo besé, mi lengua explorando su sabor, mis dedos deslizándose dentro de ella mientras mis labios trabajaban en su clítoris.

Ivana gemía por encima de mí, sus manos en mi cabello, guiando mis movimientos. «Sí, así… joder, Melina, eres increíble…»

La penetré con mis dedos, sintiendo su cuerpo responder al mío, nuestras respiraciones entrecortadas llenando el aire. Y cuando ella se corrió, su cuerpo convulsionando contra el mío, supe que habíamos sellado algo más que un simple pacto de placer.

Nos vestimos en silencio, pero la mirada que compartimos lo decía todo. Habíamos cruzado una línea, y no había vuelta atrás. En ese momento, supe que mi vida en el trabajo nunca sería la misma, y que Ivana y yo estábamos destinadas a explorar los límites de nuestro deseo, juntas.