Martina se sirvió otro café en la cocina mientras Miguel recogía los platos del desayuno. Lo observó un segundo, inclinándose para fregar, con ese aire obediente que tanto le gustaba. Llevaba el collar de cuero puesto, discreto, casi parecía un simple adorno si alguien ajeno entrara en casa, pero ellos sabían el significado real. Era un recordatorio constante: a quién pertenecía, quién mandaba.
—Ven cuando termines —le dijo ella, sin levantar apenas la voz.
Miguel asintió, secándose las manos. En cuanto terminó de colocar el último plato, caminó hacia el salón. Ella le esperaba sentada en el sofá, con el arnés preparado sobre la mesita. Negro, sencillo, funcional. Al verlo, a Miguel se le encogió el estómago de nervios, pero también de excitación. Ya estaba acostumbrado a correrse solo de esa forma, y lo sabía. Su polla no servía de mucho desde que ella le había entrenado para correrse exclusivamente a través del culo.
—Quítate la ropa —ordenó Martina.
Él obedeció enseguida, dejando la ropa doblada con cuidado. Después, se arrodilló frente a ella, respirando hondo. Martina se ajustó el strapon con calma, casi con la naturalidad de quien se calza unos zapatos, y comprobó que el lubricante estaba a mano.
—Boca abajo, en el sofá —le indicó.
Miguel se colocó, apoyando el pecho sobre los cojines, las rodillas abiertas, la espalda ligeramente arqueada. Cerró los ojos antes de sentir el contacto frío del lubricante, que Martina extendía sin apuro. Notó cómo el plug que llevaba puesto desde la noche anterior era retirado, sintió un breve vacío, y enseguida la presión firme del strapon, apuntando hacia su entrada ya rendida.
Martina comenzó a entrar despacio. Miguel soltó un quejido suave, apretando los párpados. Con cada centímetro que ella lo penetraba, aparecían también esas fantasías que Martina le había inculcado: imágenes de hombres enormes, insaciables, turnándose para follarlo sin parar. Él nunca había sido gay, pero ella se encargó de instalarle esas fantasías hasta que acabaron formando parte de su forma de excitarse. Al sentir la invasión completa del strapon, su mente se llenó de aquellos machos anónimos, brutos, sudorosos, que no paraban hasta dejarle completamente roto.
Martina empezó a mover la cadera con un ritmo firme, sin prisas. Miguel se sujetó al borde del sofá, respirando entrecortado. No había erección, su polla colgaba blanda, inútil, pero de la punta empezaron a caerle goterones de semen preseminal, empujados por la estimulación de la próstata. Él notaba cómo resbalaban sobre el cojín, calientes, sin poder controlarlo.
—Eso es —dijo Martina, con voz neutra—. Como te gusta.
Miguel asintió apenas, perdido en su fantasía, sintiéndose una presa dispuesta, una carne dócil lista para ser usada. El strapon iba y venía dentro de él, encontrando siempre el punto exacto, aplastándole la próstata en cada embestida. Un cosquilleo le subía por la espalda, mezclado con una sensación de vergüenza dulce que ya conocía demasiado bien.
Martina se inclinó un poco sobre él, sujetándole de la cadera, aumentando el ritmo. Miguel sintió que el orgasmo le subía, imparable, sin roce en su polla, solo desde dentro, como un latido profundo. No intentó tocarse; sabía que no debía, que solo podía correrse con el culo abierto y bien follado.
—¿En quién piensas? —preguntó Martina al oído, mientras seguía dándole.
—En… en los hombres… —balbuceó él, con la voz entrecortada—, en los que me follan…
—¿Y quién te los metió en la cabeza?
—Tú… tú, mi dueña…
Martina sonrió apenas. Era un entrenamiento que había llevado meses, pero funcionaba a la perfección. Le encantaba comprobar cómo Miguel, ese hombre tranquilo y sensato en su vida cotidiana, se convertía en un sumiso incapaz de correrse sin imaginarse en manos de otros machos, por decisión suya.
Aumentó el ritmo del strapon, lo bastante para hacerlo temblar. Miguel gimió, la voz rota, y notó que su cuerpo se desbordaba. Sintió un chorro caliente de semen salirle sin que nadie tocara su polla, goteando sobre el cojín, repitiéndose en pequeñas sacudidas que él no podía detener.
Martina no se detuvo de inmediato, siguió penetrándolo con movimientos rítmicos hasta que percibió que todo su cuerpo se relajaba, agotado, vencido. Entonces salió con cuidado, apartó el arnés y limpió con un paño húmedo los restos de semen que chorreaban desde su glande inerte.
—Buen chico —le dijo, como si nada—. Limpia el sofá cuando termines.
Miguel asintió, todavía con los muslos temblorosos. Se incorporó despacio, respirando profundo, y se giró para mirarla. Entre ellos no había un gesto dramático, ni frases de película. Solo esa complicidad tranquila de quien entiende su sitio, de quien sabe que el placer se vive también en la entrega y la rutina. Miguel recogió el cojín manchado, buscando la funda limpia, y empezó a ordenar sin rechistar, mientras Martina se servía el café que aún quedaba en la cafetera, satisfecha de haberlo llevado justo al punto que deseaba.