Capítulo 2

La campana del recreo aún zumbaba cuando Marco cerró la puerta con llave. El aula estaba en penumbra, las persianas bajadas a medias dejaban caer rayos de luz que cortaban su pecho desnudo como cuchillas. Me empujó contra la pizarra, la tiza estalló en nube blanca sobre mi espalda.

—Ahora sí, Maryluz —dijo, y su voz era un látigo—. Sin excusas.

Me dio la vuelta con un tirón de cinturón; el botón de mi falda saltó, elástico, metálico. Sentí el frío del aluminio en mis pechos mientras él arrancaba la seda hacia arriba. Sus dedos, todavía húmedos de mí, se cerraron sobre mi nuca y empujaron mi frente contra la pizarra.

—Escribe —ordenó—. Escribe tu nombre mientras te follo.

El olor a tiza me quemó la garganta. La tiza tembló entre mis dedos cuando él penetró de una estocada tan profunda que mis rodillas se doblaron. Cada embestida borraba una letra; cada gemido, una sílaba.

—M-A-R… —empecé, pero la “R” se deshizo en un jadeo cuando él me agarró el pelo y me inclinó más.

Su mano izquierda se deslizó por mi vientre, encontró mi clítoris y apretó con la precisión de un relojero. El placer me subió por la columna como corriente: rápido, ciego, peligroso.

—No te corras todavía —susurró contra mi oído, mordiendo el lóbulo—. Quiero que tu nombre termine cuando tú termines.

Retorcí la cadera, buscando más, buscando castigo. La pizarra crujió bajo mis uñas. Terminé la “Y” y la “L” ya temblaba cuando él me dio el último golpe: profundo, seco, exacto.

La tiza se me escapó, astillas blancas cayeron sobre mis zapatos. Mi nombre quedó incompleto: “MARY—” colgando como una promesa rota.

Me vino el orgasmo en olas que me doblaron las piernas; él me sostuvo por la cintura, clavado hasta el fondo, murmurando mi nombre como un mantra sucio.

Cuando el pulso se calmó, giró mi rostro y me besó despacio, limpiándome la tiza de los labios con su lengua.

—La próxima vez —dijo, abrochándose la camisa—, lo terminamos en tu escritorio. Y esta vez, Maryluz, escribirás el mío.