Cap 1: La Euforia de la Venganza

Justo mientras me recuperaba del segundo orgasmo de ese fin de semana, un torbellino de sensaciones me invadió como una marea impetuosa. Por un lado, la euforia triunfante de haber conquistado finalmente a este hombre, de haberlo tenido hundido entre mis muslos, su calor fusionándose con el mío en una danza prohibida. Por el otro, el dulce alivio de la venganza, un bálsamo ardiente contra las heridas infligidas por Alejandro, mi novio hasta ese momento, con sus ausencias constantes y su traición oculta. Abrí los ojos lentamente, como si emergiera de un sueño febril, reuniendo fuerzas para girar la cabeza. Andrés ya se había retirado de mí, su miembro aún palpitante, reluciente bajo la luz tenue de la habitación. Lo observé: su cara parecía de película de vampiros, untado de rojo en su boca, mejillas y cuello. Su torso desnudo brillaba con perlas de sudor que trazaban ríos irregulares sobre su piel bronceada, descendiendo por los surcos de sus músculos definidos. Su pecho subía y bajaba en respiraciones entrecortadas, como un mar agitado por la tormenta, y sus ojos, oscuros y hambrientos, devoraban la visión ante él: mis manos aún aferradas al cabecero de la cama, con los nudillos blancos por la tensión residual; mis rodillas hundidas en el lugar donde debería estar la almohada, temblando ligeramente; y él, arrodillado entre mis piernas abiertas, inclinado hacia atrás sobre sus palmas, admirando la curva arqueada de mi espalda, el globo redondeado de mi culo elevado en oferta, y mis muslos internos donde su semen caliente comenzaba a escurrir en hilos viscosos, tibios y pegajosos, mezclándose con mis propios jugos en un aroma dulce de un vino tinto, de sexo crudo y liberación.

Decidí en ese instante que todo era culpa de Alejandro, que él se lo había buscado con sus plantas repetidas, sus excusas huecas que olían a indiferencia y mentiras. Para justificar mi transgresión y cargar el peso sobre sus hombros, había guardado el secreto de su infidelidad como un as en la manga, esperando el momento perfecto para usarlo.

Cap 2: La Llamada y la Preparación

Le había propuesto un viaje a Alejandro ese fin de semana, sabiendo de antemano que su profesión lo ataría, pero sin percibir en él ni un atisbo de esfuerzo por compartir tiempo conmigo. Apenas rechazó la idea, con esa voz distante que me erizaba la piel de frustración, llamé a Andrés: un hombre 10 años mayor, con esa madurez que lo hacía irresistible, guapo hasta el punto de doler, con facciones angulosas y ojos que penetraban como dagas. Lo había conocido meses atrás en el trabajo, dos áreas diferentes que trabajaban en equipo, y desde el primer instante me atrajo como un imán invisible. Sin embargo, me ignoraba, y cuanto más lo hacía —sin pedir mi número, sin agregar en redes, sin un solo mensaje—, más crecía mi obsesión, un fuego lento que me consumía. Incluso después de darle mi número nunca llamó. Su indiferencia me desconcertaba, yo acostumbrada a ser la que juega a ser el premio, la que maneja las intenciones ajenas con un guiño o una sonrisa distante. Sin embargo, con el tiempo, hablábamos más seguido y comenzamos a compartir historias.

—Aló —su voz grave resonó al otro lado de la línea, un timbre que me erizaba la piel como una caricia lejana.

—No vas a creer lo que me hizo Alejandro —fingí rabia, mi voz temblando con un matiz de furia simulada, mientras mi corazón latía con anticipación—. No quiso salir conmigo el fin de semana de su cumpleaños, después de que yo reservara un restaurante.

—Cuanto lo siento, te mereces a alguien mejor —intentó consolarme, su tono cálido envolviéndome como un abrazo invisible.

—Pues no pienso amargarme. Si él tiene quien le celebre el cumpleaños, yo no voy a perder la reserva del restaurante —le dije, notando que no tomaría la iniciativa, y agregué con un dejo juguetón—: Ven conmigo, o voy a buscar a alguien por Tinder.

Tras su aceptación, colgué y me lancé a la tarea de orquestar el escenario perfecto: un restaurante exquisito pero modesto en Villavicencio (a un par de horas de Bogotá), con su clima delicioso que envolvía la piel como una caricia tropical; un hotel no tan vulgar, con piscina que prometía reflejos danzantes bajo el sol. Días antes, salí de compras, mi mente ya tejiendo la red de seducción. Elegí un vestido de baño negro de dos piezas: la parte superior sin tirantes, ceñida como una segunda piel, empujando mis senos hacia arriba en una oferta voluptuosa que hacía que mis pezones se endurecieran al roce del tejido; el panty con un costado transparente, revelando la curva de mis caderas en un susurro de encaje, invitando a la mirada a demorarse. Estaba decidida: a reparar el descuido perpetuo de Alejandro, a vengarme de su traición con un acto igual de crudo, y a poseer a este hombre que osaba hacerse el difícil conmigo.

Cap 3: La Llegada y el Juego en la Piscina

Llegado el día, Andrés pasó por mi casa en su auto, el aroma a cuero nuevo y su colonia amaderada invadiendo el espacio como una promesa. Le indiqué la dirección sin revelar el destino, y cuando vio que salíamos de la ciudad, su ceja se arqueó en curiosidad, pero me limité a sonreír: «Es un restaurante lindo fuera de la ciudad». Al llegar al hotel, sus ojos se iluminaron con comprensión, y creí ver una sonrisa curvando sus labios carnosos.

—¿Sabes que voy a tener que cambiar algunas actividades que tenía planeadas? —dijo, su voz teñida de diversión, mientras el sol besaba su piel.

Nos registramos, dejamos las maletas en la habitación —un espacio acogedor con sábanas blancas que olían a lavanda fresca y promesas ilícitas— y salimos por cervezas heladas, cuya condensación goteaba como sudor en mis dedos. Alejandro me había llamado temprano, atendí con voz neutra, pero ignoré las siguientes, su insistencia vibrando en mi bolsillo como un recordatorio molesto. Apagué el teléfono para sumergirme en el juego: desde el inicio, trabajé en su subconsciente: me inclinaba cerca de su oído para susurrar cuando veníamos en el auto, mi aliento cálido rozando su lóbulo; tocaba sus brazos musculosos, sintiendo la textura áspera de su vello bajo mis yemas; lo abrazaba en cada oportunidad, presionando mis senos contra su pecho. Dejaba caer migajas de galletas sobre mi blusa escotada, riendo y comentando: —Bote más de lo que me comí—, guiando su mirada a mis pechos salpicados, donde las migas se adherían a la piel húmeda por el calor.

Con el sol abrasador, me despojaba de capas, hasta quedar en el vestido de baño; sentí sus ojos recorriéndome, intentando disimular, pero fallando: devorando la curva de mis senos, la transparencia que insinuaba mis caderas. Le pedí que aplicara bloqueador en mi espalda, sus manos fuertes untando la crema fría, descendiendo hasta mi cintura, donde sus dedos se demoraban, rozando el borde de mi culo, enviando chispas eléctricas por mi espina dorsal. Entré a la piscina, el agua fresca envolviéndome como un amante líquido, e invité a Andrés; sin dejar las cervezas, cuyo amargor helado contrastaba con el calor creciente entre nosotros. Aproveché la proximidad para deslizar mis manos por su pecho húmedo, sintiendo los latidos acelerados bajo su piel; rozando su miembro disimuladamente con mis muslos suaves, notando cómo se endurecía gradualmente, un bulto firme presionando contra mí. Pronto, él replicaba, sus manos «accidentalmente» rozando mis nalgas, mi vientre; en una de esas, sentí su verga pronunciándose contra mis piernas, dura y caliente, un pulso vivo que aceleraba mi respiración.

Cap 4: La Cena y el Taxi

En la noche, me arreglé con esmero para la cena: un vestido diseñado para el calor, con falda suelta que flotaba varios centímetros sobre mis rodillas, rozando mis muslos con cada paso; espalda descubierta, expuesta al aire cálido que erizaba mi piel; escote pronunciado que revelaba la unión de mis tetas, temblando ligeramente con mi andar. Al sentarnos, pidió una copa de vino tinto, cuyo aroma afrutado y terroso llenaba el aire, mezclándose con el de la comida especiada. El ambiente —luces tenues, música suave como un susurro— me hizo reflexionar: no solo en este viaje, sino siempre, la pasaba exquisitamente con Andrés, su conversación fluida como seda, despertando en mí un deseo profundo, el mejor afrodisíaco para una mujer. Solo recordé mi teléfono apagado al salir del restaurante. La charla había virado a lo íntimo, compartiendo secretos que quemaban la lengua, tocando temas eróticos: preferencias, fantasías, el roce de palabras que encendían mi piel como chispas.

En el taxi de regreso, lo miré fijamente mientras él observaba el exterior, su perfil iluminado por las luces callejeras. Me acerqué a él, y cuando nuestras miradas se cruzaron, el silencio cayó como un velo pesado; sostuve mi mirada en sus ojos, oscuros y magnéticos, luego descendí a sus labios carnosos, mordiendo el mío con los colmillos en un gesto sensual, sintiendo el leve dolor que avivaba mi excitación. Me acerqué más, rocé su nariz con la mía, aliento entremezclándose en un aroma de vino y deseo. Él quedó petrificado, así que tomé la iniciativa: saqué la lengua, lamiendo tenuemente el espacio entre sus labios entreabiertos, saboreando su sal y calidez. Cerró los ojos y respondió con un beso apasionado, su lengua invadiendo mi boca como una conquista, explorando cada rincón con urgencia. Alcanzó a recorrer mis labios, mejillas y hasta el lóbulo de mi oreja, mordisqueándolo suavemente, su aliento caliente enviando ondas de placer por mi cuello, erizando cada vello, el trayecto hasta el hotel se hizo corto, pero desde que nos bajamos del taxi a la habitación fue eterno, cuando entramos, mi vestido ya colgaba por la cintura, el brasier expuesto, mis tacones en las manos; su camisa abierta, cayendo de sus hombros. Todo cayó al suelo al cerrar la puerta, un estruendo sordo.

Cap 5: La Danza de la Pasión

Entre besos y tropiezos, chocamos con el mesón de la cocina; el hielo en la cubitera tintineó con el vino dentro, como un llamado. Tomé la botella fría con una mano, su cuello helado contrastando con mi piel ardiente, y la colgué alrededor de su cuello mientras caminaba hacia atrás, tanteando con la otra mano para no romper nada, hasta la cama. Con un empujón firme, lo tiré sobre su espalda, el colchón crujiendo bajo su peso; mis rodillas se acomodaron a cada lado de su cuerpo, sintiendo su calor irradiando hacia mí. Puse mi mano libre en su pecho, palpando los latidos furiosos, y lo miré: con un giro de cabeza, mi cabello cayó en cascada sobre mi hombro izquierdo, un velo oscuro. Me incliné a su oreja, mi aliento cálido rozando su piel.

—Quiero más vino —susurré, mordiendo su lóbulo con dientes suaves, enviando un escalofrío por su cuerpo, mientras ponía la botella en su mano.

Mientras Andrés trataba de destapar la botella, yo recorría su cuello con besos húmedos, descendiendo por su pecho desnudo, saboreando la sal de su sudor, notando cómo se retorcía con espasmos cuando rozaba sus costillas sensibles, el costado de su vientre. Ahora veía su abdomen tonificado, músculos definidos como esculturas, un tatuaje provocador en su costado izquierdo —un diseño intrincado que besé, lamiendo la tinta imaginaria—. Tardé segundos en soltar su cinturón, el metal frío contra mis dedos, al abrir su pantalón revelé su boxer manchado con gotas preseminales, viscosas y saladas. Su verga pugnaba por liberarse; puse mi boca sobre ella a través de la tela, saboreando el líquido que se filtraba, un sabor almizclado y primitivo, mientras bajaba su pantalón a las rodillas. Retiré el boxer y su miembro se irguió en toda su longitud, venoso y pulsante, el glande brillante. Me arrodillé en el suelo entre sus piernas, mirándolo a los ojos —tratando de leer el anhelo en su mirada fija, la anticipación de un hombre a punto de ser devorado—. Sonreí pícaramente, asegurándome de que viera, y procedí: mi lengua trazó un camino lento desde sus testículos arrugados, sintiendo su textura rugosa, subiendo por la vena hinchada en la base, palpitante bajo mi toque; el glande salado, un deleite prohibido. Llegué a la punta, solo en este momento tuve que dejar de mirarlo a los ojos, envolví mis labios alrededor, succionando hasta la base, mis manos apretando sus bolas pesadas, sintiendo su calor y plenitud. Puso su mano en mi cabello, presionando, dictando el ritmo; su ímpetu creció, follándome la boca con embestidas profundas, el sabor de su liquido inundándome, pero me detuve antes del clímax, no quería que se corriera así.

Me puse de pie entre sus piernas, tomé la botella destapada y bebí un sorbo grande, el vino tinto bajando por mi garganta como fuego líquido, mientras él se sentaba y bajaba mi panty con manos ansiosas, besando mis caderas, su aliento caliente contra mi piel. Al soltar la tela desde mis rodillas, sus manos ascendieron a mis tetas, amasándolas con firmeza, pezones endureciéndose bajo sus palmas ásperas. Bajé la botella con la boca llena de vino; intentó levantarse, pero se lo impedí con una mano en su hombro, agachándome para pasarle las últimas gotas en un beso líquido, sabores mezclándose en un torrente erótico. Esta noche era mía, mi venganza me empoderaba como una diosa. Le pedí que se ubicara sobre la almohada boca arriba; caminé de rodillas sobre la cama mientras él retrocedía, sin salir de entre sus piernas, controlándolo con mi presencia. Tal vez pensó que lo iba a montar, pero al acomodarse, puse mi mano en su pecho para apoyarme, pasando mis rodillas a cada lado de su torso, ascendiendo hasta ubicar su cara entre mis muslos, la almohada elevándolo perfectamente. Inmediatamente entendió: comenzó a lamer mi vagina hinchada, caliente y húmeda, explorando los pliegues con maestría. Puse mi mano en su cabello, marcando el ritmo, y bebí otro sorbo de vino, el alcohol nublaba mis sentidos en una niebla deliciosa.

Los espasmos llegaron como olas crecientes, apoderándose de mí; Andrés sabía chupar un coño con precisión, su lengua penetrando mi vagina profunda, su nariz rozando mi clítoris, enviando rayos de placer por mi espina. La imagen se grabó en mi mente: arrodillada, una mano en el cabecero de madera fría, bajando la vista para ver mis tetas balanceándose con el vaivén de mis caderas, pezones erectos rozando el aire; al fondo de la imagen, él entre mis piernas, bebiendo mis flujos vaginales como un ternero sediento, el aroma de mi excitación —dulce y musgoso— mezclado con su saliva. Disfruté tanto su lengua hundiéndose, explorando paredes internas, que decidí que este sería mi primer orgasmo. Pensé en compartir: incliné la botella en mi cuello, el vino tinto frio descendía dolorosamente por mi piel caliente en un río rojo, trazando caminos entre mis tetas, algunas gotas colgando de los pezones como joyas, pero la mayoría colándose por mi vientre, llenando mi ombligo, bajando hasta mezclarse con mis jugos en su boca. ¿Cómo sabría esa mezcla pecaminosa? Él no se quejó, lamiendo con avidez. Derramé un par de veces más, pero los espasmos me traicionaron: vino escurría por mis muslos, manchando sábanas en un caos húmedo de alcohol, flujo, saliva y sudor. Bebí de nuevo y me rendí: contracciones intensas, seguidas, mi cuerpo convulsionando, fuera de control en un éxtasis alcohólico. Nunca esta posición me había llenado así —placer crudo, erótico—; solté el cabecero, agarré su pelo con fuerza, halándolo hacia mi vagina empapada, un gemido incontrolable escapando de mi garganta mientras el orgasmo explotaba, ondas de fuego irradiando desde mi centro.

Tardé segundos en volver, ojos cerrados, piernas temblando, luchando por mantenerme erguida. En ese lapso, Andrés se deslizó de debajo, arrodillándose detrás mío, su verga dura presionando mi entrada. Sin fuerzas para resistir, lo dejé: con una mano guio su miembro, el glande caliente rozando mis labios vaginales hinchados, y empujó, llenándome en un deslizamiento profundo, venoso. Bombeó aferrándose a mis caderas, dedos hundiéndose en mi carne suave, ocasionalmente masajeando mis tetas, pellizcando pezones con rudeza, pero siempre volviendo a mis caderas para controlarme. Me sentía anclada, su fuerza dirigiendo mi cuerpo; el sonido de carne chocando —aplausos húmedos, rítmicos— me excitaba, su pedazo de carne deslizándose en mi interior, rozando paredes sensibles, llenándome hasta el borde. Su frenesí hacía que mi cara chocara con el cabecero, madera fría contra mi mejilla caliente. Sus gruñidos se intensificaron, guturales y primitivos; mi segundo orgasmo se acercaba, pero temí que él culminara primero. Cuando sentí su verga ensanchándose, un dolor agudo me despertó: mi cabeza tirada hacia atrás por su mano enrollada en mi cabello, un tirón salvaje que disparó mi clímax, ondas de placer y dolor fusionándose. Su voz se sincronizó con su esperma caliente llenándome: «Aaaaaaaahhhhhhh», inmóvil mientras su pene escupía chorros espesos, calientes, inundando mi interior.

Segundos después, se dejó caer hacia atrás, su miembro saliendo con un pop húmedo, pero quedando entre mis labios, semen escurriendo sobre él o por mis muslos en hilos pegajosos, un aroma intenso de sexo y vino seco. Me sentí plena, realizada: había conquistado al hombre deseado por meses, y la culpa por la infidelidad de Alejandro se disipaba como niebla. Lo miré sobre el hombro: sudando profusamente, cara llena de vino seco en mejillas y nariz, respiración jadeante, ojos fijos en mi espalda arqueada y culo reluciente. Sonreí para mí misma; sería un fin de semana largo, interminable en placeres.

 

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