Capítulo 4

Susana mi esposa.

No sé en qué momento dejé de ser dueño de mí mismo. La veía ahí, desnuda, con el agua corriéndole por la piel, jugando con ese dildo como si lo hubiera deseado toda su vida, mientras tres pares de ojos ardían tras el cristal. Mi esposa, mi Susana, convertida en el espectáculo de un patio entero.

Y fue entonces cuando lo supe. No quería guardármela. No quería ocultarla. Quería compartirla, hacerlos partícipes de ese fuego que me estaba consumiendo.

Me giré hacia los vecinos, el corazón latiendo como un tambor.

—Entren —dije con la voz rota, entre excitación y locura—. Esta noche… es de todos.

El primero en soltar una carcajada fue el viejo gordo. Su barriga temblaba mientras me miraba como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida.

—¿Hablas en serio, muchacho? ¿Compartir a esa preciosura? —me dijo, con los ojos inyectados de deseo—. Joder… no creí vivir para ver algo así.

El chaval de 21 estaba mudo, pero la erección bajo su pantalón lo delataba. Apenas podía contener la respiración.

—Madre mía… —susurró, sin apartar los ojos del cristal—. Es… es un sueño.

Y Cristina, con su pijama corto y descarado, fue la que dio el paso adelante. Sonrió como una diablesa, se mordió el labio y me rozó el pecho con un dedo.

—Siempre supe que tu esposa escondía algo… pero tú, marido… tú eres peor que todos nosotros juntos.

Se acercó aún más, susurrándome al oído:

—Vamos entonces… déjanos saborearla.

Abrí la puerta del baño sin pensarlo demasiado. El vapor se escapó hacia el pasillo, y ahí estaba Susana, desnuda, apoyada contra el cristal, jadeando todavía con el dildo dentro de ella. Al girarse, primero me vio a mí… y luego notó las tres figuras tras de mí.

Su rostro cambió en un instante: los ojos abiertos como platos, las mejillas enrojecidas, el cuerpo tenso de puro instinto.

—¡¿Pero qué mierdas…?! —intentó cubrirse con las manos, aunque era inútil.

El viejo soltó una risa ronca.

—Tranquila, preciosa… ya te hemos visto todo, por ese vidrio te ves bien chingona.

El joven tragó saliva, casi temblando de la excitación.

—Dios… es todavía más perfecta de cerca…

Y Cristina, sin ningún pudor, dio un paso dentro. Se cruzó de brazos, ladeando la cabeza con una sonrisa felina.

—Vamos, Susana, sabemos que eres bien putita… ¿por qué fingir vergüenza ahora? —dijo, recorriéndola con la mirada—. Tu marido nos trajo aquí porque sabe lo que de verdad necesitas, nosotros somos tus fans.

Susana me miró, incrédula, con una mezcla de rabia y confusión… pero también de ese fuego que tantas veces había ocultado. Su pecho subía y bajaba rápido, los pezones duros, las piernas temblorosas.

Entré al baño y cerré la puerta tras de mí, dejando a los tres vecinos apenas en el marco, observando. Me puse detrás de Susana, que todavía intentaba cubrirse el pecho y el sexo con las manos temblorosas.

—No te escondas más, hoy te quiero compartir… —le susurré al oído, pegando mi cuerpo al suyo.

Con suavidad, pero firme, tomé sus muñecas y las bajé lentamente, dejando al descubierto sus pechos turgentes, el agua resbalando por su piel y el dildo aún sobresaliendo de su sexo. Ella dejó escapar un gemido ahogado, mezcla de vergüenza y excitación, al sentirse tan expuesta.

En ese instante, Cristina avanzó sin pedir permiso. Su mirada brillaba de lujuria mientras estiraba una mano y la deslizaba sobre el vientre mojado de Susana, subiendo poco a poco hasta atraparle un pecho.

—Dios… qué delicia… —murmuró, apretando el pezón duro entre sus dedos, haciéndolo girar con picardía.

Susana cerró los ojos con fuerza, la respiración se le entrecortaba, sus caderas se movían solas buscando alivio. El viejo y el joven miraban con las bocas abiertas, cada uno acariciándose por encima del pantalón.

Yo, detrás de ella, le susurré al oído:

—Ya no es solo mía, amor… ahora todos ven lo que yo disfruto cada día.

Cristina bajó la otra mano, hasta rozar el dildo que sobresalía, moviéndolo apenas con un vaivén lento. La reacción fue inmediata: Susana arqueó la espalda, un gemido se escapó de su garganta, imposible de contener.

—Eso es… déjate llevar —le dijo Cristina, sonriendo, antes de inclinarse y lamerle el cuello con descaro.

Cristina no perdió tiempo. Con una sonrisa traviesa, agarró el dildo que aún estaba medio enterrado en Susana y lo sacó lentamente, dejando un hilo brillante entre sus labios y la silicona.

—Mírate nada más… toda mojadita para nosotros —susurró, mientras lo agitaba frente a todos.

Susana abrió los ojos de golpe, avergonzada, pero no se apartó. Yo aún sostenía sus muñecas abajo, pegado a su espalda, obligándola a enfrentar la situación.

Cristina llevó el dildo hacia su boca y lo frotó suavemente contra sus labios, como si lo ofreciera.

—Vamos, preciosa… pruébate a ti misma.

Con la otra mano, subió hasta sus pechos y atrapó uno con fuerza, amasándolo con descaro, pellizcando el pezón erecto.

Susana jadeó, su boca entreabierta por el placer y la humillación. Cristina aprovechó ese instante y le deslizó la punta húmeda del dildo entre los labios.

—Así… —susurró—, chúpate tu propio sabor, putita.

Los vecinos gruñeron casi al unísono:

—Joder… qué espectáculo…

Yo sentí a Susana estremecerse, la lengua jugueteando alrededor de la punta, mientras Cristina seguía masajeando sus senos, pellizcando, apretando, encendiendo cada fibra de su cuerpo.

El ambiente en el baño estaba cargado, casi eléctrico. Susana, todavía confundida entre el vino y la excitación, apenas podía reaccionar a tantas miradas clavadas en ella.

El viejo gordo se adelantó un poco, la respiración pesada, la voz ronca y cargada de deseo:

—Joder… en mis cincuenta y dos años nunca imaginé tener tan cerca un cuerpo tan perfecto… —gruñó, dejando que el silencio se empapara de su confesión.

No la tocó de inmediato; dejó que las palabras solas hicieran el trabajo. Su mirada recorría cada curva de Susana como si estuviera saboreándola con los ojos. Esa declaración, tan cruda, provocó un estremecimiento en ella que no pasó desapercibido.

Cristina, siempre la más atrevida, sonrió con picardía. Se acercó al viejo, tomó su mano y en lugar de llevarla directo al cuerpo de Susana, la deslizó sobre su propio pecho, mostrándole cómo lo haría.

—Así… ¿ves? Así la tocarías… —susurró, jadeante, como si disfrutara provocar tanto a él como a Susana.

El protagonista, desde detrás de su esposa, la sostuvo con firmeza, bajando lentamente sus manos hasta dejar claro que ella no estaba sola, que él estaba ahí, compartiendo cada segundo de esa exhibición.

—¿Escuchas, Susana? —le murmuró al oído, mientras Cristina jugaba con el viejo frente a ellos—. Todos fantasean con lo que harían contigo… todos te desean.

El viejo gordo no esperó más. Con una mano seguía apretándole la teta con descaro, amasándola como si fuera suya, y con la otra le bajó el pantaloncito del pijama hasta las rodillas.

—Mírame ese culo… —bufó con la voz ronca, acercándose más—. En mis cincuenta y dos años nunca tuve un manjar como este frente a mí.

Susana soltó un gemido ahogado, el dildo aún en su boca, humedecido por Cristina, que se lo presionaba contra los labios mientras reía.

El protagonista la sostuvo fuerte por la cintura, susurrándole en el oído:

—Dáselo, Susana… quiero verte rendida.

Ella tembló, sus mejillas rojas de vergüenza y excitación, y en ese instante el viejo la alineó contra su cuerpo, rozando con su gruesa barriga la espalda de ella mientras se colocaba detrás.

Con un gruñido áspero, comenzó a frotarse contra el culo perfecto de Susana, jadeando fuerte.

—Qué puta delicia, esto es mío esta noche —escupió con morbo, mientras su mano sudorosa seguía estrujándole el pecho.

El joven se acercó un paso, la paja frenética en su mano, con los ojos brillando. Cristina, excitada como nunca, miraba la escena y murmuró:

—Dale, Susana… déjalo que te lo haga. Déjanos ver cómo te rompen ese culito perfecto.

El viejo gordo jadeaba cada vez más fuerte, apretando la teta de Susana como si fuera suya, frotando su barriga sudorosa contra la espalda de ella mientras le susurraba obscenidades al oído.

—Qué pedazo de hembra… nunca tuve algo así tan cerca… —bufaba, con la voz ronca, casi temblando de la excitación.

Susana estaba atrapada entre mi cuerpo que la sujetaba firme por la cintura y la mano del viejo que no dejaba de estrujarla. Sus mejillas ardían rojas, los labios abiertos soltando gemidos ahogados. El dildo todavía estaba húmedo contra su boca, que Cristina no dejaba de presionarle como si quisiera romperle la vergüenza a la fuerza.

El chaval, incapaz de aguantar, dio un paso al frente. Sus ojos estaban clavados en el rostro enrojecido de Susana, en esos labios que se abrían con cada jadeo. Su respiración era frenética, y con una mano se apretaba el pantalón como si quisiera liberarse de inmediato.

—Dios… necesito… necesito sentir esa boca… —balbuceó, con la voz rota.

Cristina soltó una risa baja, cómplice. Se movió con la gracia de una diablesa, tomó la barbilla de Susana y la giró hacia el chico.

—Mírala —le susurró al joven—. La putita más deliciosa del edificio… y ahora te tiene justo enfrente.

Susana abrió los ojos de golpe, sorprendida al encontrarse con la erección del muchacho tan cerca de su cara. Quiso apartarse, pero yo le apreté la cintura con más fuerza, pegando mi cuerpo al suyo, obligándola a quedarse quieta.

—No te escondas más, amor —le murmuré al oído, con voz áspera—. Déjalos ver lo que yo ya sé… lo que tú eres.

El viejo rió con un gruñido, excitado, sobándole la teta con más fuerza, pellizcando el pezón hasta arrancarle un gemido más alto.

Cristina, mientras tanto, llevó una mano al pantalón del joven, lo abrió con descaro y sacó su erección palpitante, frotándola frente a los labios entreabiertos de Susana.

—Vamos, preciosa… mírala, está lista para ti —dijo la vecina, excitada, mientras guiaba el miembro del chico a centímetros de la boca húmeda de Susana.

Susana apretó los ojos, su respiración acelerada, temblando de la mezcla de vergüenza, placer y shock. El joven jadeaba, incapaz de controlarse, mientras Cristina lo dirigía como si fuera un juego perverso.

—Abre la boca… —susurró la vecina en tono mandón, mientras le apretaba un pecho con la otra mano—. Dale un gusto, putita.

El viejo, detrás, gruñó como un animal:

—Sí… abre esa boquita… quiero ver cómo la usas mientras yo sigo amasándote esas tetas.

El ambiente estaba cargado, los cuatro respirando fuerte, cada uno perdido en la lujuria. Susana, atrapada entre todos, estaba a punto de ceder.

El joven no podía más. Apenas llevaba unos segundos dentro de la boca de Susana y ya estaba temblando como un condenado. Su mano temblorosa se aferraba al borde del lavamanos, mientras Cristina, excitada hasta la médula, lo animaba con un murmullo venenoso:

—Eso, mi niño… métele un poco más… que la señora aguanta, mírale los labios… son perfectos para tragárselo todo.

Susana intentó apartarse, pero yo, pegado a su espalda, sujeté su cabeza con firmeza, guiándola con suavidad hacia adelante.

—No te escapes, amor… ahora ya es de él también.

La punta del joven se hundió un poco más en su boca, arrancándole un gemido ahogado. Sus mejillas se hinchaban con cada movimiento, y sus ojos húmedos brillaban entre la humillación y un placer oscuro que crecía en su interior.

El viejo, jadeando como un toro, no se quedó atrás. La tenía aprisionada contra su cuerpo, frotándose contra su culo con un gemido ronco, mientras una de sus manos sudorosas seguía amasándole la teta con un descaro brutal.

—¡Mírenla! ¡Esta hembra nació pa’ esto! —bufaba, con la voz grave, retumbando en el baño.

Cristina no quitaba los ojos de Susana. Con una sonrisa torcida, le acarició la mejilla húmeda mientras la polla del joven entraba y salía con ritmo torpe.

—Eso es… mírame mientras la chupas, putita… mírame y reconoce lo que eres de verdad.

El chico gimió, la respiración desbocada, los dedos crispados.

—Joder… joder… no voy a aguantar…

Susana intentó apartar la boca, como si presentía lo que se venía, pero yo apreté su cabeza hacia adelante con firmeza, obligándola a recibirlo entero.

—Trágatelo… —le gruñí al oído—. Hazlo por mí.

El joven lanzó un grito entrecortado y su cuerpo se arqueó. Sus manos apretaron el borde del lavamanos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. La corrida llegó en oleadas, caliente y espesa, directo dentro de la boca de Susana, que abrió los ojos de golpe, ahogada por la sorpresa.

El viejo soltó una carcajada oscura, estrujando más fuerte la teta.

—¡Mírala! ¡La doña tragándose la leche de un mocoso!

El joven se desplomó casi contra la pared, jadeando, con la polla aún brillando de saliva. Cristina, sin perder el tiempo, sujetó la barbilla de Susana, obligándola a levantar la cara y abrir la boca. Parte de la corrida aún chorreaba por la comisura de sus labios.

—Eso es… enséñanos… —susurró, riendo como una diabla—. Trágatelo todo, preciosa… no desperdicies ni una gota.

Yo la miraba desde atrás, el corazón ardiendo de excitación y locura. Verla así, humillada y deseada por todos, era más de lo que había soñado.

Y mientras Susana tragaba con un gemido ahogado, el viejo, cada vez más descontrolado, bajaba su otra mano hacia el culo mojado de ella, apretando con fuerza.

—Ahora sí, cabrones… —gruñó, con la voz grave y su polla dura empujando contra su espalda—… ¡ahora me toca a mí!

El viejo ya no se podía contener. Su respiración era pesada, caliente, golpeando contra la nuca de Susana mientras la tenía atrapada entre su barriga y la pared de azulejos húmedos.

—¡Puta madre… este culo es mío hoy! —gruñó con voz ronca, la mano apretando con fuerza cada nalga como si quisiera arrancárselas.

Yo, detrás de ella, le sujetaba las muñecas aún hacia abajo, obligándola a no cubrirse, a mostrarse entera. Ella jadeaba, el semen aún resbalándole por la barbilla, los pezones duros, el cuerpo ardiendo en una mezcla peligrosa de vergüenza y excitación.

Cristina, excitada como nunca, se acercó más, deslizando los dedos por la rajita de Susana.

—Está empapada… lista para que la partas —le susurró al viejo, mirándolo directo a los ojos.

El joven, todavía recuperándose, observaba con la respiración entrecortada, como si no pudiera creer que todo eso estuviera pasando de verdad.

El viejo bajó el pantalón con una torpeza ansiosa, liberando una verga gruesa y venosa que palpitaba con cada jadeo.

—Mírala nada más… un culazo de revista… y ahora pa’ mí.

Se colocó detrás, la punta ya rozando la entrada húmeda, y Cristina, con esa malicia diabólica, le abrió más las piernas a Susana.

—Vamos, mamita… dáselo… deja que sientas lo que es un macho de verdad.

Susana lanzó un gemido ahogado, el cuerpo tenso, pero yo le susurré al oído, pegando mi boca a su piel húmeda:

—Déjate, amor… quiero verte follada como nunca… quiero verte rendida frente a todos.

El viejo gruñó y, sin más preámbulos, embistió. La cabeza gorda de su polla se hundió entre sus pliegues mojados, arrancándole un grito que resonó en todo el baño.

—¡Hijo de puta…! —gimió Susana, arqueando la espalda.

Pero el viejo no se detuvo. Sujetó sus caderas con fuerza brutal y la empaló de una sola estocada, enterrándosela hasta el fondo.

—¡Así, perra! ¡Así quería tenerte! —rugió, su barriga chocando contra el culo perfecto de ella con cada embestida.

Cristina no apartaba la vista, con una mano en su propio coño bajo el pijama y la otra amasando un pecho de Susana.

—Mírala… la esposa ejemplar… follada por el vecino gordo… —reía entre gemidos—. Esto es gloria.

El joven volvió a pajearse, mirando cómo el culo de Susana rebotaba contra la barriga sudorosa del viejo con cada arremetida.

Yo, pegado a su espalda, sentía cada sacudida, cada jadeo desesperado. La besaba en el cuello, lamiendo el sudor salado, mientras le susurraba al oído:

—Eso es, Susana… gime más fuerte… que todos sepan que te encanta.

El viejo gruñía como un animal, embistiéndola sin piedad, cada vez más rápido, con los huevos golpeándole el coño mojado.

—¡Qué coño tan apretado, puta madre! ¡Vas a hacerme reventar!

Susana ya no fingía. Sus gemidos eran puros, desgarrados, su cuerpo rendido al ritmo brutal que la estaba rompiendo por dentro.