El tiempo es un río que se lleva los dolores y también lava las culpas. Por eso, en lugar de sentir vergüenza, cuando miraba el camino recorrido, no podía más que sentirse orgullosa de las decisiones que había tomado… y si a alguien no le gustaba no era su problema.

Ella no era como esas colegas promiscuas que suben sus fotos en bolas. No es que ella tuviera algo en contra de esas chicas; al contrario, siempre pensó que cada uno hace lo que puede o, en el mejor de los casos, lo que quiere. Pero le gustaba dejar las cosas claras. Lo suyo era otra cosa, ni mejor, ni peor, solamente distinta.

Ella siempre fue masajista. Hasta lucía con orgullo sus varios diplomas en una pared del consultorio de Palermo. Y esa era otra diferencia importante: masajista independiente, por lo que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Con el tiempo había formado una amplia clientela fiel y recurrente que le permitía pagar con creces el nada barato alquiler en una de las zonas más caras de la ciudad.

Cuando era joven quería ser licenciada en marketing y cuando vino a vivir a Buenos Aires,, llena de aspiraciones y ambiciones, estudió un par de años en la Facultad de Ciencias Económicas. Pero la llegada de un hijo cambia todas las prioridades y, sin contar con ninguna ayuda, tuvo que buscar un trabajo que le permitiera cuidar a su bebé y ganar suficiente dinero. Se prometió que iba a hacer lo que fuera necesario para que la criatura que estaba en su vientre jamás pase las penurias que vivió de chica allá en su pueblito de Corrientes. Igualmente, nunca abandonó del todo su vocación original y aplicó todo lo que pudo a su nueva profesión: ella no iba a vender masajes, ella vendería experiencias, y para que las experiencias sean únicas había que invertir, por ejemplo, en un lindo departamento más parecido a un pequeño spa que a un consultorio.

Pero no nos engañemos, en esta profesión si querés sacar buena plata los clientes esperan mucho más que un simple “masaje descontracturante”. Pero ella siempre se enorgulleció de elegir a sus pacientes. Era ella la que siempre decidía qué dar y hasta dónde darlo. Nunca tuvo la necesidad de hacer algo que no quisiera, y ese es otro motivo de orgullo. Incluso cuando sus servicios terminaban en una experiencia sexual, siempre había sido a partir de una decisión consciente y personal, teniendo en cuenta su propio disfrute. ¿O acaso no podía pasarla bien en el trabajo?

Todos sus pacientes eran tipos con algún problema, heridos de alguna manera o que tenían alguna necesidad insatisfecha. A medida que los conocía se preguntaba qué hubiera sido de ellos si no hubieran vivido tal o cual trauma, o si alguien los hubiera ayudado a socializar mejor o si hubieran tenido una voz amiga que los ayudara a tomar decisiones que luego fueron postergadas por años. Se identificaba con la canción de la Bersuit: se sentía una enfermera del amor, que curaba las penas y dolores. La obsesionaba pensar en cómo habría sido la vida de sus pacientes de haber recibido atención mucho más temprana.

Si hay otra cosa que también la enorgullecía era su capacidad para separar el trabajo de su vida privada. Desde el día que lo pusieron recién nacido sobre su pecho, fueron a ella y su hijo, solos contra el mundo y cuando no estaba trabajando, toda su energía estaba volcada en el pequeño. Por eso cuando cerraba con llave la puerta del consultorio, el trabajo queda ahí bien guardado hasta el día siguiente, y nada de lo que ocurría en esas cuatro paredes podía afectar su rol de madre. Con paciencia había aprendido a levantar una enorme muralla que separaba ambos mundos, y ella podía disociarse pasando de uno al otro como quien cambia de canal en el televisor. Sin embargo, el tiempo es como un río que se lleva los dolores, lava las culpas y si te descuidás también orada hasta la piedra más dura con la que pretendemos levantar nuestras murallas. Cuando su hijo estaba por cumplir años, la aparente rutina que gobernaba su tranquila y predecible vida iba a dar un vuelco.

Al principio fueron hechos nimios, casi insignificantes.

Un día un paciente histórico le confesó que su fantasía más recurrente era ser iniciado sexualmente por una mujer mayor. Era común que sus pacientes le contaran sus fantasías eróticas, y ella siempre mostraba genuino interés, no por morbo, sino porque le ayudaba a entender la mente de los hombres, tan simple pero compleja al mismo tiempo.

Normalmente, cuando escuchaba una fantasía, ella solía catalogarla y archivarla en su mente, convencida de que todas podían resumirse en no más de ocho tipos. Sin embargo, ese día hubo algún comentario que siguió resonando en su cabeza. Mucho tiempo después, llegaría a la conclusión de que las descripciones de ese hombre, sus referencias a una mujer mayor que “enseñaba” y era “cariñosa”, reflejaban un velado complejo de Edipo o un deseo inconfeso con tintes incestuosos.

Tiempo después, la siguiente situación se produjo en la casa, cuando estaba lavando la ropa. Tal vez nunca había prestado atención, pero a partir de entonces empezó a notar que los calzoncillos y las sábanas de su hijo estaban manchadas. Él no decía nada, probablemente porque ni se diera cuenta de sus poluciones nocturnas. Lejos de enojarse, le resultó muy gracioso ver esas manchas en la ropa interior.

Pero la confirmación de que definitivamente algo estaba cambiando la tuvo un viernes por la mañana cuando distraída entró en el baño y se topó con su hijo saliendo de la ducha. Ella conocía perfectamente ese cuerpo desnudo, pero esta vez vio algo nuevo, una leve erección que sobresalía notoriamente de su cuerpo.

Enseguida cerró la puerta dejando del otro lado una sarta de gritos y enojos avergonzados. En aquel momento, la situación le resultó graciosa y hasta le pareció cómica la picardía de haberlo pescado así desnudo. Pero vaya a saber por qué la imagen de ese miembro a medio camino de una erección volvía recurrentemente cuando estaba trabajando.

Las represas no se rompen de un día para el otro, sino que son pequeñas grietas las que van debilitando la estructura pensada para soportar toneladas de presión, hasta que un día la muralla cede y todo se desploma de golpe sin que a simple vista se sepa bien por qué.

Nunca se consideró promiscua, pero en la convivencia diaria, se había acostumbrado a ciertas libertades necesarias para ganar rapidez. Por eso no le resultaba extraño cambiarse delante de su hijo y tampoco que él la viera en ropa interior y a veces sin ella, mientras hacía otras cosas en simultáneo. Una mañana estaba decidiendo cómo iría ese día al trabajo y notó que él la miraba de una manera distinta. Sus ojos iban descontrolados de la bombacha al corpiño, de las piernas a los pechos. Por primera vez sintió pudor al estar semidesnuda en su presencia, pero lo adjudicó a las “hormonas” que debían estar explotando. Como solía hacer cuando algo la incomodaba, lanzó un comentario chistoso indicando que si tanto le gustaba su tanga se la podía prestar, y él, sintiéndose en evidencia, apartó la mirada mientras ella continuó cambiándose como si nada.

Como ya era una rutina familiar, los sábados ambos se tiraban en la cama a ver una película y a comer pochoclos. Casi siempre era un blockbuster de acción, pero a veces ella aprovechaba para elegir alguna comedia romántica. En esos casos, generalmente, el hijo y la madre se quedaban dormidos antes de que la película termine y si bien alguien le había dicho que no era una buena idea que compartieran la cama, ella no quería dejar que esos momentos se le escurrieran entre los dedos. Ya habría tiempo para quedarse sola, pero mientras tanto quería disfrutar de esos pequeños momentos que todavía le alegraban el corazón. Una de esas noches ella se despertó a la madrugada percatándose de que su hijo dormía abrazado a ella apoyando el miembro contra su cola. Contrario a lo que cabe esperarse, en lugar de sentir instintiva repulsión, sintió una irresistible ternura. “Es porque yo tengo mucha más calle y estas cosas no me asustan” se justificó cuando una voz interior la retó por no haberse apartado. Por el contrario, llena de curiosidad, acomodó sutilmente su cuerpo para sentir ese miembro erecto a través de su pijama y al poco tiempo se quedó dormida con una sonrisa en la boca.

Las semanas pasaban y nuevos hechos denotaban la erotización que empezaba a vivirse en esa casa. Nunca se consideró una mojigata, y ella sabía que internet era la mayor fuente de información sobre sexo, sin importar la edad. Por eso no le sorprendió encontrar en el historial de navegación una gran cantidad de páginas con videos porno, y hasta sintió alivio cuando vio que eran páginas conocidas. Pero cuando por curiosidad les echó un ojo le llamó la atención que todas las protagonistas se le parecieran demasiado, pelo rubio impecable, cuerpo trabajado, piernas largas y pechos no muy grandes pero turgentes.

Ella hubiera pensado que encontraría chicas jóvenes, pero siempre aparecía una mujer que se le parecía demasiado. “Es lógico”, se dijo, “yo soy el único modelo femenino que tiene, y por eso siente curiosidad por ese tipo de mujeres”. Decidida a no meterse en la intimidad de su hijo, cerró todo y no volvió a tocar el tema, aunque cada tanto se preguntaba: “¿esas manchas serán involuntarias o se estará masturbando todas las noches?” y luego tenía que forzarse a pensar en otra cosa cuando se descubría imaginándolo frente al monitor de la PC tocándose frenéticamente.

Como cualquier madre soltera, sabía que hablar sobre sexualidad era parte de la mochila con la que tendría que lidiar, pero ¿acaso sus padres alguna vez le habían hablado del tema? No, ella aprendió sola todo lo que necesitaba. Además, eso no podía ser tratado en la casa, o por lo menos ella no quería tratarlo sin sentir que estaba abriendo una puerta que no deseaba.

Quizás el punto de no retorno, ese que definitivamente hace que el muro se vuelva irreparable, fue una simple actividad que no tenía nada de malo. Le habían pedido que haga un ensayo acerca de los trabajos de sus familiares y de ser posible vaya a visitarlos. Lo que era una respuesta sencilla: “tu madre trabaja de masajista y no, no podés venir a verme cuando trabajo, y no… ya sabés que no hay otros familiares a quien consultar”, en su caso se volvió casi una obsesión.

Preguntas incisivas, pedidos reiterados, interrogatorios inoportunos se habían instalado como rutina en todas sus conversaciones y ella siempre respondía con evasivas nerviosas o irritadas. Pero lo que más le molestó fue enterarse del aplazo porque su hijo se había negado expresamente a redactar el ensayo. Eso la sacó de eje.

Estaba enojada con todo el sistema educativo y, por sobre todo, estaba enojada con su hijo, que era incapaz de mantener la boca cerrada e inventarse una buena historia como hacen todos. En su mente el enojo crecía y tomaba forma el deseo de darle una lección, para que aprendiera por qué cuando ella decía no, era no.

Y la oportunidad de aleccionarlo vino el fin de semana siguiente. Casi sin pensarlo, ella le dijo que si tanto quería conocer el consultorio, lo iba a llevar. Fueron en su auto un sábado lluvioso y frío, de esos que solo invitan a quedarse acurrucado tomando un chocolate caliente y leyendo un buen libro. Su hijo se la pasó todo el viaje mirando el celular, sin prestarle atención, como quien va a una actividad aburrida pero necesaria. Había llevado un cuaderno y lapicera para tomar apuntes. Ella se preguntó si no estaba exagerando con todo esto de darle una lección y estuvo a punto de cambiar de planes, ir a comer una pizza, o llevarlo al cine. Pero cuando quiso acordarse ya estaba poniendo la luz de giro para entrar al garaje al lado del edificio.

Al llegar al departamento ubicado en el noveno piso, casi mecánicamente fue haciendo todas las tareas que repetía día a día. Encendió las tenues luces y acomodó el aire para calefaccionar el lugar, puso una música relajante, preparó café y activó el humidificador con fragancias exóticas. El ambiente cambió en apenas unos minutos. El amoblado minimalista de teka, la pintura color pastel y los pequeños óleos colgados estratégicamente debajo de la luz difusa, daban al ambiente un aspecto más parecido a un templo que a un departamento. Parecía como si ambos se hubieran trasladado a miles de kilómetros de Buenos Aires. Él la seguía callado y la observaba como un perrito faldero. Cuando hubo terminado, le sirvió una lata de Coca del frigobar y se sentaron en el diminuto living que presidía la entrada.

En su momento le había parecido una idea brillante juguetear con él para humillarlo un poco y ponerlo incómodo, pero ahora le parecía una reverenda estupidez. Decidió que lo mejor era mostrarle el consultorio y pasar página.

—Bueno, finalmente lo conseguiste, aquí es donde trabaja tu mamá todos los días, ¿estás feliz?, —dijo con un tono irónico del que se arrepintió apenas las palabras salieron de su boca.

Él hizo caso omiso y recorrió en silencio el pequeño consultorio, pasando sus dedos por la camilla amplia de madera maciza y superficie mullida a la que su madre le había mandado a colocar una manta térmica para calentar al paciente durante las sesiones. Siguió inspeccionando la estantería donde estaban apiladas las toallas blancas dobladas impecablemente y un montón de potes de cremas y otros productos de cuidado. A ella le resultó extraño ver a su hijo tocar los lugares donde a diario producía placer a tantos hombres. Finalmente, concluyó que no era mucho más extraño que un hijo que se acuesta en la cama de sus padres la tarde siguiente a que ellos tuvieron relaciones, y se tranquilizó.

Cuando la lata de gaseosa estaba vacía, comenzaron las preguntas, sobre cómo hacía masajes, dónde había estudiado, cómo eran sus clientes, por qué había elegido ese trabajo, si esa era su vocación, hasta que finalmente su paciencia se agotó.

—¿Querés probar?, ya estamos aquí, la mejor manera de saber cómo son mis masajes es que tomes uno.

Al principio dudó, pero luego aceptó entusiasmado. Ante la orden de que se saque la ropa, el chico obedeció sin cuestionamiento y se acostó boca abajo con los calzoncillos puestos.

No pudo evitar que se despertara su instinto materno y mientras él esperaba disfrutando del calor que salía de la camilla, ella pacientemente dobló y acomodó toda la ropa que había dejado tirada en el piso. Luego frotó sus manos con crema para darse calor y comenzó su habitual ritual, dejando que sus manos fueran solas, en piloto automático.

Al principio le resultó gracioso darle masajes a su propio hijo, sentir su espalda entre los dedos, bromear acerca de que estaba muy contracturado y hasta gesticular esfuerzos innecesarios para destrabar nudos inexistentes. Así, entre risas, juegos y alguna cosquilla pícara fue recorriendo todo su cuerpo. Se sentía satisfecha por la decisión que había tomado, era un buen momento entre madre e hijo, y hasta se preguntó por qué no lo había hecho antes.

A medida que sus manos masajeaban sus piernas y se acercaban más y más a los glúteos, un pensamiento volvió a ella como una mosca molesta, una invitada inoportuna que viene a arruinar el momento. Recordó el aplazo y que el motivo de ese masaje era darle una lección al testarudo de su hijo. Quiso apartar ese pensamiento, pero inevitablemente, cada vez que lo espantaba, volvía, distrayéndola al punto de volverse irresistible.

—Te voy a embadurnar todo el calzoncillo con crema y después lo tengo que lavar yo, mejor te lo saco.

Antes de que pudiera contestar, ella ya lo había retirado con un movimiento veloz. Contempló esa cola perfecta, redonda y blanca. Sin dudas, ahí estaban sus genes. Su intención era ponerle una toalla encima para que no se sienta incómodo, pero se olvidó. Enseguida comenzó a masajear sus glúteos. De manera profesional, con movimientos circulares fue extendiendo la crema mientras presionaba con los pulgares como haría cualquier masajista deportóloga. Cada tanto hacía algún comentario técnico sobre la importancia de elongar, o los músculos que estaba trabajando, hasta que al final ambos se relajaron y ella siguió con lo que sabía hacer mejor.

Pero la mosca maldita seguía zumbando en sus pensamientos y cuando empezó a trabajar sobre las entrepiernas, sus manos acostumbradas a dar placer pasaron del masaje descontracturante a rozar de otra manera la piel. Muy delicadamente abrió las piernas de su paciente para dejar al descubierto sus testículos. Al principio dudó; una voz le dijo que se detuviera, que reprimiera ese impulso del que luego se arrepentiría, pero el deseo y la curiosidad fueron más fuertes y sin poder resistirse los rozó suavemente, con la intención de dar una caricia maternal, pero con el resultado de producir inequívoco placer sexual. Enseguida notó cómo la cola se endurecía: se estaba excitando. ¿Cómo parar ahora? ¿Era justo dejarlo así?

Intentó pensar en otra cosa, volvió a masajear otras partes del cuerpo, a hacer algún comentario intrascendente, pero sus ojos no se apartaban de esa cola, y las tres veces que quiso apartarse, volvió inexorablemente al mismo lugar como una osa hambrienta por miel.

Finalmente, la rutina cubrió el vacío de sus pensamientos y antes de que pudiera reaccionar se encontró diciendo con tono profesional:

—Bueno, muy bien, despacito vamos a darnos vuelta, cuidado de no lastimarte.

Él obedeció sin decir nada. Al verlo acostado bocarriba, desnudo y con los ojos cerrados recordó cuando era apenas un bebé y lo bañaba. ¡Cuánto había crecido! Una mezcla de emociones la invadieron: orgullo, ternura… y por qué no, excitación. Siguió, como toda profesional, masajeando hombros, pecho, brazos, cuello, cabeza.

Cuando no quedaba más que masajear, no le quedó otra que volver a las piernas. A medida que sus manos iban subiendo desde la planta de los pies, las rodillas y los muslos, la excitación también, hasta que ese miembro tuvo una erección completa. Él dejó hacer, sin el mínimo atisbo de intentar tapar su sexo.

Pensó en preguntarle si alguna vez se había masturbado, pero sintió que en ese momento íntimo las palabras sobraban. Todo estaba sobreentendido. No era necesario decir nada.

Sintió curiosidad. ¿Cómo sería ese miembro al tacto? ¿Cómo sería sentir ese glande? ¿Cómo se sentiría ese semen entre sus dedos? ¿Y su sabor? ¿Sería distinto al de otros hombres? ¿Tendría su flujo un gusto parecido al suyo? Se dio cuenta de que ella también se había excitado con sus pensamientos. Se sintió húmeda y acalorada.

Sus hábiles manos fueron jugando suavemente por toda la zona hasta que ya no pudo más y llegó a la zona prohibida. Al principio fueron leves roces, casi imperceptibles sobre los testículos, perfectamente justificados como menores deslices de movimientos destinados a aflojar los muslos. Pero, por repetidos y regulares, esos sutiles descuidos dejaron de ser parte de un proceso habitual y se convirtieron en una conducta sospechosamente malintencionada. Sin embargo, cada pasada producía un estremecimiento y un deseo que se adivinaba irresistible. Con mucho cuidado de no lastimarlo, una mano se posó delicadamente sobre el miembro sin tocarlo y la otra hizo lo mismo en los testículos. Usó su experiencia en Reiki y se concentró en el chakra sacro. Quiso meditar más tiempo pero la erección fue tan evidente que su mano fue cayendo como empujada por un imán hasta posarse suavemente en el miembro hinchado de sangre. Estuvo así un largo rato, sintiendo como ese cuerpo carnoso se movía involuntariamente emanando un flujo transparente que la humedecía. Finalmente tomó con delicadeza el pene y corrió el prepucio dejando el glande al descubierto. Las piernas del muchacho se habían puesto tensas y la respiración cada vez más entrecortada.

—Tranquilo. Relajate y respirá profundo. Inhalá y exhalá. Así. Confiá en mí.. Eso, concéntrate en tu respiración y relájate.

Mientras hablaba, apretaba muy suavemente el glande con los dedos de una mano mientras que, con la otra, tanteaba el perineo. Cuando notó que el pene estaba a punto redujo la velocidad. Quería que esa sensación durara todo lo posible, ya que se había prometido que esa sería la única vez que lo haría. Continuó hablándole suavemente, guiando su respiración mientras bajaba la intensidad de sus caricias.

Muy pocas veces, cuando daba un masaje relajante, ella se excitaba, y muchas menos tenía fantasías con el miembro que estaba manipulando. Esta fue una de esas pocas excepciones. Sintió su propio sexo completamente mojado. Se imaginó sin ropa subiéndose a la camilla hasta ponerse sobre ese pene erecto. Una electricidad recorrió la entrepierna hasta alcanzar su clítoris. Se imaginó moviéndose lentamente hasta encontrar el miembro lubricado de su hijo. Pensó en cómo se dejaría llevar moviéndose lenta y constantemente sobre el miembro. Visualizó sus labios vaginales, expertos y maduros, atrapando suavemente ese pene, y finalmente lo sintió ingresando dentro de ella. Ella lo tenía en sus manos y tenía suficiente experiencia para saber perfectamente cómo se sentiría dentro de su vagina, como calzaría perfectamente en su húmeda cavidad, invadiendo con su calor cada parte de su ser. Se vio a si misma empujando hacia abajo para que la penetración fuera más profunda y contrayendo todos sus músculos de las piernas para rodear sus caderas. Luego empezaría su leve movimiento, tantas veces realizado, para buscar placer recíproco. Ese movimiento que nace en la pelvis, se ayuda con las piernas flexionadas y adquiere potencia con la cola y las caderas sincronizadas. Pensó en ese momento de absoluto placer y se imaginó llegando a un rapto de descontrol en el que empezaría a moverse rítmicamente a más velocidad. Sabía perfectamente que cuando sus cuerpos no pudieran más, cansados, sudados y completamente excitados, en una explosión incontrolada, una violenta eyaculación, la llenaría mientras ella tenía un orgasmo inimaginable.

Recuperó la conciencia, y cuando recordó que ese hermoso miembro ya había estado dentro de su cuerpo por nueve meses, lejos de avergonzarse, sintió una descarga violenta de flujo vaginal salió de su cuerpo mojándole la ropa interior como si se hubiera orinado. Sin darse cuenta, se apoyó contra la camilla y empezó a frotarse contra la madera como gata en celo mientras seguía imaginando ese dulce acto sexual. Él no lo notó; ella mantenía el ritmo lento de caricias sobre el glande.

La voz interna de su conciencia fue más poderosa que el deseo y cuando estaba con los pantalones a medio bajar para tomar lo que por derecho sentía suyo, se frenó. Con un esfuerzo inigualable, tanteó su tanga húmeda y la subió. Tomó un poco de ese flujo y lo usó para seguir lubricando el pene mientras lo acariciaba.

Respiró tratando de controlarse, pero la represión no es gratuita y cuando no satisfacemos nuestros deseos primarios, justificamos cualquier acción posterior como contraprestación a nuestra pérdida. Este caso no fue la excepción y mientras terminaba de acomodarse la ropa, notó que su boca también se había llenado de saliva. Deseosa de comer hasta saciarse, esta vez no pudo frenar su irresistible deseo de probar el sabor de ese glande.

Su profesión le había enseñado que son muy pocas las mujeres que saben practicar sexo oral. Hay quienes lo hacen muy rápido, quienes quieren terminar el trámite lo antes posible porque les desagrada, quienes detestan el sabor del semen y lo hacen con recelo, o están aquellas que creen que la boca es una imitación de una vagina y tratan de replicar los movimientos con su cabeza. Qué ridículamente torpes le parecían las películas pornográficas con sus prácticas infantiles y poco realistas. Ella se consideraba una maestra en la materia. Sabía que la lengua y los labios cumplen una función completamente distinta en el arte de brindar placer, y que cualquier movimiento rítmico mientras se practica sexo oral solo sirve para reducir y hasta eliminar el placer infinito que surge del deseo insatisfecho que provocan los movimientos azarosos y arrítmicos.

Primero con dudas, decidida después, acercó su cara a ese miembro completamente erecto. Sintió su aroma, el olor de su flujo y un nuevo estremecimiento la dominó. Apoyó delicadamente sus labios para dar un primer beso y él se retorció de placer. Luego dejó que su lengua hiciera lo que mejor sabía, y empezó a recorrer el glande, moviendo el prepucio, subiendo y bajando de manera errática y atrevida. Cada tanto apoyaba los labios y sorbía ese jugoso néctar que salía para lubricar la zona. Efectivamente, su sabor era muy parecido al de su propio flujo. Con la otra mano empezó un movimiento sutil y casi imperceptible sobre los testículos. Alguien hubiera pensado que estaba haciéndole cosquillas con las yemas de los dedos, pero en realidad los acariciaba, les daba cariño como solo ella podía hacerlo, transmitiendo una electricidad irresistible.

Él empezó a moverse buscando más velocidad, deseoso de que esa tortuosa práctica termine, pero ella siguió con los movimientos de su lengua sin prestar atención a sus deseos. Las piernas del muchacho se estiraron, se pusieron rígidas y luego empezaron a temblar descontroladamente. Ella sintió cómo sus testículos se contraían conscientes de que pronto el cuerpo lanzaría el precioso líquido que habían fabricado.

Se apiadó de su hijo. Volvió a colocar los labios en la punta del glande, y apretándolos con mucha más fuerza, fue bajando lentamente para introducir todo el pene dentro de la boca, estirando el prepucio hasta lo imposible. Repitió varias veces este procedimiento, a distintas velocidades y con distinta presión. En cada vuelta un gemido desesperado salía de la boca de su hijo, que no aguantaba más. Una vez que el pene estuvo completamente adentro de la boca, la lengua siguió su trabajo, pero con ritmo implacable, moviéndose con fuerza de arriba abajo, de izquierda a derecha, rodeando todo ese cuerpo carnoso como una pitón atrapa a su presa, sin darle respiro. El rozamiento impiadoso de la madre precipitó todo y los estímulos fueron demasiados.

En una explosión de placer, acompañada por un grito incontrolado, salió el tan deseado semen, inundando la boca con su calor y su sabor. Generalmente, cuando acababan en su boca, ella escupía disimuladamente el líquido blanco, pero esta vez, sin dudarlo, lo tragó como si se tratara de la bebida más sabrosa del mundo. Siguió acariciando un rato más con la lengua el ahora exhausto pene, hasta que lo dejó descansar.

Contempló a su hijo agotado con los ojos cerrados y sonriente. Ella lo tapó con una toalla tibia y acarició muy despacio su cabeza, dejando que sus dedos se metieran entre esos pelos rizados, hasta que el sueño lo venció y se quedó rendido durante un par de horas.