Capítulo 1

—¿Bueno?, ¿diga? —contestó el viejo con su voz pausada, ronca, como recién levantado.

—Don Raúl, soy Cristina, su inquilina… —respondió ella, con tono algo apenado.

—Ah, doña Cristina, claro, ¿qué ocurre?

—Mire, disculpe la molestia tan temprano, pero noté que hay una humedad en la pared de la sala. No sé si sea grave… y prefiero avisarle a usted antes de que se haga peor.

—Hizo muy bien, doña Cristina. Si me permite, paso a revisarla. ¿Le parece en un rato?

—Sí, cuando guste, aquí estaré.

Raúl colgó, y ya tenía el corazón latiéndole más fuerte de lo normal. Con 60 años, barriga prominente, lentes de armazón grueso y esa fachada de hombre serio, nadie sospecharía lo que le pasaba por dentro. Pero desde que ella y su marido llegaron hacía apenas unos días, Cristina se había convertido en la obsesión de sus noches.

Cristina, 35 años, cuerpo de tentación pura. Sus caderas generosas, su cintura delgada, el trasero firme que parecía desafiar la tela de cualquier pantalón, y esas piernas de gimnasio que daban ganas de morder, lo tenían loco. El rostro, con ojos grandes y boca carnosa, completaban el retrato de una mujer hecha para el deseo.

Cuando Raúl tocó el timbre, la sorpresa lo dejó sin aire. Cristina abrió la puerta en pijama: un shortcito diminuto de algodón y una camiseta ligera que dejaba adivinar los contornos de sus senos sin brasier. El cabello recogido en un moño desordenado, la cara lavada, y aun así se veía más hermosa que nunca.

—Pase, don Raúl, disculpe la facha, todavía no me arreglo… —dijo ella, con una sonrisa tímida.

—No, no… está bien, doña Cristina, no se preocupe —respondió él, tratando de mirar la pared y no su escote, aunque sin conseguirlo.

Entró despacio, su respiración agitada delataba más de lo que quería. Mientras ella le señalaba la mancha de humedad en la pared, él apenas podía concentrarse. El viejo fingía examinar el techo y el yeso, pero sus ojos volaban una y otra vez hacia las piernas morenas de Cristina, hacia la curva de su cintura que la blusita corta dejaba a ratos descubierta, y ese movimiento natural de su cuerpo al caminar descalza por la sala.

Raúl sudaba. El calor no era por la humedad, era por la visión que tenía delante: su inquilina, joven, guapa, en pijama, en su propia casa, confiada. La tentación perfecta para un viejo gordo que jugaba a ser formal, pero que en silencio ya la había poseído mil veces en sus fantasías.

Cuando terminó de revisar, se giró hacia ella. Cristina se inclinó un poco para mirar el mismo rincón que él señalaba, y el escote de su camiseta le ofreció a Raúl una vista que casi lo hace perder el equilibrio.

—¿Qué cree que sea? —preguntó ella.

—Mmm… —dudó, sin mirarla a los ojos—. Creo que es filtración del baño de arriba. Voy a revisar la tubería, pero necesito venir con herramientas. ¿Le parece si regreso mañana?

—Claro, cuando usted diga.

—¿A las nueve?

—Perfecto.

Segunda visita.

Raúl llegó puntual, con su caja de herramientas bajo el brazo. Pero no era el trabajo lo que lo tenía sudando antes de tiempo, sino la ansiedad de volver a verla.

Cristina abrió la puerta con una sonrisa fresca, el cabello suelto y un conjunto casero de pijama: una blusita blanca de tirantes finos y un short rosa de algodón que parecía hecho para tentar. Iba descalza, las uñas de los pies pintadas de rojo.

—Pase, don Raúl, la mancha está más grande —dijo ella, llevándolo hacia la sala.

Él fingía atención en la pared, pero cada vez que Cristina se inclinaba un poco, la tela de su blusa se estiraba y dejaba ver los bordes de sus pechos. Cuando ella fue por un vaso de agua y regresó, el viejo casi se atragantó: el short se le subía en cada paso, dejando entrever la curva suave de sus glúteos.

—¿Quiere agua, don Raúl? —preguntó, ofreciéndole el vaso.

—Gracias… —respondió él, y al tomarlo sus dedos rozaron los de ella. Cristina rió bajito, como si nada, pero el contacto eléctrico dejó al viejo temblando.

En el baño, el espacio reducido los obligó a estar demasiado cerca. Raúl se agachó a revisar el zócalo húmedo y Cristina se inclinó junto a él para mirar. Fue inevitable: su pecho rozó contra la espalda del viejo, suave, tibio, real. Él contuvo el aire, apretando los dientes.

Cuando se giró para explicarle, quedaron frente a frente, tan cerca que la respiración de ella le golpeaba la cara. Cristina, distraída, pasó la mano por su cuello para apartarse un mechón de pelo, y el movimiento hizo que su blusa se deslizara, dejando escapar por un instante el pezón marcado bajo la tela.

Raúl se quedó paralizado. El viejo bajó la vista, tragando saliva con un ruido audible. Cristina notó el gesto y, sin darse cuenta de lo que provocaba, dijo con voz ligera:

—Ay, qué pena, ni cuenta me doy cómo ando vestida… —se acomodó la blusa, sonrojada, pero sin alejarse del todo.

Cristina, con las mejillas enrojecidas por la vergüenza, intentó ajustar su blusa para cubrirse mejor, pero en el momento en que sus manos se acercaron a su pecho, Raúl, que había estado conteniendo su deseo, no pudo resistirse más. Con un movimiento rápido y decidido, la tomó por detrás, sus manos firmes y ásperas en contraste con la suavidad de su piel. Antes de que Cristina pudiera reaccionar, Raúl arrancó la parte superior de su blusa, dejando al descubierto su torso.

— Don Raúl, ¿qué estás haciendo? —preguntó Cristina

Don Raúl, con los ojos llenos de deseo, la tomó del pelo con fuerza, obligándola a mirarlo. «Quiero que me la chupes», le dijo con voz ronca, mientras la empujaba hacia abajo. Cristina, al principio, se resistió, pero la firmeza de su agarre y la mirada intensa de Raúl la hicieron ceder. Lentamente, se inclinó y comenzó a desabrocharle el pantalón. Con manos temblorosas, lo liberó y lo tomó en su boca. Al principio, fue tímida, pero pronto encontró el ritmo, moviendo su cabeza arriba y abajo, mientras Raúl gemía de placer. La sensación de su boca caliente y húmeda lo volvía loco. Cristina, ahora más segura, aumentó el ritmo, usando su lengua para darle más placer. Raúl, con una mano en su pelo y la otra en su cintura, la guiaba, disfrutando cada segundo de esa experiencia.

Don Raúl la miraba desde arriba, con el pecho sacudiéndose como si hubiera corrido una maratón. Ver a esa mujer joven, hermosa, de rodillas frente a él, lo hacía sentir dueño de un poder que jamás había tenido. No era sólo placer, era dominio.

Cada jadeo que escapaba de Cristina era para él una confirmación de que la tenía donde siempre la había deseado. El roce de sus labios, la suavidad de su piel, la sumisión momentánea en sus gestos… todo alimentaba ese morbo que lo desbordaba.

El viejo ya no era el hombre gordo, serio, de lentes gruesos. En ese instante se veía a sí mismo como un conquistador, un depredador al que la vida le regalaba la fantasía más prohibida: tener a la esposa joven de su inquilino entregada, allí, entre sus manos.

Raúl gruñía, cada vez más agitado, guiando con firmeza el movimiento de Cristina. El aire del baño se había vuelto sofocante, cargado de un deseo que no podía ocultarse. Ella, con los labios húmedos, cerraba los ojos, entregada a ese vaivén inevitable.

El viejo estaba a punto de perder todo control cuando, de pronto, un ruido seco lo congeló: el giro de una llave en la cerradura de la puerta principal.

—¡Carajo! —murmuró, soltándola de golpe.

Cristina abrió los ojos de inmediato, aterrada, y se puso de pie de un salto. El corazón le golpeaba tan fuerte que pensó que la iban a descubrir al instante. Raúl, torpe, se subió el pantalón con las manos temblorosas, jadeando aún, con el sudor chorreándole por la frente.

La voz del marido sonó desde la sala:

—¡Amor, ya llegué! ¡Me adelantaron la reunión!

Cristina tragó saliva y se llevó las manos a la cara, intentando recomponerse. Con pasos rápidos salió del baño, forzando una sonrisa nerviosa.

—¡Hola, cariño! Qué sorpresa… —dijo, mientras se secaba disimuladamente la boca con el dorso de la mano.

Raúl apareció detrás, fingiendo examinar la pared con gesto concentrado, como si todo se tratara de la humedad.

—Ah, don Julián… justo estaba revisando el daño. Parece venir del baño de arriba, tendré que traer unas herramientas más pesadas para arreglarlo.

El marido le dio la mano sin sospechar nada.

—Perfecto, don Raúl, gracias por la atención.

Tercera visita.

Raúl no fue solo. Esa mañana llegó acompañado de su sobrino Mauricio, un muchacho de 21 años, gordo, desaliñado, con las mejillas siempre rojas y una timidez evidente. Cristina abrió la puerta en short y blusita ligera, y la mirada del chico se le quedó clavada en las piernas de inmediato, sin poder disimularlo.

—Doña Cristina, él es mi sobrino —dijo Raúl con una sonrisa torcida—. Está aprendiendo el oficio, y pensé que me daría una mano hoy.

Cristina saludó con amabilidad, aunque notó enseguida la incomodidad del joven.

—Mucho gusto, Mauricio —dijo ella, tendiéndole la mano.

Él apenas alcanzó a rozarle los dedos, sudando frío, con la vista perdida entre sus pechos.

Durante la revisión, Raúl se encargó de resaltar cada detalle de Cristina frente al muchacho: cuando ella se inclinaba a señalar la mancha de humedad, él lo empujaba con un codazo y murmuraba:

—¿Ya viste, muchacho? Eso no se ve todos los días…

Mauricio enrojecía aún más, sin poder levantar la mirada del suelo, aunque de reojo no se perdía nada.

Cristina, inocente en apariencia, notaba el efecto que provocaba. Y, lejos de incomodarse del todo, se divertía con esa atención torpe. Caminaba descalza, cruzaba las piernas al sentarse en el sillón, y el pobre chico parecía a punto de desmayarse.

Don Raúl, mientras fingía ajustar una válvula, disfrutaba la escena en silencio. La tensión era palpable: un viejo morboso manipulando, un muchacho inexperto devorando con los ojos, y Cristina jugando sin saber hasta dónde llegaba el límite.

Cristina, apenas se fue Mauricio al pasillo, respiró profundo y encaró a Raúl con firmeza.

—Don Raúl, lo de la otra vez… —bajó la mirada, nerviosa—. No puede volver a pasar, ¿me entiende? Tengo a mi marido, y yo… yo no quiero problemas.

Raúl sonrió de medio lado, como quien ya tiene la respuesta preparada.

—Claro, doña Cristina… entiendo. No quiero incomodarla.

Ella pareció aliviada, hasta que él se inclinó un poco más hacia ella, con voz grave:

—Pero le voy a decir algo. Yo no la molesto más… siempre y cuando me haga un favor.

Cristina lo miró con desconfianza.

—¿Un favor? ¿Qué clase de favor?

Raúl chasqueó la lengua y señaló con el pulgar hacia el pasillo, donde el muchacho esperaba cabizbajo.

—Ese pobre… —dijo—. Veintiún años, nunca ha estado con una mujer. Un bobo, como dicen… Pero yo quiero ayudarlo. Usted me entiende, ¿no?

Cristina abrió los ojos, incrédula.

—¿Está loco? ¡Es un niño!

—No, señora… —replicó Raúl con calma, ajustándose los lentes—. Es un hombre, solo que no ha tenido suerte. Y usted… usted puede hacerlo feliz, y de paso se libra de mí.

El silencio se hizo pesado. Cristina tragó saliva, nerviosa, sin saber qué responder. Raúl la miraba fijo, con esa mezcla de ternura falsa y malicia que le helaba la sangre.

—Piénselo bien, doña Cristina —concluyó él, levantándose—. Usted ayuda a mi sobrino, y yo me hago a un lado para siempre. No lo sabrá nadie.

Cristina subió al cuarto casi huyendo, con el corazón latiendo a mil. Se sentó en la cama, se cubrió el rostro con las manos y respiró hondo.

“¿Cómo me pudo decir eso?… ¡Qué descaro!”, pensaba, pero la imagen del sobrino le daba vueltas en la cabeza: un muchacho torpe, tímido, con la mirada caída, como perdido en un mundo donde ninguna mujer lo había mirado nunca.

Se levantó, caminó de un lado a otro, y sin darse cuenta sus dedos comenzaron a jugar con el tirante del brasier. Lo bajó, lo volvió a subir… hasta que, con un suspiro cansado, se lo desabrochó del todo. Se miró en el espejo: su reflejo mostraba los pechos firmes, desnudos, los pezones tensos por el frío o por la tensión. Una mezcla de vergüenza y deseo inexplicable le recorría el cuerpo.

—Si lo hago… —susurró para sí misma—, será a mi manera.

Se puso una blusita ligera encima, sin sostén, y bajó despacio las escaleras. Allí estaba Raúl, esperándola en la sala, sentado como un juez paciente.

Cristina se detuvo frente a él, seria, aunque con un leve temblor en la voz:

—Don Raúl… lo he pensado. Voy a aceptar.

Los ojos del viejo brillaron detrás de los lentes, y se inclinó hacia adelante.

—Así me gusta, doña Cristina…

Pero ella lo interrumpió, tajante:

—Con una condición. El muchacho no debe darse cuenta de nada. No quiero que sospeche que esto viene de usted. Quiero que piense… que simplemente pasó, que fue natural.

Raúl abrió una sonrisa lenta, cargada de malicia.

—¿Ve? Si por eso le digo que es especial… hasta para corromper sabe poner sus reglas.

Ella lo miró con rabia contenida, pero también con una chispa de desafío.

—Si lo hago… será porque yo lo decido, no porque usted me obliga.

Raúl asintió con un gesto solemne, aunque por dentro ya saboreaba la victoria.

—Trato hecho, doña Cristina. Mañana mismo lo arreglamos.

Cuarta visita.

Raúl y Mauricio llegaron a la casa con una sonrisa cómplice. Cristina los recibió con una expresión de resignación en el rostro, sabiendo lo que estaba por venir. Vestía un short corto y una blusa ligera, sin sostén, como había acordado. El aire en la sala era denso, cargado de una anticipación que no se podía ignorar.

Raúl, con una seguridad que antes no había mostrado, tomó el control de la situación. «Mauricio, revisa el baño de arriba», ordenó, y el muchacho, aunque nervioso, obedeció. Raúl se acercó a Cristina, su mirada fija en sus labios.

«Vamos, doña Cristina, no se haga la difícil», dijo con voz ronca, mientras sus manos ya comenzaban a explorar su cuerpo. Cristina intentó resistirse, pero la fuerza de Raúl la dominaba. La empujó hacia el sillón, donde la obligó a arrodillarse.

«Quiero que me la chupes, como la última vez», le ordenó, desabrochándose el pantalón con una mano. Cristina, con lágrimas en los ojos, obedeció. Tomó su miembro en la boca, moviendo la cabeza con un ritmo forzado, mientras Raúl gemía de placer, apretando su cabello con firmeza.

En el baño, Mauricio, incómodo y sin saber qué hacer, escuchaba los sonidos ahogados que venían de abajo. Raúl, consciente de su presencia, decidió que era el momento perfecto. «Mauricio, ven aquí», llamó, y el muchacho, temblando, bajó las escaleras.

Al ver a Cristina de rodillas, Mauricio se quedó paralizado, pero Raúl no le dio tiempo a reaccionar. «Desnúdate, muchacho», le ordenó, y Mauricio, con manos temblorosas, obedeció. Raúl, aún con el miembro en la boca de Cristina, se giró hacia Mauricio, «Ven, tómala por detrás».

Cristina, con lágrimas corriendo por sus mejillas, intentó levantarse, pero Raúl la mantuvo en su lugar, sujetándola del cabello. Mauricio, con una mezcla de miedo y excitación, se acercó, su miembro erecto y palpitante. Raúl guio a Mauricio, posicionándolo detrás de Cristina, quien, con un sollozo, se preparó para lo inevitable.

Mauricio, con torpeza, intentó penetrarla, pero Raúl, impaciente, lo ayudó, separando las nalgas de Cristina y guiando el miembro del muchacho hacia su entrada. Cristina gritó de dolor y vergüenza mientras Mauricio, con movimientos bruscos, la penetraba.

Raúl, satisfecho, continuó guiando a Mauricio, dictando el ritmo y la intensidad. «Más fuerte, muchacho, no seas tímido», lo animaba, mientras Cristina, entre sollozos, soportaba cada embestida.

De repente, Raúl decidió que quería más. «Mauricio, cambia de lugar», ordenó, y el muchacho, obediente, se movió hacia la boca de Cristina. Raúl, con una sonrisa maliciosa, se posicionó detrás de ella, su miembro listo para tomar lo que quería.

«Te voy a dar por detrás, doña Cristina», dijo con voz ronca, mientras la penetraba con fuerza. Cristina gritó de dolor, pero Raúl no se detuvo. Embestía con furia, disfrutando del poder que tenía sobre ella.

Mauricio, con el miembro en la boca de Cristina, movía sus caderas con un ritmo desigual, mientras Raúl, detrás, la tomaba con brutalidad. Cristina, entre lágrimas y sollozos, soportaba la doble penetración, sintiendo cada empuje como una humillación.

Raúl, con una mano en la cintura de Cristina y la otra en el cabello de Mauricio, guiaba a ambos, disfrutando del control total. «Más rápido, muchacho, hazla gritar», ordenaba, y Mauricio, con una mezcla de vergüenza y excitación, obedecía.

El aire en la sala estaba cargado de gemidos, jadeos y sollozos. Raúl, con el pecho agitado, se acercaba al clímax, embistiendo con más fuerza. «Voy a venirme, doña Cristina», gruñó, y con un último empuje, se liberó dentro de ella.

Mauricio, siguiendo el ejemplo, también llegó al orgasmo, liberándose en la boca de Cristina, quien, con lágrimas en los ojos, tragó cada gota.

Raúl, satisfecho, se retiró, dejando a Cristina en el suelo, exhausta y humillada. Mauricio, aún temblando, se vistió rápidamente, sin atreverse a mirar a Cristina a los ojos.

Raúl, con una sonrisa triunfal, se abrochó el pantalón. «Buen trabajo, muchacho», dijo, palmeando a Mauricio en la espalda. «Y usted, doña Cristina, ha sido una buena inquilina. No lo olvide».