La escuchaba cada noche, sus gemidos atravesaban las paredes finas como cuchillas de deseo.

Hoy, no me aguanté más. Golpeé su puerta con la excusa más tonta… y ella me abrió con esa bata apenas amarrada, dejando escapar un pezón travieso que parecía llamarme por mi nombre.

—Pasa… —susurró con una sonrisa que me desarmó.

No me dio tiempo de hablar. Cerró la puerta, me empujó contra la pared y deslizó su mano dentro de mi pantalón. Su respiración estaba acelerada, sus dedos firmes, calientes, hambrientos. Yo, sin pensarlo, levanté su bata… no llevaba nada debajo.

Me arrodillé, mis labios se perdieron entre su humedad y su aroma dulce mezclado con pura lujuria. Ella gemía mi nombre, enredando sus dedos en mi cabello, moviendo sus caderas como si quisiera devorarme.

No había prisa, pero sí hambre. La alcé, la puse contra la mesa, y la penetré tan fuerte que sus uñas marcaron mi espalda. Cada embestida era un golpe de placer puro, su cuerpo temblaba, y sus gemidos se mezclaban con el golpeteo rítmico de nuestros cuerpos chocando.

—Más… más… —me rogaba, y yo le di hasta que la sentí estremecerse, mordiéndose los labios para no gritar el nombre del pecador que la hacía venir como nunca.

Cuando terminé, me miró con esa cara de maldad deliciosa y dijo:

—Ahora, ven todas las noches…