Tus labios me devoran con un hambre animal, y tu lengua se enreda con la mía en un beso húmedo, sucio, lleno de lujuria.

Tus manos bajan por mi cuerpo hasta agarrarme con fuerza, apretando mis nalgas mientras me acercas contra tu dureza, tan firme que siento cómo late contra mí.

Me arrastras hacia la cama y me tumbas sin dejar de mirarme con esos ojos que me desnudan más que tus manos.

Bajas lentamente, besando mi cuello, mis pechos, mordiéndome los pezones hasta arrancarme un gemido roto.

Tus dedos se deslizan por mi vientre y se abren camino entre mis piernas… me rozas, me mojas, me preparas.

La punta de tu lengua llega a mi clítoris, y lo recorres lento, saboreándome, succionándome como si quisieras robarme el alma.

Me penetras con tus dedos, profundos y firmes, mientras tu lengua juega arriba, haciéndome retorcer, gemir y pedir más.

No me das tregua.

Te incorporas, me tomas de la cintura y me penetras de golpe.

Un gemido ahogado se mezcla con el tuyo mientras entras hasta el fondo, duro, rápido, marcando cada embestida con tu fuerza.

Tus manos me sujetan del cuello, de las caderas, dominándome, haciéndome tuya.

El choque de nuestras pieles resuena en la habitación junto con nuestros jadeos.

Me volteas, me tomas desde atrás, empujando más profundo, más fuerte, hasta que siento cómo el placer me quema por dentro.

Tu respiración es un gruñido en mi oído, y tus manos no dejan de recorrerme, de apretarme, de poseerme.

Cuando el orgasmo me golpea, me arqueo y grito, pero no te detienes… sigues dándome, llenándome, hasta que mi cuerpo cae rendido, exhausto y temblando, completamente tuyo.