Era otoño de 2001. Mi hijo Santiago tenía 18 años y cursaba su último año de preparatoria. Siempre fue atlético y bastante popular entre sus compañeros. Su madre y yo llevábamos casi cinco años divorciados. Paula, mi ex esposa, se volvió a casar poco después de la separación. Yo, en cambio, seguía soltero.
Desde el divorcio, Santiago venía a quedarse conmigo los fines de semana y durante dos semanas en verano. Vivíamos en la misma ciudad, apenas a unos seis kilómetros de distancia. Yo tenía 23 años cuando nació, y ahora que él estaba por cumplir la mayoría de edad, me sentía más viejo de lo que realmente era, a mis 41 años.
Nuestra relación siempre fue buena. Nunca fui un padre estricto. Paula era quien solía imponer la disciplina. Yo prefería mantener un perfil bajo, sin conflictos. Siempre fui reservado. Paula solía decir que yo era un cobarde, alguien sumiso. Tal vez no se equivocaba del todo.
Intentaba mantenerme en forma, y a decir verdad, lo lograba. Aún conservaba todo mi cabello, no tenía esa barriga de mediana edad que muchos hombres arrastran sin remedio. Más de una vez, alguien se sorprendía al saber que tenía un hijo adolescente.
Un viernes, unas semanas después de que iniciaran las clases, Santiago trajo a dos amigos a casa después de la escuela. Tenía su propia llave; siempre quise que supiera que ese espacio era suyo también, que podía venir cuando quisiera.
Cuando llegué, estaban en la sala, la música sonando y las mochilas tiradas por todos lados. Santiago me presentó a Gabriel y a Mateo. Los tres eran del equipo de fútbol, y era evidente: cuerpos jóvenes, firmes, llenos de energía.
Gabriel me llamó la atención de inmediato. Tenía el cabello castaño oscuro, algo desordenado, los ojos de un café claro que contrastaban con su piel tostada por el sol, y una sonrisa que se quedaba pegada a la memoria. Me sorprendió saber que ya tenía 19 años. Era alto, al menos un metro ochenta. Mateo, por su parte, era de estatura similar a Santiago y tenía ese mismo corte de cabello desordenado que parecía estar de moda entre ellos.
Había algo en Gabriel que no terminaba de identificar, una energía distinta, una manera de moverse o de mirar que se sentía… fuera de lugar, o quizá simplemente fuera de lo común. Esa noche pedimos pizza y, mientras todos reían y hablaban de cosas de su edad, lo sorprendí varias veces observándome. No eran miradas casuales. Eran largas, como si estuviera tratando de descifrar algo en mí.
Antes de irse, Santiago mencionó que al día siguiente planeaban ir al centro comercial. Yo solo asentí, pero me quedé pensando en esa presencia que Gabriel había dejado en mi.
El sábado por la mañana me desperté temprano, como de costumbre. Me di una ducha larga, me puse mi vieja bata azul y me preparé una taza de café. Mientras me sentaba a contemplar qué preparar para desayunar, sonó el timbre de la puerta. Era Gabriel.
Me sorprendió verlo solo. Pensé que Santiago y Mateo estarían con él, ya que habían mencionado que planeaban ir al centro comercial ese día. Pero Gabriel me explicó que había decidido no acompañarlos. Dijo que le parecía lo mismo de siempre, que prefería quedarse y que luego se reunirían para ir al cine por la noche. Lo noté cómodo, como si ya se sintiera en casa.
Le dije que no había problema, aunque le advertí que los sábados solía dedicarme a limpiar la casa. Sonrió, como si eso no le importara en lo más mínimo. Me preguntó si podía ducharse, ya que no había tenido oportunidad esa mañana. Le señalé el pasillo y le dije dónde encontrar las toallas.
Volví a concentrarme en mi café y en el periódico. Me perdí unos minutos entre titulares y sorbos, hasta que lo escuché regresar. Al levantar la vista, me quedé congelado.
Gabriel estaba completamente desnudo.
Su cuerpo aún húmedo. Tenía el pene completamente erecto, y no mostraba el más mínimo rastro de vergüenza. Al contrario, su expresión era confiada. Sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Yo, en cambio, me sentí atrapado entre el asombro y una creciente excitación que me quemaba por dentro. Dejé lentamente el periódico a un lado, sin poder apartar la vista de él.
Lo miré, tratando de mantener la compostura. Mi primera reacción fue decirle que se envolviera en una toalla, que no era apropiado andar así, desnudo y con esa erección. Pero en lugar de ofenderse, me preguntó si eso me molestaba. Su tono era tan tranquilo. Intenté no mirar directamente su entrepierna, pero era imposible no notar la firmeza de esa verga.
Dije que necesitaba vestirme, que tenía cosas que hacer esa mañana. Me levanté con torpeza, tratando de fingir normalidad, pero Gabriel se me acercó sin titubear. Su proximidad me descolocó por completo.
Me dijo que no quería que cambiara mis planes por su culpa, que sabía que yo lo había estado observando la noche anterior durante la cena, mientras comíamos pizza. Aquella afirmación me molesto. ¿Yo observándolo? Si había miradas que se alargaban más de lo debido, eran las suyas. Pero ahora lo decía como si no tuviera nada que perder.
De pronto, me tocó el hombro y, con una voz cargada de deseo, aseguró que yo quería su verga joven y caliente. Mi reacción fue casi automática: retiré su mano con firmeza, diciéndole que no sabía de dónde había sacado semejante idea, y que lo mejor era que se fuera.
Pero él no se inmutó. Me lanzó una sonrisa. Dijo que lo que me aterraba era ser descubierto. Que el respetable señor que todos conocían podría quedar marcado para siempre si alguien supiera que había tenido algo con un muchacho como él.
Yo intenté mantenerme firme, pero el sudor frío ya me corría por la espalda. Le advertí que se marchara antes de que llamara a sus padres y les contara lo que estaba haciendo. Él soltó una risa, cargada de cinismo.
Me respondió que no habría nada que contar que sus padres no supieran ya. Que desde hacía años hablaban sobre él, que siempre supieron que era gay y que eso nunca fue un secreto en su casa.
Tragué saliva con dificultad. Sentía el pulso desbocado y una tensión eléctrica que me recorría de pies a cabeza. Estaba atrapado, completamente dentro de su juego. Mi cuerpo temblaba, no solo por los nervios, sino por la mezcla de deseo y vergüenza que me desbordaba.
Gabriel se acercó más, y, deslizó mis hombros fuera de la bata. La tela cayó lentamente al suelo, dejándome completamente desnudo frente a él. Su mirada recorría mi cuerpo con esa misma seguridad que lo había acompañado desde que cruzó la puerta. Sentí su mano recorrerme suavemente, acariciando mi pene aún flácido, jugando con mis testículos.
Murmuró algo sobre lo bonita que le parecía mi verga, incluso sin estar dura, y esas palabras, tan simples, me encendieron por completo. Me sentí expuesto. Humillado incluso… y al mismo tiempo, más vivo que en años.
No fui capaz de detenerlo. No dije nada. Solo respiraba con dificultad mientras me guiaba, como si supiera cada uno de mis límites y cómo cruzarlos. Tomó mi mano con firmeza y la colocó sobre su erección. Era gruesa, dura, caliente y grande. Me hizo deslizar los dedos sobre ella, de arriba abajo, lentamente, obligándome a sentir cada pulso, de su venosa verga.
Intenté pronunciar unas palabras, una protesta sin fuerza. Pero él ya me estaba llevando hacia abajo, sin opción. Me arrodillé frente a su cuerpo joven y firme.
Su pene rozó mis labios. Cerré los ojos, negándome a mirarlo, a mirarme, como si con eso pudiera borrar lo que estaba ocurriendo. Pero mi cuerpo tenía otra idea. Sentí cómo mi propia verga comenzaba a ponerse dura, reaccionando.
La presión aumentó. Mi lengua salió, apenas tocando la punta caliente y palpitante de su cabeza. Una mezcla salada y densa se quedó en mi paladar. Su mano sobre mi nuca me guió impaciente, hasta que mis labios se abrieron y su verga entró en mi boca.
Nunca había estado con otro hombre. Era la primera vez que tenía un pene entre los labios. No sabía qué hacer, pero mi lengua empezó a explorar por instinto, buscando complacer. Él me sujetaba la cabeza con fuerza, marcando el ritmo, moviéndome como alguien que ya había imaginado esta escena mucho antes de que ocurriera.
Me sujetaba la cabeza, guiándome hacia adentro una y otra vez, haciendo que su pene entrara profundamente en mi boca. Cada embestida me llenaba de esa verga enorme y gruesa, mientras su glande golpeaba el fondo de mi garganta. Tuve arcadas más de una vez, pero él no aflojaba el ritmo.
Sin previo aviso, eyaculó directamente en mi boca.
Sentí el chorro caliente llenarme de golpe. Intenté apartarme, pero sus manos me mantenían atrapado contra su pelvis, hundiéndome más, como si quisiera vaciarse por completo dentro de mí. El sabor era intenso, salado, me tenía en las nubes. Y yo… simplemente me dejé llevar.
Cuando al fin me soltó, aparté la cabeza y me incorporé como pude. Recogí mi bata del suelo y la usé para limpiarme la cara, los labios. Incluso había semen en el suelo. Lo limpié rápidamente con la tela. No podía dejar ni una huella de lo que había ocurrido ahí. La vergüenza me quemaba por dentro.
Estaba molesto.
Me levanté y fui directo al fregadero a enjuagarme la boca. El agua no era suficiente. La sensación y el sabor persistían. La humillación también. Pensaba que no podía caer más bajo… hasta que lo escuché a mi espalda, con esa voz descarada que parecía no conocer límites.
Me giré y lo vi sentado en una de las sillas de la cocina, completamente desnudo, con una sonrisa de satisfacción. Señaló el suelo junto a él.
Y yo… me acerqué.
Mi verga estaba bien parada, tan dura como no recordaba haberla sentido en años. No podía negar lo que mi cuerpo estaba respondiendo, incluso si mi mente aún trataba de negarlo todo. Me detuve frente a él, desnudo. Pensaba que nada podía superar lo que acababa de pasar… hasta que lo vi arrodillarse.
Dijo que quería chupármela. Que no le importaba si me venía en su boca. Que, de hecho, lo deseaba. Que lo necesitaba.
Y yo, en medio de esa cocina, me dejé llevar. Porque una parte de mí… también lo necesitaba.
Había pasado ya un buen tiempo desde la última vez que me masturbé. Casi un mes. Tal vez por eso, su boca cálida y húmeda se sintió tan exquisita, tan absolutamente perfecta rodeando mi pene. Cerré los ojos y me entregué por completo, sin pensar, sin resistirme. Dejé que hiciera lo que quisiera.
Y solo un minuto después, me corrí. Fue intenso y explosivo. Me derramé en su boca con una mezcla de placer y descontrol que me dejó temblando. Él se apartó, se limpió los labios como si nada, y aplaudió con una satisfacción que me desconcertó.
Yo, aun gimiendo, me cubrí los genitales con la mano, sintiendo el calor de la eyaculación mezclado con una creciente sensación de vergüenza. Le supliqué que guardara silencio, que nada de esto saliera de aquella habitación. Que, por favor, me lo prometiera.
Pero él ya se estaba moviendo otra vez, con esa energía inquietante que me hacía sentir fuera de control. Tomó la banda de mi bata y, sin pensarlo, me ordenó darme la vuelta. Obedecí instintivamente. Fue automático. Cuando reaccioné, ya tenía las manos atadas a la espalda.
Le pedí que parara. Que Santiago podría volver en cualquier momento. Que todo esto se había ido demasiado lejos. Pero Gabriel se limitó a reír con esa seguridad, como si ya tuviera todo planeado. Dijo que aún faltaban horas para que regresaran, que sabía exactamente dónde estaban, que incluso había pedido a su hermana que lo mantuviera informado desde el centro comercial.
Tragué saliva de nuevo. Estaba atrapado en su red, y cada movimiento suyo parecía confirmar que nada era improvisado. Todo lo tenía calculado.
Le pregunté, con el corazón acelerado, por qué me había atado. Su respuesta fue directa. Porque así sería más fácil quebrarte.
No entendía qué significaba eso, pero mi cuerpo ya estaba tenso, anticipando lo que vendría. Me llevó a la cochera. Allí, sin darme tiempo a reaccionar, me metió un trapo en la boca y lo selló con cinta adhesiva. Luego tomó otro trapo y me vendó los ojos. Me giró varias veces, desorientándome por completo.
Yo ya no podía ver. No podía hablar. Mis manos estaban atadas firmemente detrás de mí. Y lo peor era que, a pesar del miedo, a pesar de la incertidumbre… mi cuerpo seguía respondiendo excitado.
Estaba completamente a su merced.
Sentí su mano recorrer mi trasero desnudo con lentitud, como si estuviera marcando territorio. Su voz, calmada y firme, dejó claro lo que yo ya sabía: estaba completamente a su merced. Atado, vendado, amordazado… no tenía control alguno. Él sí. Todo.
Me llevó desde la cochera hasta mi habitación. Me empujó boca abajo sobre la cama, con fuerza. Recordándome que ya no tenía opción. Me inmovilizó aún más, atándome las piernas a los postes de la cama, dejándome expuesto y vulnerable.
Lo escuché hablar mientras observaba mi cuerpo. Dijo que tenía un culo hermoso, que pedía ser penetrado. Yo no podía responder, ni resistirme.
Sentí algo frío en mi agujero. Lubricante. Sus dedos se deslizaron entre mis nalgas, explorándome. Primero uno, luego dos. Mi cuerpo, pese a la tensión, comenzó a relajarse bajo sus.
Y entonces sentí su verga, dura y caliente, deslizándose lentamente por la raja de mi culo. Rozó mi entrada, presionó… y luego entró.
Un gemido se ahogó en mi garganta, retenido por el trapo que cubría mi boca. El primer empuje fue firme y profundo. Me llenó por completo. Y, para mi sorpresa, se sintió increíble. Mejor incluso que el consolador que Paula —mi exesposa— solía usar cuando explorábamos juntos nuevas formas de placer.
Cada embestida suya golpeaba justo donde debía. La presión constante sobre mi próstata hizo que mi propia erección regresara con más fuerza y aun más dura. Mientras me cogia, sus manos jugaban con mis pezones, pellizcándolos, estirándolos, dándome una dosis extra de estimulación que no recordaba haber sentido en años.
El cuarto se llenó del sonido de su cuerpo chocando con el mío con cada embestida. Sus muslos firmes golpeaban mis nalgas con cada estocada, con una fuerza que me tenía al borde del clímax. Y entonces, sentí su orgasmo. Su semen caliente llenándome por dentro, como una oleada espesa que me hizo estremecer todo el cuerpo. En parte por la sorpresa, en parte por la intensidad del momento.
Dijo algo sobre lo apretado que era mi culo. Que había sido una buena cogida. Me dio una manotada fuerte y mojada en una nalga, y supe que me estaba mirando, admirando lo que había hecho.
Escuché su voz de nuevo, mientras hablaba sobre cómo goteaba su semen desde mi interior. Dijo que debía verme, que quería capturar esa imagen. Lo escuche agarrar su teléfono.
Yo, inmóvil, con los ojos vendados, seguía respirando con dificultad, el cuerpo temblando entre el sudor y el semen.
De repente, escuché su teléfono sonar. Respondió rápido, con ese tono despreocupado de siempre. Dijo que tenía que irse, que Santiago ya venía de regreso. Sin más, me desató las piernas y los brazos, como si nada hubiera pasado.
Lo escuché alejarse por el pasillo y luego el portazo.
Me quité la venda de los ojos, la cinta de la boca y escupí el trapo húmedo con un asco que me duró poco. Me metí directo al baño, me duché rápido, me vestí sin pensar mucho. Me senté frente al televisor tratando de actuar normal, pero mi cabeza no dejaba de dar vueltas.
Minutos después, Santiago entró por la puerta, solo.
Me saludó como siempre. Le pregunté si Gabriel o Mateo venían con él. Me dijo que Mateo se había ido a casa, que no sabía dónde estaba Gabriel, que seguramente ya estaría en la suya.
Sentí alivio. Nadie sabía nada. Nadie sospechaba lo que había pasado esa mañana en esa misma casa, en esa misma cama. Por la noche fueron todos al cine. Todo parecía igual, pero yo no. Por dentro seguía reviviendo cada momento. No podía sacarme de la cabeza la imagen de estar atado, de sentir su cuerpo encima del mío, de que me penetrara sin más, a pelo. Y mi cuerpo seguía reaccionando, mi verga seguia poniendose bien dura. Era humillante.
El miércoles por la noche sonó el teléfono. Era él.
No quise escucharlo. Le dije que ya había sido suficiente, que lo que pasó tenía que quedarse atrás. Que se acabó.
Se rió.
Dijo que venía en diez minutos. Que su coche por fin estaba funcionando. Y que me quería completamente desnudo. Nada de ropa. Nada.
Colgó la llamada.
Me quedé en silencio. Solo pude pensar: Mierda. Otra vez no. Pero sí, claro que me intimidaba. Tenía esa foto, la que me tomó atado en la cama. Y aunque me costara admitirlo… algo en mí también lo estaba esperando. Y deseando.
Me quité la ropa rápido, sin pensar demasiado. Me paré detrás de la puerta. Cuando llegó, empujó con seguridad, sin pedir permiso, y me miró con una sonrisa que ya conocía.
Me dijo que le gustaba ver que aún sabía obedecer.
Y tenía razón.
Gabriel fue directo a la sala. Se bajó los pantalones con toda la calma del mundo y se sentó en el sofá como si estuviera en su casa.
No dijo mucho. Solo esperó, señalándome con un gesto, autoritario. Me quedé paralizado unos segundos, sintiendo cómo volvía esa mezcla de humillación y deseo que me tenía atrapado. Quise protestar, decirle que no, que ya habíamos ido demasiado lejos. Pero él solo levantó la mano, sin decir palabra.
Me recordó con frialdad que no quería que Santiago se enterara. Que lo mejor era callar y obedecer. Así que lo hice. Me arrodillé y tragué sus bolas con la boca, como él quería, lamiéndolas hasta que quedaron limpias y húmedas por mi lengua.
Fue otra noche humillante. Acabó viniéndose en mi boca con la misma facilidad con la que se había desnudado. Después me obligó a ponerme de pie, con las piernas abiertas, y comenzó a masturbarme mientras me observaba. Me dio apenas un minuto para venirme. Lo hice, temblando.
La noche siguiente repitió el mismo ritual. Apareció sin avisar, se dejó caer en el sofá con los pantalones en los tobillos y me puso de rodillas otra vez. Le chupé la verga, él me hizo terminar en un minuto, y se fue. Yo ya no sabía si era sumisión o resignación lo que me mantenía en ese ciclo, pero ahí estaba.
El viernes por la noche, lo esperé. Pero él y Santiago se fueron al cine otra vez. No vino. Me quedé solo, pero no por mucho tiempo.
El sábado, después de que Santiago regresó a casa de su madre, sonó el teléfono. Era Gabriel.
Me dijo que sabía que estaba solo. Que no quería que me sintiera mal. Que me desnudara y lo esperara.
Obedecí.
Cuando llegó, traía algo más. Unas esposas y una mordaza negra con bola. Las dejó sobre la mesa como si fueran cualquier accesorio más. Me acarició los genitales con esa confianza suya, como si ya me conociera mejor que yo mismo.
Me explicó para qué era la mordaza. Que la podía bajar si quería que se la chupara. Y que, cuando terminara, la volvería a subir. Que así de simple funcionaba entre nosotros.
Le pregunté por qué necesitaba atarme. Que si acaso pensaba que iba a escaparme. Me respondió sin dudar, casi con una sonrisa. Que no era por eso. Que simplemente le excitaba ver a un hombre como yo, desnudo, atado, completamente sometido. Que le prendía verme sin dignidad.
Y sin más, me puso la mordaza, me vendó los ojos, y me dejó inclinado sobre el brazo del sofá. Esta vez ni siquiera me llevó a la cama. Quería hacerlo ahí mismo, rápido, brutal.
Volvió a untarme lubricante, y luego sentí su verga entrando de golpe, con la misma fuerza de siempre. Me penetró hasta el fondo sin condón, mientras sus dedos me retorcían los pezones con una intensidad dolorosa. Me ardían. Pero no pedí que se detuviera.
Ni podía… ni quería.
Cuando terminó, me hizo arrodillarme frente a él. Me sujetó con firmeza por la nuca y me obligó a lamerle la verga hasta dejarla limpia. Aún podía sentir su semen caliente goteando desde mi interior, mientras mi lengua recorría cada rincón de su glande, su tronco, su base.
Y entonces, sonó el timbre.
Se me paralizó el corazón.
Me invadió un terror tan físico que sentí que me iba a desmayar. Estaba completamente desnudo, con la cara pegajosa, la respiración entrecortada, y con el cuerpo todavía temblando por haber sido usado. Si alguien abría esa puerta y me veía así, todo se vendría abajo.
Gabriel, como si no hubiera tensión alguna, caminó tranquilamente hasta la entrada y abrió la puerta.
Escuché voces masculinas, risas, y unos pasos firmes acercándose. Entraron dos tipos que nunca había visto antes. Altos, corpulentos, ambos con actitud de deportistas seguros de sí mismos.
Gabriel los presentó como Damián y Luis, compañeros del equipo.
Yo seguía arrodillado en el suelo, desnudo, con la cara aún húmeda por lo que acababa de pasar. No tenía cómo esconderme. Damián me miró de arriba abajo, como si estuviera evaluando un trofeo.
Preguntó si yo era el papá de Santiago.
Luis soltó una carcajada y lanzó una pregunta que me desarmó por completo: si Santiago sabía lo que Gabriel le estaba haciendo a su propio padre. Gabriel se rió también, diciendo que, por supuesto, no tenía ni idea.
Y mientras hablaban, Damián y Luis empezaron a desvestirse como si fuera lo más normal del mundo.
Dijeron que era hora de empezar la fiesta.
Lo siguiente fue una tormenta de cuerpos, gemidos y órdenes.
Les chupé la verga a los tres, por turnos. Me ataron a la cama como la vez anterior, y uno tras otro, me cogieron con la misma intensidad con la que se reían y me azotaban. Me usaron. Damián me hizo venirme en el baño mientras me sujetaba de la nuca frente al espejo. Gabriel volvió a masturbarme en el pasillo, apretándome los pezones con una fuerza que me hizo gemir entre dientes.
Esa noche, terminé completamente exhausto. Sudado, adolorido, lleno de semen en el culo y la cabeza llena de confusión. Lo peor era saber que no iba a parar. Que ellos vendrían cuando quisieran. Y que yo ya no sabía cómo decir que no.
Las visitas de Gabriel se volvieron rutina. A veces venía solo. Otras veces traía a Damián, a Luis, o a algún otro amigo. Las noches eran mamadas rápidas, cogidas rápidas, o a veces simplemente me hacían desnudarme y masturbarme para ellos mientras me azotaban con una correa vieja que uno de ellos había traído.
Y aun así, cuando Santiago me dijo que quería hacer una pequeña fiesta con sus amigos en casa, le dije que sí. Con la condición de que no hubiera alcohol ni música a todo volumen. Gabriel se me acercó después y me dijo, con una sonrisa, que debía decirle a Santiago que yo no estaría esa noche.
Le hice caso.
Le dije a mi hijo que estaría en casa de un amigo hasta tarde. Me abrazó con fuerza. Me dijo que era el mejor padre del mundo.
Y no pude decirle nada.
La verdad era que no iba a ir a ninguna parte. Gabriel solo me mantendría oculto. Ese era el plan: mantenerme encerrado en el closet de mi propia habitación, completamente desnudo, con las manos esposadas a la espalda, una mordaza en la boca y un collar de perro apretado alrededor del cuello. La casa estaría llena de gente, pero nadie lo sabría. Nadie sospecharía lo que ocurría del otro lado de esa puerta.
No podía hacer mucho más que quedarme tendido en el suelo, respirando lento, escuchando el ruido de la fiesta allá afuera. Voces, risas, pasos, música. Todo me llegaba distorsionado. El cuerpo me ardía por el encierro y la sumisión, pero la excitación era innegable.
De pronto, escuché cómo se deslizaba la puerta. La luz entró de golpe, y ahí estaba Damián, de pie, en pantalones cortos. Sonreía.
Sin decir mucho, me tomó del cuello y me hizo salir. Me colocó de rodillas frente a él. Podía verme en el espejo: desnudo, arrodillado, con las esposas marcando mi espalda, y el cuerpo tenso por completo.
Me quitó la mordaza y enseguida me empujó su verga dura entre los labios.
Me vi a mí mismo reflejado, chupándosela, escuchándolo murmurar que ya me estaba volviendo bueno en eso. Y era cierto. Me manejaba sin dudar, moviéndome al ritmo que él imponía, recibiéndolo todo, sin resistencia.
Mi pobre verga se levantó sin que yo lo notara al principio, pero ahí estaba, en el espejo, entre mis piernas. Dura. Necesitada. También vi cómo su semen me chorreaba por la comisura de mi boca, espeso y caliente.
Cuando terminó, me empujó de vuelta al armario y cerró la puerta sin más.
Cinco minutos después, volvió a abrirse.
Esta vez era Gabriel. Me sacó, me bajó la mordaza solo lo justo para tener acceso y, sin más, me empaló con su verga hasta el fondo de la garganta. Me sostuvo del rostro y me miró con esa mirada suya, mientras hablaba como si fuera dueño de cada reacción de mi cuerpo.
Me dijo que chuparla me ponía duro. Y aunque no podía responder, tenía razón. Era verdad.
Por más humillante que pareciera todo, mi cuerpo lo deseaba.
Mi verga estaba completamente erecta.
Y lo peor… es que ya no me importaba.