Capítulo 1
- Myriam vence mi timidez y me inicia en el placer
En aquellos años el despertar sexual de los jóvenes era más tardío que en la actualidad. Sin duda los deseos estaban allí, fantasiosos pero muy oscuros debido al moralismo y la mojigatería de esa época. No había información y la poca que hubiera era muy evasiva. El cuerpo femenino seguía siendo un misterio y las formas de sexo que uno imaginaba eras muy básicas. Las revistas de mujeres desnudas y de porno eran muy costosas y permanecían ocultas en las escasas tiendas, por lo que no estaban a mi alcance. Aún las películas de porno, a las que muy rara vez uno iba, no contenían escenas explícitas. Lo que quiera que fuera que uno se imaginara apenas servía para masturbarse.
Debido a mi extrema timidez, mi despertar amoroso y sexual fue aún más demorado que el de jóvenes de mi edad. Estaba por cumplir 19 años y era un muchacho extremadamente ingenuo. A algunas chicas de mi edad les parecía atractivo, pero eso no era suficiente para que yo venciera mis temores y las abordase. Para ese entonces estudiaba en un colegio mixto y me relacionaba bien con las chicas como compañeros de estudio. Pero nada más. Me resultaba imposible conversar con ellas en plan de buscar una relación de noviazgo, mucho menos sexual.
Usaba el servicio de transporte escolar de la casa al colegio y de regreso. Allí me relacioné con una chica que acababa de cumplir 18 años y estaba en su último año de estudio. Se llamaba Myriam y era una chica de tez oscura, hermosas y delicadas facciones y grandes ojos negros, de unos 1,55 como mucho y con un cuerpo muy bien formado. Firmes caderas, senos medianos y piernas bien torneadas. Ambos éramos de los últimos de la ruta de regreso. Hablábamos de muchas cosas y, por supuesto de amor, pero en forma teórica, al menos de mi parte. Con el paso del tiempo, Myriam me dijo que yo le gustaba. Ella, era claro, tenía bastante más experiencia que yo. Me pedía que la besara, pero no me atrevía por la presencia de otros estudiantes en el bus. Además, ignoraba cómo besar. Temía no hacerlo bien. Yo le permitía sus avances y me gustaba que fuera ella quien llevara la iniciativa. Pero siempre la presencia de más estudiantes me inhibía de permitir que las cosas fueran más adelante. Sin embargo, en la noche pensaba en ella, la imaginaba desnuda y me masturbaba pensando en su cuerpo y en que teníamos sexo. Un viernes, por alguna razón había pocos estudiantes en la ruta, así que hacia el final nos quedamos solos. Ella me había insistido en que le diera un beso y, ante mi indecisión fue ella quien me lo dio a mí. Me limité a imitar los movimientos de su boca y su lengua y creo que aprendí rápido. No debo insistir en la poderosa emoción y excitación que me produjo ese primer beso. De inmediato y sin darme tiempo a reaccionar, sentí cómo mi verga se paraba debajo de mi ropa. Tanto, que tuve que acomodarla porque me producía un ligero dolor. Ella se dio cuenta y sonrió. “¿Qué le pasó ahí abajo?”, me preguntó sonriendo y mirando hacia mi bulto. “Ya te imaginarás”, respondí muy ruborizado. Ella me volvió a besar y, de repente, mientras lo hacía, sentí que puso su mano sobre mi paquete, deslizando su mano sobre mi verga que se endurecía cada vez más debajo del pantalón. Yo me sentía al borde de un abismo del que sentía pánico, pero al que quería arrojarme. Esa mano me masturbaba lentamente sobre la ropa y yo no quería que se detuviera. Pero lo hizo.
Nos estábamos mirando. Esa mirada suya no se apartaba de mis ojos. Era una miraba ansiosa y casi suplicante. En ese momento sentí que intentaba bajar la cremallera del pantalón y como noté que se le dificultaba y me levanté un poco para que lo pudiera hacer. Hundió su mano y buscó hasta encontrar mi carne endurecida, que se puso más dura aún al contacto de aquella mano pequeña, suave y fría. Apartó su vista de mis ojos y miró la cabeza morada de mi verga que se asomaba entre su mano. “La tienes rica, cabezona”, dijo y volvió a mirarme y mientras lo hacía, su mano subía y bajaba con mucha suavidad y lentitud a lo largo de mi verga. Me preguntó si alguna vez me habían hecho algo así. “Tú sabes que no porque te lo he dicho. Nunca he tenido nada con una chica, menos algo como ésto”. “¿Pero te gusta”, preguntó. “Claro que me gusta”. “¿Quieres que siga?” “Sí, quiero”. Mi respiración era cada vez más rápida y lo fue aún más cuando ella, con disimulo, humedeció su mano con abundante saliva para seguir pajeándome. Sus ojos paseaban de los míos a mi verga, mientras yo veía cómo Myriam disfrutaba tanto como yo de lo que me estaba haciendo. Noté que el ritmo de su mano iba en aumento poco a poco y eso me agitaba más. “¿Ya?” me preguntó. “Ya casi”, le dije. Ella no varió el ritmo. Yo sentía algo parecido a cuando me masturbaba en la alcoba o en el baño, pero en un grado mucho mayor de excitación y placer. Podía percibir la dureza imposible de mi carne, la tirantez de mi piel, el hervor de mi leche que presionaba desde mis huevas. Poco después sentí el delicioso ascenso del semen por el tallo de la verga y el placer en la cabeza cuando comenzó a brotar. Unos leves gemidos de Myriam acompañaron los primeros instantes de la expulsión potente de leche que saltó a su brazo, a su falda, a su mano y a mi pantalón. Ella siguió pajeando mi verga con lentitud mientras miraba la leche acumularse en el anillo de su mano. Una vez extrajo toda, permaneció un par de minutos apretando mi verga para luego buscar en su bolso papel higiénico y limpiarse. También limpió mi verga mientras me miraba y sonreía. “¿Te gustó?” “Muchísimo. Qué rico. No se compara con las veces que me he hecho la paja. Esto es muchísimo más delicioso”. “Y eso que nos has probado otras cosas”. “¿Cómo cuáles?” “Eso no se dice, se hace”. “¿Y cuándo podrá ser eso”. “Un día de estos”. Luego me dio un beso en los labios y se despidió porque el bus había llegado a su parada. Yo guardé en mi memoria ese primer placer producido por manos ajenas y la promesa de otro que ella me habría de brindar.