Capítulo 19

CAPÍTULO DIECINUEVE

  • Quítate el hábito, Concetta. – dijo imperativa la superiora.
  • Pero… madre, esto no está bien, es pecado. – intentó defenderse la otra.

La mano de la superiora cruzó la cara de esa chica que la miraba asustada, poniendo su mano en la dolorida mejilla. Estaba claro que Martina jugaba fuerte con la novicia de la que abusaba claramente, tanto por su inocencia como por su situación de poder sobre ella.

Lentamente, Concetta se quitó el hábito quedando completamente desnuda ante su superiora.

El cuerpo de la muchacha era digno de ser cincelado por un escultor, con todo perfectamente armonioso, pecho erguido, al igual que su culo y unas curvas endemoniadas, que hicieron que no pudiera tener una erección bajo mi sotana.

Martina giró a su alrededor y se paró frente a ella, observando con detenimiento ese coñito rasurado, con esos labios en forma de flor que llamaban a recorrerlos con la lengua. Mi posición era ideal, pues las veía a ambas de frente, especialmente ese cuerpo virginal, de Concetta, desnudo ofreciéndome una preciosa visión. Sostuve mi polla bajo la sotana y la noté dura, pues veía que aquello podía derivar en cosas muy interesantes.

  • Veo que has sido obediente, muy bien.
  • Si, madre, espero haber hecho un buen trabajo. – dijo la muchacha.
  • Veo que sí. – añadió la otra agachándose frente a ese sexo rasurado y abriendo sus labios para comprobar que no había nada de vello.
  • Lo hice tal y cómo me pidió.
  • Perfecto, Concetta, eres una obediente novicia.

Aquella imagen de las dos mujeres, una agachada frente al cuerpo desnudo de la otra, mostrándome ese rotundo culo, hizo que mi polla se tensara aún más y noté que un fino hilo de líquido preseminal se escurría por mis muslos al no llevar ropa interior.

Comprobé que el móvil grababa perfectamente, cuando Martina se levantó frente a esa muchacha y comenzó a acariciar los pechos de esta, a la vez que su boca susurraba algo en su oído.

  • Madre… yo. – dijo la joven, asustada y con lágrimas en el rostro.

Martina, la ordenó callar y deslizó su mano por el cuerpo de la joven, hasta llegar a su sexo donde sus uñas lo recorrieron con extrema lentitud.

Desde donde me encontraba podía ver la lujuria en esos atrapantes ojos. Aquella superiora con aspecto inocente, no parecía serlo tanto y sorprendía, a pesar de su juventud, se puede decir que como la mía, que era de lo más perversa y lujuriosa.

Martina ordenó sentar a Cóncetta sobre la mesa de su despacho, le abrió las piernas y posó su boca sobre su sexo. La muchacha ante esa nueva sensación desconocida para ella se asustó e intentó zafarse, pero su esfuerzo fue vano, ya que la hábil lengua de Martina y la contundencia de sus brazos la sujetaron sobre la mesa. Ahora ya no se movía, sus manos echadas hacia atrás denotaban su excitación, y su placer. La muchacha acercó las manos a la cabeza de Martina y la atrajo hacia ella, a la vez que gemía y se retorcía de placer. Al alzar la vista sus ojos abultados denotaban el placer que estaba recibiendo. Mientras, yo apretaba mi polla bajo la sotana y recordaba las palabras de la chica, en confesión, aquellas voces en su mente la torturaban, ahora estaba descubriendo el placer con otra mujer y eso debía confundirla.

La superiora levantó el hábito sobre su cabeza y mostró su cuerpo desnudo. Aquella imagen deslumbraba desde la distancia y por la cara de la novicia debía impresionarla también.

Unos blanquísimos pechos coronados por unos incipientes pezoncitos completamente tiesos sobre una pequeña areola de un rosadito muy tenue. Se acercó a Cóncetta y le dijo.

  • Ahora tú tienes que darme placer.
  • Pero, madre, esto no está bien.
  • Eso lo decido yo. Tu voto de obediencia… ¿se te ha olvidado?

La chica, desnuda y con sus piernas abiertas miraba los pechos de su superiora.

  • Pero… yo no sé señora. -dijo.
  • No te preocupes, acaríciame como yo lo he hecho y lame mi cuerpo por donde lo hice yo. Sé suave y siente en tu cuerpo el sabor del mío.

Yo no dejaba de grabar aquella extraña escena y estaba seguro de que mi prueba serviría como gran baza para follarme a la directora, esa nívea mujer que me hacía temblar solo con pensar en ella, con tan sólo recordar su imagen.

Naturalmente, Concetta me atraía, pero a pesar de que yo fuese un cura lujurioso, no me iba el juego de extorsionarla como estaba haciendo la otra desgraciada mujer, que se aprovechaba de su cargo y de su poder. Y pensándolo bien, ¿no sería una extorsión lo mío poniéndola contra al espada y la pared? En cualquier caso, robar a un ladrón, tiene cien años de perdón.

Al fin y al cabo, yo nunca había hecho nada parecido, porque todas mis “pecadoras” habían venido a mí de forma voluntaria, precisamente eran ellas, mis diablas, vestidas de mujer las que me hacían caer en la tentación, pero esa superiora no jugaba limpio.

Martina sostuvo la cabeza de la joven y la condujo a sus senos, haciendo que esta sorbiera, lamiera y besara esas redondas areolas.

Ahora viéndola así, ese coñito lampiño y rosadito, completamente brillante por sus jugos y esos pequeños y puntiagudos pezones casi sin areola, ponían mi sexo en completa erección.

Cóncetta descendía por el cuerpo de Martina, chupando y sorbiendo de sus pezones mientras Martina guiaba su cabeza por su cuerpo. A pesar de su poca destreza, la joven novicia parecía estar dándole un gran placer a su superiora.

Ahora en un pecho, ahora en el otro, le descendía la cabeza hasta su vientre y la retenía sobre su vulva. La pequeña lengua de Concetta dibujaba pequeños círculos sobre el rosado y abultado clítoris de Martina.

  • Así pequeña, así, suavecito, suavecito. Mete un dedito en mi sexo. – iba ordenando la otra.

La inexperiencia de Concetta hizo que su dedo profanarse el culito de Martina.

  • Por ahí, n…. siiii joder siii no pares sigue así, siii despacito, hummm que bien me lo chupas. Ya estoy, me voy niña, me voy, siiii, toma, toma mi néctar, aliméntate de él siiiii.

Atónito vi como Martina apretaba la cabeza de Concetta sobre su sexo y le regaba con esos caldos que pronto pretendía probar en mi boca.

Viendo que tenía suficiente material y completamente excitado, apagué raudo el aparato y salí corriendo pasillo arriba. Me paré al borde de los escalones que conducían a la calle y admiré el video donde nítidamente se veía a las dos muchachas en plena faena. Era inevitable sentir la tensión en mi polla, la cual calmaba con mi otra mano, visionando aquellas imágenes que acababa de presenciar. Sí, aquello estaba mal, como lo estaba mi comportamiento, pero ante dos almas lujuriosas y perfectas como aquellas, cualquier humano hubiese caido … De pronto una voz me sobresaltó.

  • ¿Padre que hace aún por aquí? – era Concetta.
  • ¡Hija que susto, por Dios! Estoy viendo la prueba del delito y la que te devolverá tu libertad.

Miré a esa joven de cerca y era como un ángel, con sus carrillos encarnados que destacaban sobre su pulcro y sensual hábito blanco.

  • ¿Qué tal lo sentiste? – le pregunté.
  • No lo sé…
  • Vamos, hija, sé sincera conmigo.

La chica me miraba algo asustada a los ojos y excitada observaba mi otra mano sujetando mi tranca que aun destacaba bajo la sotana.

  • ¿Lo ha visto padre?
  • Si, lo he visto todo, pero quiero saber lo que has sentido.
  • ¿Me ha visto desnuda haciendo esas cosas?
  • Si, hija, pero recuerda, soy un sacerdote y no ve asusto con cualquier cosa, por cierto, no debes avergonzarte de tu cuerpo, es precioso.

La chica me miró entre confusa y halagada.

  • ¡Qué vergüenza, por Dios!
  • Ninguna vergüenza… lo vergonzoso es lo de la madre superiora… cuéntame, hija.

Volvió a mirarme a los ojos y luego al bulto bajo mi sotana y tras tragar saliva y humedecerse los labios, continuó:

  • Bien padre bien, al principio sentí miedo, pero luego…
  • ¿Luego qué?
  • Sentí gusto.
  • Es normal, criatura.
  • Pero esto no está bien padre, es un pecado mortal. Mi cuerpo aun tiembla, seguro es un castigo.

Agarré a esa preciosa chiquilla por su cabeza, intentando consolar su confusión.

  • Mira, hija, lo que te ha hecho la madre superiora no está nada bien, porque ha abusado de su autoridad y de tu inocencia, para sacar en su propio beneficio un placer gratuito y deshonesto. No sólo ha pecado, ha cometido grandes faltas, además de su perversidad.

La chica me escuchaba absorta, con sus ojos brillantes y sus labios parecían estar hinchados.

  • ¿Entonces yo no soy una pecadora? – me preguntó esperando mi apoyo.
  • Por supuesto que no. El pecado de la carne está ahí, para ponernos a prueba y es muy duro, no caer en él. Tú te has dejado llevar ¿No has oído hablar del pecado original?
  • Si, claro… la manzana de Adán y Eva.
  • Bueno, no era precisamente una manzana.

Concetta me miraba confundida y yo acariciaba la suavidad de su mejilla con mi pulgar, algo que parecía apaciguar su angustia.

  • Pero ¿por qué sentí placer, padre? No me gustan las mujeres.
  • Mira, hija, tú no has hecho nada malo. Los placeres de la carne no tienen por qué frenar tus instintos y has hecho bien en dejarte ir y cumplir el voto de obediencia.
  • ¿Usted cree?
  • Aún no lo sabes, pero eso que has vivido es la antesala del cielo.

Mi falso argumento parecía convencer a la joven por momentos y al contrario que la vileza de la superiora, yo empleaba términos convincentes, quizá abusaba de mi cargo o de mis conocimientos, pero aliviaba su congojo y yo me sentía complacido. Nunca sería capaz de aprovecharme de una joven como ella.

  • Padre, siempre me habían dicho que el placer de la carne era malo. Que era terrible… – dijo la bella Concetta.
  • ¿Tú has sentido algún mal?
  • No, padre.
  • ¿Entonces?

La miré tiernamente a los ojos, lentamente fui subiendo mi sotana con una mano, mientras, con la otra, acerqué su suave mano a mi polla, viendo que ella la miraba asustada. El calor y la suavidad de esa pequeña mano tensaron aún más mi polla

  • ¿Qué hace padre, que es eso?

Instintivamente la mano de la chica asió mi verga dura y venosa. Una verga tiesa que ella miraba con los ojos desorbitados.

  • ¿Qué sientes? ¿Algún mal? ¿La notas como palpita por ti?

Ella no contestaba se limitaba a apretar con su manita el grosor de mi pene al que casi le costaba abarcar, ya que ese contacto, cada vez le hacía crecer más.

  • Siento que está duro, muy duro y caliente.
  • Eso es por la excitación que me produce tu mano, ya ves que yo no me siento mal, aunque este excitado. Soy un sacerdote, pero también un hombre.
  • Entonces, ¿Está excitado, padre?

Aquellos ojos mirándome y su manita abrazando mi polla eran pura ambrosía.

  • Si, hija, soy un hombre y mi sangre hierve con tu contacto. Me excito, cómo te ha pasado a tí… de hecho, como te está pasando a tí ahora mismo- aclaré.

La chica enrojeció, avergonzada por mis palabras y por comprobar que su excitación era agradable más que maligna.

  • No te sientas mal. Sube y baja tu mano, hija. – le ordené.
  • Pero…
  • Esto es lo que calmará el fuego de nuestros cuerpos y te ayudará a llegar a un placer que te hará volar.
  • ¿Mayor del que he sentido con Sor Martina?
  • Mucho mayor…

Ver morderse ese labio y empezar a masturbarme lentamente me hacía temblar como una hoja y tuve que agarrarme a la barandilla de las escaleras, mientras aquella tierna mano mecía mi verga.

  • ¿te gusta lo que ves, lo que sientes? – le pregunté.

Ella, con su cara roja, se limitaba a asentir avergonzada.

  • Dilo, hija, cuéntame lo que sientes. ¿Te gusta tocarla?
  • Claro padre, tan gorda, tan caliente, tan palpitante, es preciosa.
  • Nunca habías tocado una. ¿No?
  • No nunca. – añadió y le salió una risa floja.

Jugó con su mano sobre a mi polla y la tanteó unos segundos. Cónceta acariciaba mi polla muy suave y su mano casi parecía una boca. Veía el brillo de sus ojos y sus labios temblar.

De pronto la chica soltó mi polla que se quedó balanceante ante su tímida mirada.

  • ¿Qué ocurre, criatura? – pregunté desconcertado.
  • ¿Seguro que esto no es pecado?
  • Cuando las cosas se hacen porque uno lo desea, no es pecado. No te sientas obligada a nada… pero tampoco sientas apuro, disfruta de tu momento, haz lo que realmente desees hacer, comprueba que ese placer que sientes en tu cuerpo no es una casualidad. Haz lo que dicte tu instinto y no porque yo te lo diga o te lo ordene como sor Martina, sino porque tú misma quieras hacerlo.

Siempre he tenido mucha labia y mucho poder de convicción. La chica, tras mirarme, agarró de nuevo mi polla que volvió a afianzar entre sus dedos y enseguida a mecerla lentamente. Me volvía loco tanta candidez y a ella parecía encantarle la suave masturbación.

  • Dime, ¿Qué sientes en tu cuerpo, que se menea en él? – le pregunté.
  • Me estremezco, padre, una corriente sube por mi cuerpo.
  • Claro, hija, es lo natural… y ya ves que puedes llegar al placer sin que nadie te obligue.
  • Pero nosotros no podemos.
  • Nosotros somos un hombre y una mujer. ¿Crees que Dios nos ha dado esto para no disfrutarlo? Si fuera un castigo, no sería tan placentero, ¿no crees?

La chica cada vez más convencida, seguía meciendo su mano e iba tomando velocidad y con entre la ternura de sus dedos y esos empitonados pezones bajo su túnica, me correría en breve si no la paraba, pues ya estaba demasiado caliente.

Agarré su muñeca y le hice retirar la mano.

  • ¿Lo hago mal, padre, le hice daño?
  • Al contrario, hija, lo haces muy bien, pero aquí podrían vernos. – dije susurrando en su oído y como excusa, para no confesarle que estaba a punto de correrme.

Ella me miraba confundida y no quitaba la vista de mi empalmado pene.

  • Creo que estaríamos mejor en mi cuarto. – le dije, sabiendo que lo más complicado estaba hecho.

Sin hacer más preguntas la chica se dejó llevar de mi mano, hasta la pequeña habitación que tan amablemente me ofreció la superiora en la hospedería del convento. Por un momento miré aquella cama y sentí algo de angustia por intentar profanarla con esa chiquilla, pero ¿Qué otra cosa podía hacer cuando la tentación se mete en tu cuarto?

La chica, con sus manos a su espalda, lo miraba todo con curiosidad y fue por su espalda por donde me acerqué a ella, le di la vuelta y con ternura, volví a acariciar su dulce rostro.

  • Entonces ¿quieres tocar el cielo, hija mía?
  • Sí, padre. – dijo convencida, con su rostro encarnado y sus ojos brillantes.

Con toda la lentitud del mundo, icé el ajustado hábito de Concetta sobre su cabeza, dejándola desnuda ante mí. Instintivamente la chica cubrió sus perfectos senos con su antebrazo, pero mirando fijo a sus ojos lentamente lo retiré. Dejando su desnudad a mi entera disposición. La muchacha, realmente era preciosa.

  • Confía en mí… – le dije, mientras le sonreía y besaba tiernamente sus labios.

Aquel cuerpo virginal expuesto desnudo ante mí, era una auténtica delicia, una obra de arte… con aquellos pechos preciosos, cintura plana, un coño rasurado y unos labios inflamados.

  • Ahora haz tu lo mismo hija. Desviste a tu señor, él te llevara directa al cielo.

Cóncetta tiró de mi sotana hacia arriba, hasta dejarme desnudo como ella que miraba mi cuerpo con admiración.

Sin dilación me abracé a su cuerpo desnudo y pude sentir, además de un leve temblor, como su fina piel se adhería a la mía, sus pechos se clavaban contra mi torso y mi verga se apoyaba en su lisa barriguita. Sentir el calor de ese cuerpo tan cerca me volvió loco.

  • Ahora, agáchate y coge mi polla con la boca.
  • Pero… padre, eso no lo hice nunca.
  • Tranquila, solo has de hacer lo mismo que haces con los helados, té gustará.
  • Pero eso es… ¿natural?
  • ¿Por qué crees que nos crearon de esta forma? Es la creación perfecta.

La rotundidad de mis palabras parecía tranquilizarla y la chica obedeció sin rechistar.

Y de rodillas, esa chiquilla rezó la más preciosa oración que sus labios y su lengua podrían dar. La muchacha, aun inexperta, se afanaba en chupar, lamer y sorber, mi polla con una gran cadencia.

Suspiraba cada vez que esa cabecita intentaba tragar una porción mayor de mi endurecido pene y era una gloria sentir cómo esa inexperta lengua intentaba atrapar mi tensión por debajo. Cada vez más resuelta y cada vez más motivada y excitada, tragaba haciendo ese ruido espectacular, cuando mi glande tocaba su garganta.

Tuve que alzarla para que no derramase mi esencia en tan breve tiempo, pues a pesar de su inexperiencia, su lengua y sus labios eran una maravilla y mi polla se sentía feliz entre ellos. La levanté con dulzura mientras le decía

  • Muchacha si sigues así, no podré acercarte al cielo.

Concetta me miró con los ojos, aun vidriosos por el deseo. Esa cara angelical pedía guerra y ella aún no se daba cuenta de ese hecho.

Lentamente la tumbé en la cama acariciando todo su cuerpo. Su cara, sus pechos… su sexo. Lugar en el que me detuve un buen rato acariciándolo hasta notar mis dedos completamente mojados. Ella se dejaba hacer y sus tímidos gemidos sonaban dulces en aquella habitación de don Manuel.

  • ¿Qué sientes, hija?
  • Un gusto muy grande, padre.
  • ¿Ves? Es lo que tu cuerpo te pide. Ahora verás lo que es el placer de verdad, sin que nadie te obligue a nada.

A continuación, coloqué mi cara entre sus piernas, besándolas y recorriendo con mi lengua el interior de sus muslos.

Por fin, llegué a la intersección y empecé a lamer esa encharcada rajita… su sabor era increíblemente delicioso, un manjar para mi lengua, para mi paladar, como lo era escucharla gemir y jadear cada vez con más fuerza, incluso tuve que coger la almohada y ponérsela en la cara para que no se escucharan esos traicioneros lamentos.

Ese virginal coño babeaba y temblaba ante las acometidas de mi lengua, con más intensidad, en cuanto rocé varias veces su clítoris. Viendo que podría venirse en cualquier momento, me detuve.

  • ¡Padre! – dijo retirando la almohada de su cara y mirándome extrañada por haberme detenido.
  • ¿Ahora quieres ver el cielo de verdad?
  • Pero ¿puede haber más placer todavía? – dijo ella notablemente excitada.

En ese momento alcé mi cuerpo para meterme entre sus piernas, acerqué mi polla a ese virgen coñito, que, empapado por sus fluidos y mi propia saliva, resultaba estar más que lubricado y lentamente fui entrando en ella. Mi polla chocó con la barrera del himen. La chica contrajo sus músculos y yo acaricié su botoncito, haciendo que la tensión fuera disminuyendo y convirtiendo cualquier dolor en placer.

Con mi boca, la besé con pasión y ella atendió con su lengua la exploración de la mía dentro de su boca, mientras mi glande martilleaba su virginal entrada.

Su orgasmo, imparable, llegaba y la llenaba por completo. Aproveché e introduje mi polla hasta el fondo flanqueando esa tenue barrera. Concetta, dio un pequeño grito dentro de mi boca, pero fue pasándose a medida que mis lentas embestidas iban llenando su estrecho coño.

Rápidamente empezó a gemir, mientras mi polla entraba en ella con suma lentitud. Concetta gemía cada vez con más ímpetu y se sujetaba con fuerza a mis caderas y mi cuello y yo no dejaba de besarla, para evitar que sus gemidos se escucharan por toda la pensión.

Por un momento me separé de su boca y empecé a embestirla con más fuerza, notaba la tensión de sus músculos atenazándome mientras yo decía.

  • Schhssss… silencio, silencio, hija… – jadeaba yo mismo.
  • ¡Lo veo padre, lo veo! – me dijo abriendo los ojos como platos al igual que su boca.

Cóncetta, temblaba entre mis piernas y sus ojos en blanco me decían que estaba disfrutando, pero inevitablemente su orgasmo la dejaba en otro mundo y sus gemidos eran demasiado escandalosos por lo que tuve que recurrir de nuevo a la almohada. Ahora ya, más apagados se escuchaban de fondo cada vez que mis penetraciones eran más fuertes.

Tras dejar pasar un tiempo prudencial, retiré la almohada, ahora podía disfrutar de la sonrisa de felicidad de Concetta. Esta me indicaba que había visto el cielo. Yo mismo me creía estar en el cielo, después de penetrar ese virginal coñito y tuve que detenerme para no vaciarme en él.

Me tumbé a su lado y la dejé que se recuperase a la vez que acariciaba todo su cuerpo, dibujando sus curvas, sus suaves pechos, sus endurecidos pezones, su inflamado coño… notando en mis dedos sus temblores.

  • ¿Quieres más hija? – le pregunté.
  • Pero aún puede haber más.
  • Si.
  • Pues sí padre, sí, quiero más.

Acerqué ese liviano cuerpo al borde de la cama, la giré de cara al colchón y desde atrás acaricié sin prisa sus pechos y ese terso vientre. Mis manos recorrían con lentitud ese cuerpo que me regalaba su tremenda excitación, sus duros pezones me decían que estaba a punto para más vivencias. Levanté su culo agarrando su vientre y acerqué mi polla al coñito, recogí los jugos que de él manaban y entre en ella con suma lentitud.

La ordené callar y ella misma tapaba su boca contra la almohada. Tras unos minutos de delicado meneo, no pude reprimir mi deseo y azoté ese níveo culito. ¡zas!

  • ¡Ummm! – escuché amortiguado su grito sobre la almohada, comprobando que ese pandero se tornaba rojo

Cóncetta ahora gemía más fuerte y movía su cuerpo buscando mi polla, ella misma quería que yo la atravesara.

  • Así padre, así, no pare, no pare, jodeeer, jodeeer.
  • No hagas ruido, pecadora… – decía yo, azotando de nuevo ese redondo trasero.

Los hipidos apagados y el sonido de mi pelvis chocando por detrás, eran una maravilla. Al notar su culo completamente rojo, mi ímpetu llegó a su máxima expresión. Sujeté sus muñecas con mis manos y redoblé la fuerza en las acometidas, lo que me llevó a vaciarme en ese tierno y estrecho sexo que me apretaba con todas sus ganas, arrebatándome hasta la última gota de mi néctar.

  • ¡Uy, hija, como me atrapas! – repetía yo, sintiendo como las paredes de ese coño apretaban con fuerza mi polla.

Concetta cayo rendida sobre la cama y yo fui con ella manteniendo mi polla dentro de ese apretado sexo, percibiendo las palpitaciones de un nuevo orgasmo de la joven.

A partir de ese momento, repetimos varias veces, pues esa joven parecía insaciable y realmente me dejó seco.

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