Marcela es mi prima. La menor. ¿Cómo describirla? La regalona, la caprichosa, la consentida. La más linda. Claro que en realidad estos son recuerdos, porque hace 20 años que no nos vemos. El derrotero de mi vida se fue alejando de la familia y en las pocas ocasiones que visité la vieja casa familiar, ella no estaba.
Cuando con sus padres hacemos el repaso de la parentela obtengo noticias escuetas de su casamiento, de su separación, de sus viajes y de sus andanzas por el mundo, pero no puedo saber, (ni preguntar), si mantiene aún la impresionante calidez canela en la mirada, o si su pelo todavía sigue sedoso, oscuro y sugerente.
Y, llegado el caso, si sus tetas dejaron de ser aquel perfecto esbozo de quince años y se convirtieron finalmente en soberanas. Demasiada agua corre bajo el puente. Demasiados naufragios contamos en estos años.
Durante el verano me decidí a contentar aquella familia con un recuerdo telefónico. Afectuoso, grato, de gratitud. Ya son gente grande mis tíos y un saludo les da tema para un mes. Les da sobre vida por un tiempo. Mi llamado cae de casualidad justo el día en que Marcela cumple 35 años.
Se sabe cómo son esas comunicaciones. Cuando estás marcando el número sentís una emoción especial, de reencuentro, de alegría. Después que pasa el primer diálogo ya te apuran las ganas de despedirte, pero falta hablar con el tío, o con tu prima, o con el marido, o «un minutito con la Yaya Conce, que siempre te recuerda».
Ese día de fiesta hablo con todos. Con mi prima mayor, con su marido. Con la del medio, con su marido. Paso por todos y en el final, ineludible, la cumpleañera.
Ambos nos sorprendemos por la facilidad de la conversación, recordamos un par de travesuras secretas y nuestra afinidad más allá de mi condición de primo casi una década mayor.
No hemos dialogado en 20 años y me maravilla marcándome como al pasar un par de mis defectos más queridos y algunos de mis gustos más exóticos. Su voz es desconocida y rara, además se pierde entre tantas carcajadas y sonrisas. Extendemos a rabiar la despedida y me queda una sensación de mínima felicidad gracias a alguien que reconoce profundamente mi existencia después de tanto tiempo.
Paso toda la semana en estado de alegría inexplicable, ni el ajuste «made in FMI», ni la precariedad de lo intangible de mis depósitos, ni las consabidas coimas parlamentarias borraron mi sonrisa.
Ni siquiera la amargura del Director General de la empresa hizo mella en mi buen humor. El pico del efecto duró 7 días. Al mes soy el mismo Martín de siempre.
Sigue mi vida su recorrido aburguesado, ahora sin soñar con autos importados en cuotas, ni vacaciones planeadas en exóticos destinos, cosas que vuelven a ser, (como corresponde), para personal ejecutivo con empleo en el primer mundo y no para «colaboradores gauchos con plata prestada». Penosa experiencia cíclica argentina.
La realidad me hace huraño y ciego así que cuando en el subterráneo tropiezo con una sonrisa dedicada, primero me sorprendo, después no puedo creer que sea para mí y por último necesito una explicación de los motivos.
Nadie sonríe en Buenos Aires sin un incentivo monetario.
La sonrisa continúa instalada en la boca, los ojos de la misma cara están mirándome, sin dudas. Extraigo de algún arcón perdido una actitud varonil y positiva, me decido a saludarla riéndome.
«Hola. ¿Te conozco de algún sitio?»
«Sí. Tenés que hacer memoria, pero nos conocemos muy bien»
Bueno, a menos que antes fuera pelada, picada de viruela, deforme, cochambrosa y maloliente no puedo ser tan estúpido para haber olvidado una mina con esos ojos, esas piernas y tan mullido culo apoyado en el asiento, sobretodo si nos conocemos tan bien como dice. Aunque siendo extremadamente sincero, me doy una oportunidad.
«Puede ser, pero estoy seguro que no te conozco. Ayudame»
«¡No! Tenés que recordarlo solo»
El tono de su voz no es imperativo sino risueño y jodón. Alegre. Acorde con la sonrisa que sigue desplegando en su boca y con las chispas que brotan en su mirada.
La invité a cenar.
Destruyó el límite de crédito de mi tarjeta VISA con una cena en Puerto Madero.
El restaurante explota de turistas que mastican la mejor carne del mundo, regada por vinos exclusivos, al mismo precio dólar que un Big Mac en New York. El valor incluye las ensaladas, la elección de un postre y el café do Brasil.
Hace tiempo que no me divierto tanto. Ella parece tener una guía con mis gustos anotados, y muchas de sus ideas y sus chistes resultan calcados de los míos. Cuenta cada cosa mía que recuerda y pregunta si todavía toco jazz, o cuanto hace que no lo hago en público. Me conoce, no hay duda.
Me dice que se llama Clara.
«¡Mi mamá se llamaba Clara!
Lo digo sin pensar. Libre de segundas intenciones. Ella parece tomarlo como un cumplido y termina el vino de su copa. Algunas chispas se hacen más intensas, casi centellas, en sus ojos. Sigo sin recordar de dónde la conozco y ella se ríe. Estoy seguro que nunca tuve nada que ver con alguna «Clara».
Más intrigado pido el postre. Casualmente elige lo mismo que yo. Frutillas, con crema y helado de frutilla.
Veo su boca envolviendo la fruta roja y madura sin morderla, casi absorbiéndola, en un gesto muy sensual.
La apoya sobre el labio inferior y separa el superior como para un beso lascivo mientras roza la piel áspera del fruto carnoso.
En ese gesto lo engulle casi a desgano, se ayuda empujándolo un poco con el dedo y se le hacen pozos en las mejillas aún repletas del sabor. La cuchara viaja hasta la crema y repite el recorrido.
Vuelve por el helado y de nuevo a la boca dónde el cubierto se detiene un segundo demás para girar aplastando su contenido contra la palma de la lengua.
Cuando sale sus labios brillan, los relame con las papilas excitadas, erizadas por la mezcla de sabores y entrecierra los ojos. Ya le conté diez frutillas, faltan otras tantas.
Es un martirio.
Si tan solo pudiera recordar si alguna vez hicimos el amor, no sería tan difícil y me serviría de consuelo, porque tengo la pija de hormigón y se rebalsa de leche.
La conversación se transforma en diálogo de miradas intencionadas, de gestos compulsivos. Cada fruta que ingresa en su boca es una incitación. Un reto. Un desafío.
«¿Me das una?»
«¡Vos tenés las tuyas!»
«Quiero esa. Esa que estás por comer. Mejor dicho, la mitad.»
Acepta compartirla, acomoda el fruto entre sus labios y se acerca esperando los míos. Tengo que inclinarme hacia delante para morder. Mientras corto la mitad con los dientes nuestras bocas se rozan provocando la descarga eléctrica del deseo. Vibra el mundo alrededor.
De regreso a mi silla la situación se pone peor. Por debajo de la mesa su pie se apoya en mi verga, apretándola, acariciándola y sobre la mesa sus manos se estrujan con las mías mutuamente sudadas, calientes.
«¿Cuánto hace que estás al palo?»
«Desde la primera frutilla.»
El taxista nos mira incrédulo. Esas tetas desbordan la imaginación. Blancas y exuberantes, mayores que mi mano, duras, firmes y redondas, salen sin prejuicios de su envoltorio ante la mirada atenta del chofer.
Los pezones tercos y duros apuntando hacia mi boca, como misiles teledirigidos, se dejan besar y chupar. Menos me importa que el tipo mire como la mano de Clara invade mi pantalón y se roba mi pija, liberándola. El se quedará con la «paja consuelo», o su pareja recibirá un buen polvo gracias a nuestra actuación en el auto.
Nos deja en un hotel cercano. La ropa apenas acomodada y la calentura sin bajar.
Cuando estoy al borde de una cogida siempre alguna imagen del pasado aparece. El aborto con Chiquy, las mamadas de Paty, el regreso de Vicky. Ahora surgen fotos antiguas mías jugando «al Doctor» con mis primas.
Ese despertar al roce y al frotamiento erótico, esa desesperación por tocar una teta incipiente, una piel distinta, un pedazo furtivo del sexo opuesto.
Veo a Clara desnudarse para mí. Clavados sus ojos en mi mirada se quita primero la pollera para lucir sus piernas impecables, se inclina y me besa, erguida otra vez se desabrocha lentamente la blusa, botón por botón, la retira primero de un brazo y luego del otro, se abraza apretando sus globos y se contornea excitada. Excitante.
Las medias negras contra la piel tan blanca enmarcan su lascivia. El juego de su ropa interior blanca no combinada con las medias revela que no suponía un polvo durante la jornada.
Igual es hermosa, no como esas bellezas imposibles casi inexistentes, sino cercana. Una mujer habituada a ser deseada, a ser mirada. Una mujer desarrollada en el esplendor total de su poderío íntimo.
Concreta, imponente. Resuelta.
Asentado muy firme sobre esas piernas perfectas, duro y erguido, su culo precioso me invita a tocarlo. Se niega, retrocede, me incita una vez más. Se nota que lo cuida, que lo trabaja y que sabe manejarlo orgullosa del deseo que produce. Se quita la pequeña tanga blanca acariciándose feliz.
Su cintura sigue flexible y lleva mis ojos por sus curvas perfectas hasta la insolente presencia de las tetas. La misma exuberancia que pude apreciar en el taxi ahora se impone por deseo y lujuria.
Sus ojos me deslumbran permanentemente. Muy cálidos, marrones sin ser oscuros, intrigantes, pícaros.
La duda resurge por momentos. Algo me dice que sí. Que la conozco. Los ojos se parecen mucho a los de mi mamá.
Mi pedazo no se detiene a pensar en el asunto.
En un gesto natural con los dedos atrapo sus pezones, pellizcando pretendo torcerlos en el sentido de las agujas del reloj.
Después en el inverso. Los rozo y los aprieto alternativamente con la palma o con el revés de cada mano. Los estiro. Su dureza me excita más. Tienen el grueso de mi dedo y parecen pedirme que los chupe de tan altivos que se pavonean.
Mi lengua se pierde en su boca y se entrelaza con la de ella, apenas respiramos. La necesidad de cogernos es urgente, el deseo nos golpea en la cabeza.
La volteo y la empujo apenas sobre la cama, se deja caer despacio, primero inclinándose y después apoyándose con las manos en el colchón hasta que queda expuesta para mí.
Le recorro la espalda con mis dedos llegando a sus nalgas; sólo entonces consigo apretar y comprobar la dureza y el vigor de ese culo magnífico. Con la lengua recorro su agujero trasero mientras mi mano se encarga del clítoris, los gemidos aumentan y su fluido abunda sobre mi palma.
Deslizo dos dedos en la cavidad y ella empuja para atrás clavándose más profundo mientras sigo lamiendo en círculos su orto. Le meto un dedo más en la concha y después el otro. Afuera queda sólo el pulgar y sin dudarlo también se lo clavo. Todos mis dedos se juntan por las yemas y se curvan en un gesto de pregunta iniciado dentro de la vagina.
Empujo más y ella se desploma sobre la cama. La cara se le contrae y enrojece, la boca pide aire y se queda absorta en el fulgor de un orgasmo imprevisto y potente.
Extiendo en su interior la mano sin abrir los dedos y penetro más, mi contorno se despliega en su interior y así su cuerpo parece una extensión de mi brazo. Sólo puedo ver mi pulsera saliendo y entrando de su concha.
Grita, frenética, y miles de convulsiones la recorren. Se agita y patalea. Acaba y se contrae en una sucesión ininterrumpida de orgasmos violentos, repetidos y profundos. Cuando retiro mi mano de la caverna la tengo empapada.
«¡Esperé esta noche veinte años! Realmente valió la pena. Nunca tuve tantos orgasmos seguidos»
«¡Vos sos Marcela! ¡Mi prima! Esto no esta nada bien»
«¿Ahora me vas a decir que no te gustó? ¿O querés dejarlo y que salgamos?»
«No, nada de eso. Lo que no está bien es que reventaste de orgasmos y yo sigo esperando una «mano amiga» que me saque la leche.»
«¿No te da lo mismo una boca amiga? ¡Mejor dicho, una boca prima!»
Estoy sorprendido y caliente. Clara es Marcela y todas mis imágenes, mis prejuicios y mis problemas se hicieron humo. De repente recordé cada instante lejano en los que yo era su referente y, a veces, su héroe.
Recordé también su eterna manía de quedarse horas escuchándome tocar y su persistente ayuda durante toda la enfermedad de mi vieja. Aquella era una nena, la nuca que sube y baja sobre mi pija es la de una mujer. Muy hermosa y extremadamente voluptuosa.
Y una experta chupando.
Acabo en su boca, inmensamente feliz en mi venida. La calentura, la espera, el deseo, las frutillas, el vino, todo se suma aunque lo que me excita más es este sabor prohibido y morboso de familia.
Marcela es mi prima. La menor. ¿Cómo describirla?
Clara es mi amante.
No tenemos el mismo apellido, solo compartimos algunos genes.
Y la cama.