Capítulo 1

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Sor Angustias de la Palma I

Antes de comenzar a relatar el difícil y sacrificado camino hacia la santidad de Sor Angustias de la Palma, me detendré en referir a mis lectores la magna obra educativa que desde hace quinientos años viene desarrollando la orden de las Carmelitas Lacerantes de Las Llagas de Jesús.

Una labor que ha trazado una senda de santidad para tantas jóvenes desvalidas, que de no ser por los esfuerzos de estas madres habrían caído en los peores vicios mundanos.

Fundada en los albores del S. XV por Sor Robledo Recio de La Cruz, nace con la vocación de purificar las almas de las jóvenes haciendo suyo el ejemplo de tantas santas que a lo largo de los siglos han hecho prueba de fe con su martirio.

Estas santas, cuyas vidas y padecimientos están recogidos en el libro capitular de la orden, el Martirilogio, sirven a las novicias como guía para mediante la afirmación ante el martirio de su fe en el señor, reforzar su espíritu frente a la debilidad de la carne.

Sor Robledo Recio comenzó su apostolado ayudando a la Santa Inquisición a arrancar del cuerpo de muchas jóvenes atraídas por Satanás el estigma de la herejía.

Fueron años de sacrificio entre mazmorras, dedicada día y noche a no dejar un alma en manos del maligno, los que le condujeron a recopilar todos sus conocimientos en el Martirilogio e iniciar una labor preventiva, llegando a las jóvenes antes que el demonio.

Para ello contó con la ayuda del Conde de Ruda, hidalgo piadoso que viendo la rectitud de la obra de Sor Robledo no dudó en desprenderse de hacienda y riquezas para, como un simple sirviente, poner sus brazos al servicio de la orden.

La heroína de la que trata nuestra historia de hoy, nació en una humilde casa en las cercanías del castillo del Conde de Ruda, convertido en convento, llamando pronto la atención de Sor Robledo y el Conde por su candidez, que la hacia especialmente vulnerable a los envites del maligno.

Llegado el momento de desposarla y viendo que de no actuar con presteza se perdería su alma, la orden ofreció a sus padres una generosa cantidad que compensó con creces la pérdida de la dote, entrando de esta manera Sor Angustias en el pupilaje de las hermanas lacerantes de las llagas de Jesús.

Sus primeras semanas permaneció apartada de las novicias iniciadas, dedicada al estudio y a la oración. Sor Robledo y Sor Ana le acompañaban explicándole el significado de cuanto ella veía con terror en el libro de la orden.

Hija mía, fortaleza de espíritu. La primera fortaleza que una santa ha de tener es la de no turbarse con la visión de los instrumentos ni ante la lascivia de los verdugos. Le recriminaba sor Robledo.

Sor Ana depositó el libro en el atril, abierto por la página del suplicio de Santa Eudoviges de Parma. En la lámina ilustrada se podía ver, en dos escenas, la entereza de la santa caída en manos del fiero turco.

La primera mostraba a la santa en la mazmorra sometida a las vejaciones de sus carceleros.

Atada con una argolla a la pared y con las ropas arrancadas, permanecía impasible con el rostro iluminado y mirando al cielo mientras un verdugo le introducía los dedos y otro chupaba ansioso su cuello y pecho.

En la segunda escena, ya con el sultán frente a la muchacha, que mantenía el gesto altivo, las correas golpeaban su torso y nalgas y ella, sabedora del momento de santidad que estaba viviendo, entreabría las piernas para que los golpes mordiesen la carne mancillada por la mano del carcelero.

Sor Angustias miraba con los ojos muy abiertos, deteniéndose en cada viñeta.

Antes de pasar página, sor Robledo ordenó a la novicia que se despojase de sus ropas y se tendiese sobre el banco. Le abrió las piernas y comenzó a amasar los prominentes labios de la muchacha, mientras sor Ana emulaba al otro carcelero recorriendo con su lengua los pezones enhiestos y brillantes.

Cuando los dedos comenzaron a entrar y salir, en empujones cada vez un poco más fuertes, aprovechando para presionar con el pulgar el clítoris cada vez que daban fondo, un gemido se escapó de la boca de Angustias.

Sor Robledo no pudo disimular su contrariedad –En este cuerpo hay pecado-, dijo retirando los dedos.

Ahora las cuerdas sujetaban a la muchacha al banco uniendo sus muñecas con sus tobillos.

Sor Robledo recorría su cuerpo con la mirada, calculando, buscando el tormento más adecuado, consciente de la importancia de encontrar el origen del mal.

Los ojos se fijaron sobre el busto de Sor Angustias.

Por allí empezaría. Tomó dos pequeños cepos de la alacena donde guardaban los instrumentos y sin hablar, con la sola indicación de una mirada ordenó a sor Ana que trabajase los pezones para que alcanzasen su máxima amplitud.

Arrodillada se retiró el pelo y comenzó a recorren con su lengua la aureola del pezón.

Un escalofrío agitó a la muchacha cuando las yemas de los dedos acariciaron su vientre. Sor Robledo apartó a su ayudante al comprobar que los pezones estaban en su máximo esplendor.

Mostró a la novicia el primero de los cepos y se entretuvo en pasarlo por el pezón para que sintiera el frío metal. Angustias apretó los labios, casi mordiéndose, cuando con un chasquido se cerró el primer cepo sobre su pezón congestionado.

Sor Robledo tiró del cepo poco a poco, sin apartar su vista de la cara de la muchacha, hasta que arrancó un grito sordo, hasta que la boca se entreabrió en una mueca de dolor y pudo meterle entre los dientes el segundo cepo.

Húmedo por la saliva el cepo mordió el pezón que permanecía libre.

Sor Robledo ordenó a su ayudante pasar dos cuerdas por una de las disimuladas anillas sujetas al techo y se deleitó anudándolas a los cepos.

Angustias respiraba convulsivamente, contenía la respiración cada vez que se añadía una pequeña pesa de plomo a la bandeja que pendía del otro extremo de las cuerdas, para luego soltar el aire con un lamento.

La Abadesa antes de colocar una nueva pesa susurraba al oído de la desdichada –Satanás habita en tu cuerpo- y cuando la tensión había alcanzado tal grado que los pechos parecían pirámides tersas, aliviaba el tormento sosteniendo la bandeja con la mano.

De esta manera regulaba la intensidad del castigo desde pequeños tirones hasta largos lamentos que conseguía soltando la bandeja bruscamente.

La novicia gritó cuando uno de los cepos se soltó y aún gritó más cuando todo el peso de la bandeja se sostuvo en sólo uno de sus pechos.

Continuará….

Continúa la serie