¿Me folló mi hijo?

Mi hijo, único.

Hoy, pasados 10 años de aquella experiencia, me animo a contarla para tratar de averiguar, a través de este autoanálisis, mi grado de responsabilidad real en los acontecimientos que quiero relatar, ya digo, mas por hacer un ejercicio de autocrítica sincera, que por el morbo de trasladar a alguien esta, no sé si positiva, experiencia que no creo que llegue nunca a confiar a nadie; es decir, la escribo casi exclusivamente para mí misma.

Todo sucedió a raíz de la muerte de mi marido, sucedida hace ahora casi 11 años, cuando tan solo contaba con 40 años y como consecuencia de un infarto masivo, quedándome viuda con tan solo 37 años y con un hijo único de 16.

No es necesario explicar mi profunda depresión por aquella muerte imprevista y tan temprana en un momento de total plenitud de nuestra vida, cargada de proyectos e ilusiones, con una relación excelente con mi marido en todos los terrenos y con una situación económica próspera.

Su muerte truncó de improviso todos nuestros proyectos, aunque la situación económica de nuestra familia quedó garantizada con un elevado seguro de vida de mi marido y una pensión de viudedad complementada con otra pensión que mi marido tenía aparejada a sus emolumentos en su empresa, como el resto de empleados de la misma y que suponía la garantía de por vida de nuestra total estabilidad económica, de modo que, en ese terreno, no había de qué preocuparse.

Pues bien, con este contexto previo, mi vida cambió radicalmente, volcándome, a partir de ese momento, en el cuidado de mi hijo, único soporte afectivo que me había quedado en la vida y sin ninguna actividad profesional o laboral que me facilitase la superación del fuerte trauma sufrido, mi existencia se tornó triste y llena de preocupaciones infundadas sobre cualquier adversidad que pudiese surgirme, pues me veía incapaz de superar cualquier otro contratiempo de importancia. Por otra parte, mi hijo, también traumatizado en ese momento de su vida, continuaba con su actividad de estudiante normal.

Desde aquel acontecimiento y como mutuo consuelo, mi hijo se solía acostar conmigo muchas noches, algo que resulto muy positivo para superar el trauma.

A la edad de mi hijo, yo era consciente de su desarrollo sexual pero, dentro de un contexto de normalidad, yo no daba mayor trascendencia a los cambios que veía desarrollarse en él.

Era frecuente que tuviese poluciones nocturnas o notar en ocasiones, cuando entrábamos en contacto en la cama, su sexo, muchas veces en erección.

Solíamos abrazarnos con frecuencia, siempre dentro de una relación materno filial normal, pero sin poder evitar explotar nuestro aspecto físico que, aunque a veces con algo de turbación por mi parte cuando mi hijo apoyaba sobre mi cuerpo su pene erecto, yo procuraba no hacer mención alguna a un suceso tan normal como quería que él mismo lo viese.

También él, en ocasiones, al abrazarme, reposaba sus manos sobre partes sensibles de mi anatomía y yo, seguía sin dar mayor importancia a estos sucesos normales.

En la Navidad de aquel año y el viernes que a mi hijo le dieron las vacaciones, hacía ya cuatro meses de la muerte de mi marido, hacia las 2 de la madrugada, me despertó mi hijo, que dormía a mi lado, para informarme de que tenía un fuerte dolor en los testículos.

Yo me llevé un pequeño sobresalto por lo intempestivo de la hora y la preocupación que me causaba cualquier pequeña enfermedad que pudiese tener mi hijo, así es que me incorporé de inmediato y, cuando fui a encender la luz de mi mesilla de noche, me pidió mi hijo que no lo hiciese, pues le daba mucha vergüenza que le viese desnudo.

Yo accedí y acerqué mi mano hacia la zona que mi hijo me decía casi tanteando, pues la escasa luz de entraba por la ventana de mi habitación, no me permitía distinguir claramente lo que me indicaba mi hijo.

No tuve mucho que buscar, pues enseguida me tropecé con un erecto pene y unos testículos, algo pequeños, pero muy duros.

No será necesario explicar que una enorme turbación invadió mi corazón que latía fuertemente, no sé si de preocupación o nerviosismo por la situación tan violenta que se me presentaba y que en mi doble función de padre y madre, tendría que solucionar en primera instancia, así que tratando de controlarme y no mostrar a mi hijo ningún tipo de turbación ajena a la preocupación normal por su salud, como si de otra cuestión se tratase, le dije que se tranquilizase, pues debía tratarse de algo completamente normal a su edad y que se le pasaría en un momento.

El me confesó que estaba así hace ya casi 4 horas, pues se había acostado hacia las 10 de la noche y desde ese momento, su estado había ido empeorando, siéndole ya imposible soporta el dolor testicular que sufría.

Yo, mientras le palpaba sus partes y tremendamente excitada por el tiempo que hacía que no tenía ninguna experiencia sexual con hombre alguno y mi hijo ya era un hombre hecho y derecho, le propuse ir a urgencias, aunque me resultaba muy violento llevar a mi hijo a ningún sitio en esas condiciones, pero fue él que me indicó su negativa a ir a ningún sitio por la tremenda vergüenza que sentía de que alguien le viese así, prefiriendo que le diese alguna pastilla o algo para el dolor que le consumía.

Yo comprendía perfectamente que mi hijo no se recuperaría salvo que tuviese una eyaculación, pero como decírselo a él?.

Pensé que ya debería saber que, a su edad, era totalmente normal masturbarse de vez en cuando, pero no sabía como ejercer mi función de padre en aquel momento, así es que le dije que se echase a mi lado un rato y le daría un masaje a ver si se le pasaba el dolor.

El, se acostó junto a mí en mi cama y yo, haciendo de tripas corazón y tratando de darle a la situación una apariencia de total normalidad en mi conducta a la ayuda que una madre debe prestar a un hijo con algún tipo de problema, me dispuse a masturbar a mi hijo en lugar de decirle y explicarle que eso debería hacerlo él de vez en cuando, pues me resultaba muy difícil hablarle de esos temas, que ya debió su padre explicarle hace años.

En esta situación le dije que se estuviese quieto y comencé a tocarle sus partes que efectivamente tenía a punto de estallar y realmente me preocupé un poco, pues nunca había visto a su padre así de excitado; pensé que quizá yo estaba equivocada y posiblemente tenía algún tipo de patología que debiera ver un médico.

No me era posible tocarle mucho los testículos, pues era en esa zona en donde se le concentraba el dolor que se le extendía hasta el bajo vientre.

Me centré en su pene erecto tratando de controlar mi instinto sexual y no perder el control, pues se trataba de mi propio hijo y a pesar de mi propia necesidad derivada de la prolongada abstinencia desde que murió me esposo, no debía permitir el llegar a pensar en que aquello rebasase el único y exclusivo fin de ayudar a mi hijo, aunque fuese en esta situación un tanto violenta para ambos.

Posiblemente era algo frecuente en los chicos de su edad y que sus padres solucionarían explicándoles, de hombre a hombre, cual era la solución mas adecuada. En nuestro caso, no existía esa posibilidad y asumí esa responsabilidad en exclusiva.

Como digo, me dispuse a enseñarle cual era la solución a su problema para que él lo pusiese en práctica en el futuro, y tras frotarle suavemente un pene a punto de reventar, no tardó mucho en producirse, entre quejidos de mi hijo de dolor y placer, un orgasmo tremendo, con una eyaculación extraordinaria que manchó todas las sábanas, mis manos, su pijama, calzoncillos, mi camisón, etc., pues sus chorros intermitentes, con una presión inusitada, yo no podía controlar hacia donde orientarlos, pues no me esperaba una explosión de esas dimensiones que yo no había visto nunca en mi marido.

Realmente debía estar muy necesitado el pobre para llegar a esta situación.

Enseguida recordé el olor del semen de hombre, tanto tiempo olvidado, con la eyaculación de mi hijo.

Me excité sin poderlo evitar, aunque tratando de desvincular mi excitación del objeto de la persona de mi hijo.

Traté de asociar mi erotismo hacía mi marido desaparecido y los buenos ratos de sexo que con él disfruté.

Mi hijo, tremendamente violento por lo sucedido y yo, tratando de tranquilizarle y convencerle de la normalidad de todo, a pesar de mi propia turbación, me apresuré a levantarme y proceder a limpiar todo el desastre que habíamos generado, levantándose igualmente mi hijo para ayudarme.

Encendí la luz de la habitación y mi hijo se cubrió pudorosamente sus partes, con su calzoncillo y pijama mojados por varias partes de su propio semen. Yo también tenía machado mi camisón y tendría que cambiarme.

Mientras yo quitaba las sábanas con la ayuda de mi hijo, le pregunté si se encontraba mejor, confirmándome que el dolor había desaparecido totalmente y que había sido un masaje muy agradable; traté de explicarle que ese «masaje» que yo le había dado, debía él aplicárselo cuando lo creyese conveniente, para evitar llegar a que la excitación sexual normal, a su edad, se convirtiese en dolorosa.

En una palabra, trataba de explicarle que el masturbarse era algo normal a su edad y muy conveniente en ocasiones.

Esperaba que lo hubiese comprendido y no se repitiese la situación anterior, pues me había llegado a violentar mucho el tema, aunque comprendí que yo era la única persona a quien mi hijo podía confiar estas cosas, a falta de su padre.

Una vez acabado el cambio de sábanas, le dije que se marchase a su habitación a cambiarse de pijama y a dormir y yo hice lo mismo con mi camisón, acostándome después sola.

Tras permanecer un rato meditando sobre lo sucedido y aún excitada por la experiencia y sin poderlo evitar, comencé a fantasear con la posibilidad de una experiencia con mi propio hijo estimulándome manualmente mi sexo, algo que no había hecho nunca.

A pesar de mis valoraciones éticas y morales que trataban de reprimir estos pecaminosos pensamientos, no pude evitar regodearme en ellos hasta conseguir un orgasmo mas que satisfactorio, manchando nuevamente mi camisón con un abundante flujo que me bajó y que mostraba igualmente, el estado de necesidad en que me encontraba por mi larga abstinencia a mi aún temprana edad.

Después del orgasmo disfrutado, y arrepentida de mis pensamientos relacionados con mi hijo y que me prometí rechazar en adelante, me dormí plácidamente hasta las diez de la mañana del día siguiente, pues no tenía que despertar a mi hijo para clase, como hacía a diario, ya que era sábado y, además, estaba ya de vacaciones de Navidad desde ésta semana y hasta el día 7 u 8 de Enero; es decir, tenía tres semanas de vacaciones.

Cuando me levanté, sentí a mi hijo duchándose, así es que fui a la cocina a preparar unas tostadas de desayuno, que sabía le gustaban mucho, como a mí, así es que cuando salió de la ducha y al olor de las tostadas, se acercó a la cocina aún desnudo y con la toalla cubriéndole de cintura para abajo.

Bajo la misma, no pude reprimir observar su abultada entrepierna y reprimí la mirada y los pensamientos, prometiendo evitarlos en lo sucesivo.

Mi hijo, mucho más tranquilo, se sentó a desayunar y yo le ofrecí todo aquello que le gustaba: su zumo de naranja natural, su café caliente, sus tostadas… en fin, un buen desayuno para un chico de 16 años que aún está creciendo.

Con ciertos reparos comenzó a hablar a mitad del desayuno, diciéndome que se quedó muy bien anoche y que ya no le había vuelto a doler nada en toda la noche.

Que él sabía lo que tenía que hacer en aquellas ocasiones, pero que anoche lo había intentado y no le había sido posible lograr su objetivo, por lo que recurrió a mí asustado por si le pasaba algo y que, conmigo, le había resultado una experiencia extraordinariamente agradable, consiguiendo eyacular muy pronto, cuando a él le constaba mucho trabajo y no siempre lo conseguía, habiéndole pasado alguna vez mas, que terminaba con un dolor muy grande, aunque nunca como anoche.

Me dio las gracias por ayudarle y yo le dije que no pasaba nada, pero que tratase de aprender él mismo a solucionar el problema en lo sucesivo, pues a su edad, era normal que eso le sucediese con frecuencia.

No pasó de ahí el asunto y yo, más tranquila, me dispuse a mis faenas domésticas sin poder de quitarme el asunto de la mente mientras trabajaba.

Comimos y yo me fui a echar la siesta, pues aunque no me dormía habitualmente, me gustaba descansar, como siempre hacía con mi marido cuando vivía y era nuestra hora favorita para hacer el amor.

Normalmente luego él se dormía y yo me quedaba viendo la TV en la cama hasta que él se despertaba. Ahora simplemente me echaba un rato y veía la televisión.

Mi hijo solía quedarse en su cuarto, jugando con el ordenador cuando, pasado un rato, mi hijo volvió a entrar en mi dormitorio y, nuevamente mostraba, a través de su pijama, un abultamiento exagerado de su pene, pidiéndome ayuda, pues le había vuelto a pasar lo de anoche, habiendo intentado él solucionarlo sin éxito.

Yo, muy violenta por el cariz que estaban tomando los acontecimientos y en un todo ciertamente áspero, le mandé salir de mi habitación diciéndole que lo que había pasado anoche era una excepción extraordinaria y que su madre no podía ser su amiga o amante de juegos eróticos, debiendo él, como todos los muchachos de su edad, solucionar este asunto.

Cabizbajo, salió de mi dormitorio sin decir palabra y yo, muy nerviosa, esperé acontecimientos en la cama.

Me arrepentí del tono que había usado con mi hijo, cuando, a lo peor, se trataba de un problema real en su caso.

De repente recordé que tengo una amiga enfermera en el Servicio de Urología del Hospital, y rápidamente decidí consultarle el caso para ver hasta que punto mi hijo sufría un problema real o no, así es que aprovechando que estaba en su cuarto y no saldría después de la reprimenda en un rato, salí de mi habitación con el deseo de llamarla enseguida.

Me dijeron en el servicio que esa tarde estaba libre y la llamé a su casa.

Allí estaba ella y tras comentarle el asunto con cierto reparo, me dijo que era frecuente en algunos chichos de su edad, el sufrir este tipo de molestias, los cuales eran fruto de su instinto sexual insatisfecho y que no siempre les resulta fácil a todos el masturbarse, lo que requiere un ejercicio de imaginación que no se da en todos los casos, originando casos de fuertes dolores testiculares que remitían sin mayores consecuencias y, sobre todo, cuando comenzaban a salir con chicas y a mantener ciertas relaciones sexuales aunque no fuesen plenas.

Ese fue el resumen de la conversación que me causó un cierto complejo de culpabilidad, pensando en el posible dolor que estuviese padeciendo mi hijo, por lo que no pude evitar interesarme por su estado y me acerqué a su habitación.

Estaba acostado pero despierto y le pregunté como estaba, confirmándome que le dolían bastante los testículos, pero que se acababa de tomar una aspirina y quería dormirse un rato.

Le dije que me disculpase por mi tono de antes y que tratase de comprender lo violento que era para una madre solucionar este tema de un hijo de su edad. Él, sin responder, se dio la vuelta mostrando su enfado y tratando de culparme de sus males.

Yo, comprendiendo que es lo que quería, le pedí que me hiciese sitio en la cama para acostarme junto a él y tratar de quitarle el dolor; él, sin volverse hacia mí, se desplazó un poco en su estrecha cama y me dejó sitio.

Yo, sin preámbulos, le acerqué mi mano a su pene y vi la terrible erección que sufría, sin comprender como le estaba pasando aquello que yo no recordaba en mi marido, pues otras experiencias no había tenido.

Le bajé lo suficiente el pantalón y los calzoncillos como para dejarle al descubierto su pene y comencé a frotarle.

Enseguida y con el rostro vuelto aún, se giró hacia mí situándose boca arriba, con el fin de facilitar mis tocamientos.

Yo no tenía conciencia ni de culpa ni de lo contrario, pues me encontraba presionada y sin ayuda de nadie acerca de lo correcto o incorrecto para estos casos.

Por otra parte, mi hijo estaba siendo excesivamente mimado desde la muerte de su padre y no se conformaba fácilmente con una negativa.

Cuando llevaba un rato de frotaciones y me di cuenta de las consecuencias de otra eyaculación, le dije que se viniese a mi cama, pues la suya era muy pequeña para los dos y de paso le pondría algo para evitar manchar de nuevo la ropa nuestra y de cama.

Me levanté y salí delante hacia mi habitación para buscar alguna toalla pequeña que pudiese limpiar su semen y me acosté esperando a mi hijo, que llegó enseguida, pero desnudo de cintura para abajo y con una verga increíble, impropia de su edad; no recordaba la de su padre de esas dimensiones descomunales.

No pude de nuevo evitar una turbación que a mi hijo parecía afectarle; venía con esa pose descarada y desafiante como sometiéndome, o así lo entendí yo, que no quise mostrar ningún tipo de emoción y evité mirarle directamente.

Esperé que entrase en la cama y, a continuación, se puso boca arriba en disposición de recibir mis «masajes», es decir, claramente, mi masturbación.

Me ofendió un poco su postura arrogante y me prometí mostrarle mi total frialdad e indiferencia, pues me daba la sensación que me estaba tratando de seducir o algo así y me molestó.

Yo traté de mostrar indiferencia y sentido de la ayuda materna a un hijo, sin cruzar la frontera a la que mi hijo parecía querer llevarme.

Tras colocarle la toalla en el vientre, bajo su pene erecto, comencé a frotarle suavemente el pene y los testículos, observando cuidadosamente como su excitación iba en aumento progresivo; yo, de vez en cuando y para prolongarle el rato de placer, extendía mis caricias a todo su cuerpo, vientre, pecho, piernas… etc., y él disfrutaba visiblemente.

Me pidió que colocase mi cabeza sobre su hombro derecho, para una mayor comodidad, de modo que me cogió y facilitó mi acercamiento a su miembro.

Yo notaba como su mano, que recorría mi espalda, me frotaba también a mí, pero lo interpreté como movimientos inconscientes fruto de su excitación.

Por mi parte, la excitación estaba subiendo del límite aconsejable, pues el «asunto que me traía entre manos», no daba para menos, pero traté de controlarme y evitar una situación comprometida.

Al cabo de un rato noté la mano de mi hijo sobre mis riñones desnudos, comprendiendo que me había subido poco a poco el camisón buscando mi piel desnuda.

Dado que mi mano izquierda estaba bloqueada entre nuestros cuerpos y la derecha ejercía de masajista, no pude bajarme el camisón, confiando en que se correría pronto y dejaría de manosearme, pero esta vez el asunto se estaba prolongando mas de lo previsto inicialmente.

Me pidió, eso sí, por favor, que le pasase mi pierna derecha sobre las suyas, a fin de notar mi piel en contacto con la suya y tras advertirle de con quien estaba, accedí a sus deseos.

Subí la pierna lo que puede, hasta rozar sus testículos con mi rodilla y nuevamente sentí mi excitación subir peligrosamente.

Mi sexo, con el movimiento de mi pierna sobre mi hijo, y estando tan solo cubierto por mi braga, estaba en contacto con su parte alta de la pierna, trasmitiéndole un calor inconfundible.

Así seguimos un buen rato hasta que mi hijo, sin aviso previo, se giró ligeramente hacia mí, de tal modo que su pene quedaba peligrosamente cerca de mi sexo, algo del todo intolerable, sobre todo sin pedirme permiso como en las otras maniobras que había llevado a cabo.

Con la mano derecha le empujé su cadera para volverle a su posición de tendido boca arriba y se molestó, indicándome que trataba de aumentar su excitación para no tenerme mucho rato frotándome y posiblemente cansada.

Le hice ver que no estaba bien lo que estaba tratando de hacerme y que, por favor, no me forzase a llegar mas lejos.

Él pareció tranquilizarse un poco y me pidió por favor, si podría tocarme los pechos mientras yo le masturbaba.

Le dije que no rotundo, pero era difícil de aceptar una negativa para él e insistió, diciéndome que sería un momento y solo a través del camisón… en fin, que le consentí tocarme un poco mientras le manoseaba y él a mí, provocándome una excitación total.

Yo comenzaba a debilitarme y me preocupé, así es que me separé de él y le dejé en esa situación dándole la espalda asustada de mi pérdida de control.

El, comprendiendo que me había forzado mas de la cuenta, se volvió hacia mí para abrazarme y consolarme, echándome su mano sobre mi cintura y apretándose contra mi espalda, situándome su pene en mi trasero.

Comenzó suavemente a pedirme que le perdonase, pero que le daba miedo no correrse, como cuando se masturba solo y que solo pretendía aumentar su excitación conmigo, que le parecía que no era nada malo, pues era mi madre y con nadie mejor que con ella para hacer estas cosas que le daba vergüenza y miedo hacerlo que alguna chica y menos aún, con alguna prostituta.

Por otra parte, yo tampoco tenía ya compromiso con nadie, desde la muerte de su padre, por lo que era libre de hacer lo que quisiese y con quien quisiese, sin tener que dar explicaciones a nadie, pensando él que con su propio hijo era con quien menos reparos debía tener.

La verdad es que tenía unos argumentos difíciles de rebatir por mí en aquella situación, casi inmovilizada con su brazo, con su pene en mis partes más sensibles, completamente asustada por el descontrol de los acontecimientos y sin deseos de herir a mi hijo y menos aún de inducirle a una prostituta, de modo que, sollozando de angustia e impotencia, por mi incapacidad para reaccionar, me dejé abrazar por mi hijo quien, aprovechando el momento de debilidad que sufría, comprendió que me tenía a su merced, por lo que, discretamente, trató de sacar ventaja de la situación, así es que continuó con su seducción verbal diciéndome que él comprendía que yo, tan joven y sin un hombre a su lado, debía estar pasando ciertas privaciones como él y que podríamos consolarnos mutuamente y hasta donde yo quisiese; él podría «tocarme» a mí para hacerme disfrutar y yo a él y todo quedaría en la intimidad de nuestra casa, en donde a nadie le importaba lo que hiciésemos.

Ya digo, me dejé llevar por mi propia debilidad, mas que por su argumentos y asentí levemente dándole mi conformidad, pero sin dejar de llorar.

Él, con su pene erecto entre mis piernas, comenzó a meterme la mano por debajo de mi camisón que ya estaba por encima de mi braga y comenzó a tocarme los pechos.

No puedo decir que me molestase, pues era muy delicado acariciándome, pero sí que sentí una gran depresión pensando en el tremendo delito, al menos ético, que estaba consintiendo a mi hijo, aún menor de edad. No obstante, no se lo impedí y él se fue animando más.

El frotaba su pene entre mis piernas estimulando mi vagina bajo la braga, a la vez que manoseaba mi cuerpo sin llevar sus manos hacia mi sexo, quizá por temor a que yo se lo impidiese, que no hubiese sido el caso en mi situación.

Me pidió que abriese ligeramente las piernas, asegurándome que no era para hacerme nada, sino para tener él mismo acceso por delante, a su propio pene y masturbarse mientras rozaba mi sexo a través de la braga. Le dije que no era necesario y que yo lo haría y que, si lo deseaba, podría seguir tocándome los pechos, algo que hizo de inmediato.

Yo le frotaba su pene, que mantenía pegado a mi sexo, dejando mi braga en medio chorreando de mis flujos vaginales y traté de olvidarme por un momento de prejuicios y tratar de disfrutar con mi hijo, pues, como él mismo decía, no parecía que ofendiésemos a nadie, salvo a nuestra moral y ética, que para mí era excesivo.

Le pedí por favor que no me forzase a llegar mas lejos, que no quería hacer eso con mi propio hijo, pero parecía poco probable parar a este toro bravo, a pesar de mi sincero deseo de suspender y, si fuese posible, retroceder lo andado.

En unos segundos con esta maniobra, noté como se derramaba sobre mi braga un tremendo chorro de semen ardiente, recorría mi pierna derecha y caía sobre la cama.

Sus salpicaduras mancharon mi vientre, sábanas, camisón, manos, … etc., en fin, cambio de nuevo de toda la ropa mía y de mi cama. La toalla que le puse se había perdido en el fragor de la batalla.

Apretado contra mi espalda, disfrutaba de su orgasmo apretándome los pechos y yo esperaba, también ardiendo de deseo pero alegrándome de que, por ahora todo hubiese pasado y me prometí no propiciar ninguna otra situación de riesgo similar.

Mi hijo se estaba duchando y yo me cambié completamente y cambié la ropa de mi cama, meditando taciturna sobre cual habría de ser mi actuación a partir de ahora.

Sí, era necesario hablar seriamente con mi hijo y explicarle algunas cosas relacionadas con nuestras respectivas vidas sexuales totalmente independientes.

Debía hacer de padre en esta ocasión y dejar claro lo que yo quería o no quería hacer y con quien. Por su parte si precisaba algún tipo de ayuda médica, aquí estaba su madre para ayudarle.

No aguardé ni un minuto más y cuando salió de la ducha, aún sin quitarse la toalla que le cubría de cintura para abajo, en el salón le expliqué aquello que había decidido y que, tanto conmigo como con cualquier mujer con la que llegase a tener algún tipo de relación, habría de ser del todo respetuoso para entender un NO, independientemente de lo que él creyese que quería la otra persona; es decir, le estaba prohibido ética y legalmente, actuar siguiendo un criterio personal de interpretación sobre lo que la otra persona quería o no.

Sí persistía en forzar una situación como la de hacía unos minutos con su madre, algo que me parecía aberrante y contra natura, tomaría la decisión de marcharme de casa o exigirle que se marchase a él. Por supuesto no denunciaría a mi hijo, pero me separaría definitivamente de él si llegaba a intentar violarme.

Aparentemente su expresión hacía pensar en la posibilidad de que mi hijo rectificase su actuación, pero creo que ni la falta de convencimiento que vio en mí, ni la consistencia de mis argumentos, consiguieron disuadirle de sus intenciones, pero pronto lo sabría.

La tarde pasó, como de costumbre, sin mayores incidencias, viendo la televisión y comiendo palomitas; mi hijo no salió, como de costumbre y después de cenar, me quise marchar pronto a la cama a ver una película interesante y, sobre todo, por evitar tentaciones a mi hijo.

Cerré la puerta de mi dormitorio, en contra de mi costumbre, aunque lógicamente no puse el pestillo de bloqueo, pero era la primera medida de decisión por mi parte y esperaba que mi hijo supiese entenderlo.

No habría de pasar mucho tiempo cuando mi hijo llamó a la puerta de mi habitación, pidiéndome permiso para entrar; yo, asustada y pero sin querer mostrarlo, le di permiso para entrar aparentando normalidad y firmeza.

Solo quería darme un beso de buenas noches y pedirme perdón por lo que había sucedido; tras explorar con la vista sus zonas peligrosas y comprobar que estaban en estado de reposo, le recibí satisfecha de la apariencia de normalidad que todo había recuperado.

No es necesario añadir que con cuatro carantoñas y mimos me convenció, entre otras cosas por mi propio deseo de no indisponerme con mi único hijo y el único pilar de mi vida tras la muerte de mi marido.

Se recostó conmigo un rato a ver la televisión y le abracé tiernamente. Así nos quedamos dormidos hasta la mañana siguiente, domingo, en la que me desperté bruscamente al sentir la presión de mi hijo sobre mi espalda.

Serían las 0800 h de la mañana y se había despertado completamente excitado y con una erección tremenda, como solía ser en su caso ya habitual.

Yo me sobresalté y volví a caer en una gran decepción al comprobar que mis esfuerzos no habían producido fruto alguno.

Aquí estaba de nuevo mi hijo solicitando mi «ayuda». Parecía bastante evidente que había iniciado un camino sin retorno y debería aceptar las consecuencias de mi debilidad. Traté de separarme de él que, angustiado, me pedía perdón, supuse que por lo que pensaba hacerme.

Él me apretaba fuertemente contra sí, acercándome su pene de nuevo a mi trasero.

Con sus manos fuertes me tocaba mis pechos y me subía el camisón que, al instante, lo tenía en el cuello. Le pedí un momento de calma, pero parecía imposible pararle.

Me metió la mano bajo mi braga y comenzó a tocar mi sexo que, al instante, se preparó para una penetración segregando su flujo natural en abundancia.

Con una voz firme y de autoridad le ordené que parase lo que estaba haciendo y se quedó completamente inmóvil y con los ojos muy abiertos, completamente asustado y le dije: «Mira hijo, lo que vas a hacer es violarme, lo sabes??»

Él comenzó a llorar desconsolado y yo me fortalecí, permaneciendo firme por primera vez desde que el viernes comenzó esta terrible historia que tanto cargo de conciencia que crearía durante años.

Yo continué hablándole mientras él escondía su vista de la mía y se mantenía con la cabeza agachada. Le dije: «No voy a consentir que esto que vas a hacer conmigo nos suponga un trauma mayor de lo que ya lo es para mí, de modo que lo aceptaré como hecho inevitable y, en cierto modo, consumado y me dispondré a concederte lo que tanto deseas, pero de un modo lo mas agradable posible para ambos, sin permitir que la fuerza suponga después un motivo de mayor autoreproche para ti; yo trataré de superar la parte de culpa que me toca y tú, la tuya, pero no pienso agravar tu delito obligándote a forzarme. Quédate quieto y espérame unos minutos y tendrás lo que buscas».

Salí de la habitación para ducharme y en unos minutos estaba de regreso.

Sobre la ropa de cama que cubría a mi hijo sobresalía un abultado miembro que esperaba ansioso su presa y con la cabeza vuelta hacia la otra parte de la habitación, supongo que para evitar ver mi cara a mi regreso, me esperaba mi hijo, que había dejado de llorar. Yo, tremendamente excitada pero tranquila, me acerqué a la cama y me puse junto a él.

Traté de llevar el control en todo momento, impidiéndole tomar iniciativas, de tal modo que, tal y como estaba, boca arriba, comencé a quitarle su calzoncillo, única prenda que se había dejado puesta y a tocarle su gran pene erecto; cerró los ojos y se dejó llevar.

Yo le manoseaba todo su cuerpo, especialmente los testículos y el pene. Trató de girarse hacia mí y no le dejé, pero le acerqué su mano hacia mis pechos, que comenzó a tocar a través del suave camisón de seda que me había puesto para la ocasión tras ducharme, y noté como su excitación aumentaba apretándome hasta hacerme daño.

Le pedí un poco de control y acerqué mi cara a su miembro para proceder a masturbarle con mi boca, algo que provocó, en escasos segundos, un nuevo orgasmo para el que yo, en esta ocasión, ya me había preparado, habiendo previsto una toalla con la que pude limpiarme y limpiarle a él.

Mantuve mi posición durante un rato posterior a su eyaculación facilitándole un prolongado y satisfactorio orgasmo, llegando notar sus espasmos en mi lengua y mis manos que sujetaban sus testículos hasta descargarlos totalmente de su ardiente líquido.

Tras retorcerse literalmente en la cama, le dije que se fuese a la ducha, pues ahora iba a comenzar lo que él tanto había deseado, por lo que sería conveniente que se preparase «para afrontar una auténtica sesión de sexo y con la debida profesionalidad para, al menos, ser lo suficientemente hombre como para ser capaz de satisfacer a tu pareja; si no lo logras, será la última vez que te lo consienta.

De salir bien esta primera vez, ya no deberás verme como tu madre, sino como tu amante fiel y contraerás nuevas obligaciones conmigo y yo contigo. ¿Has comprendido lo que te digo? –asintió con la cabeza-. Las consecuencias las afrontaríamos después, pero ya no era posible mantener una guerra contra mi hijo que, finalmente, sé que tengo perdida.

Mi decisión era sobre lo que haría después y eso ya lo he decidido: será la resignación y soportar toda mi vida el cargo de conciencia de haber sabido educarte convenientemente. Espero que Dios algún día me perdone».

Salió cabizbajo y yo me dispuse a situarme sobre la cama, sin cubrirme y con el camisón verde de seda, casi transparente y con una braga de encaje negra y ligueros que a su padre le volvían loco.

A su regreso, cabizbajo y apesadumbrado, sin levantar la cabeza para mirarme siquiera, me dijo que posiblemente podría controlarse en el futuro y que si yo no quería, él no me forzaría. Yo le recriminé su actitud infantil y le prohibí ese comportamiento en el futuro.

El había querido saltar la frontera que separa al niño del hombre y yo ahora no daría marcha atrás esperando otro altibajo suyo cuando su instinto sexual se despertase de nuevo.

El me miró y noté como se esforzaba por mantener el tipo, lo que no le fue difícil al verme a mí en la posición que me había situado. Su calzoncillo delató enseguida que su conciencia estaba siendo doblegada por su pasión y sin mas titubeos se acercó a la cama, en donde yo, cariñosamente, le tendí los brazos.

Quiso subir sobre mí, pero yo no le dejé, sino que le tumbé boca arriba y le quité los calzoncillos.

Él era evidente como estaba, pero yo no estaba mejor que él, pues mi pasión me aceleraba el pulso y me parecía que el corazón me iba a estallar; no obstante mantuve el control y, una vez decidida a afrontar lo que viniese, estaba igualmente decidida a disfrutarlo al cien por cien. Traté de no ver, en el hombre que me iba a poseer a mi hijo y me entregué a una pasión desenfrenada y tanto tiempo contenida.

Me subí sobre él y coloqué su pene entre mis piernas, mientras me quitaba el camisón. Sin darme tiempo a reaccionar, me había cogido los pechos y los apretaba a su gusto.

Yo me centré en su pene pretendiendo que nuevamente tuviese otra eyaculación, pues me temía que en cuanto me penetrase, alcanzase el orgasmo y yo me quedase sin estrenarme, por lo que traté de estimularme a mí misma pero sin permitir que me penetrase aún.

Cuando se fue animando, trató de soltarme los ligueros y bajarme la braga, pero su inexperiencia y excitación no le permitían actuar con precisión, por lo que yo misma me solté los ligueros y me quité la braga.

Mi hijo quedó estupefacto al verme desnuda por completo ante él y tan solo con las medias negras de encaje puestas.

Me pidió cortésmente que me acercase a él y yo le pedí que antes se echase un momento.

Cuando se hubo situado, me puse sobre él en sentido contrario, de tal modo que tuve su pene al alcance de mi boca y mi vagina la situé justo en la suya que, sin pensárselo, comenzó a chupar con placer.

Yo trataba de controlar mi orgasmo y acelerar el suyo, lo que no me fue muy difícil, pues al minuto escaso de esta posición, nuevamente llenó mi boca un chorro tremendo de semen caliente y mi hijo dio un pequeño grito de placer y unas convulsiones características de un gratificante orgasmo.

Me retiré de la posición en que me encontraba y me limpié cuidadosamente, limpiándole a él también.

Le pedí que me acompañase al baño y nos duchamos ambos, él primero y yo después. Le pedí que se perfumase y me esperase de nuevo en la cama.

Ante su sorpresa, le expliqué que ahora es cuando debía dar la talla y que esperaba que se portase como un hombre.

Él, algo preocupado por sus fuerzas maltrechas, salió del baño y yo me arreglé convenientemente, dirigiéndome tras él de inmediato al dormitorio de nuevo. En esta ocasión estaba decidida a que fuese la definitiva, por lo que me dispuse a disfrutar a placer y sin pararme, por ahora, en consecuencias.

En cuanto llegué a la habitación me acosté junto a mi hijo y, al tacto, comprobé que su «animo» ya no estaba tan alto como antes, algo que ya me esperaba, pero estaba segura de poder remediar esta situación prevista, así es que tras pedirle que me diese un masaje por todo el cuerpo, yo le devolvería el masaje directamente sobre sus zonas mas sensibles; en esta faena conseguía el doble propósito de yo ir alcanzando el punto óptimo y él ponerse a tono para la siguiente función.

Yo, desde luego, aún estaba a estrenar y mi estimulación no había conseguido bajar desde por la mañana, sintiendo permanentemente mi vagina chorreando de deseo, por lo que, en cuando la dureza de su pene alcanzase la máxima tensión, en ésta ocasión consumaría la penetración.

Tras un largo rato de caricias recíprocas, esperando que mi hijo alcanzase su mejor momento, en el que mi lengua había recorrido todo su cuerpo, de repente él me sujeto por la cintura y tras tumbarme en la cama boca arriba, maniobra que le dejé hacer a su gusto, se subió como un potro desbocado sobre mí y me abrió bien las piernas; yo creí que se me saldría el corazón del pecho y el miedo por lo que iba a hacer hizo acto de presencia de nuevo en mi conciencia, pero pronto me ayudaron los acontecimientos a superarlo de un solo golpe. Puso su pene en la puerta de mi vagina y tras frotar de arriba abajo dos o tres veces, empezó a penetrarme lentamente, como con miedo, lo cual me sorprendió dados los ímpetus que había demostrado hasta ese momento.

Yo no pude reprimir un largo quejido de placer mientras mi hijo introducía en mi interior todo su largo pene y no recordaba una sensación similar cuando practicaba el sexo con mi marido; quizá el período de abstinencia y deseo reprimido había hecho mella en mí y ahora todas mis ansias estaban siendo satisfechos de golpe.

Mi hijo, al unísono conmigo, emitió un largo suspiro de placer que luego se trasformó en un rítmico jadeo, sincronizado con el mío y que acompasaban sus vaivenes que, como un buen profesional, introducía su pene en mi interior hasta la raíz, para luego sacarlo casi en su totalidad, dándome un erótico restregón en mi clítoris vibrante.

Así me tuvo posiblemente 15 minutos de éxtasis total y yo no pensaba en nada mas que en gozar como no recordaba haberlo hecho antes nunca.

Mi hijo, quizá condicionado por mis amenazas previas, estaba cumpliendo como todo un hombre, aguantando lo que tampoco recuerdo que hubiese aguantado nunca antes mi marido, aunque, a decir verdad, tampoco nunca le sometí, previo a un coito, a un vaciado total como a mi hijo.

Como era de esperar y tras esta larga sesión de sexo intenso, noté que mi hijo no aguantaría ni un minuto más, por lo que traté de sincronizar mi orgasmo con el suyo, lo cual no fue fácil, pues al contrario de lo que esperaba, casi termino yo antes que él, pues el autocontrol que yo tenía, era muy diferente al de mi hijo que, como digo, a pesar de todo, se portó como un auténtico profesional.

Lo cierto es que nuestro orgasmo simultáneo fue extraordinario; yo sentía mi vagina contraerse y expandirse al compás de mis espasmos y mi hijo eyaculaba dentro de mis entrañas con unas violentas contracciones que me hacían enloquecer.

Se dejó caer sobre mí exhausto, cuando sus brazos no podían sujetar su peso y en esa posición y con mi vagina llena de su pene y su semen, permanecimos otros 10 o 15 fantásticos minutos en los que yo no dejé de sentir un largo y ansiado orgasmo total.

¡Solo Dios sabe lo que yo necesitaba aquello! Mucho más que mi hijo, que tenía a su alcance cualquier chica de su edad, pues hay que reconocer que con sus 16 años, era un muchacho guapísimo, con 75 kilos de peso y 1,79 de altura.

Incorporándose lentamente me preguntó si lo había hecho bien y yo, en un arranque de pasión y lujuria, le besé en los labios con mi mejor sonrisa y plena de satisfacción, mostrándole una conformidad absoluta.

Él comprendió el mensaje y sonrió tímidamente, dándome las gracias más efusivas que le he visto en mi vida, pues, en el fondo, se trata de un chico muy tímido, causa que, con el tiempo, he supuesto le llevó a forzar la situación conmigo, ya que con otras mujeres, jamás se habría atrevido.

Aquella tarde mi hijo, aún extenuado por el esfuerzo, no me propuso repetir, pero yo no había quedado del todo satisfecha y propicié un segundo encuentro para goce personal, pues ahora ya mi pasión se había desatado y no era capaz de pensar en otra cosa, así es que me fui a mi habitación y tras ponerme el conjunto mas sexy que encontré en mi casa, sentada en mi cama, llamé a mi hijo, que estaba en el salón, acostado en el sofá y viendo la televisión.

El conjunto era negro, como a mí me gustaba siempre mi ropa interior, de encaje y de reducidas dimensiones.

Camisón muy corto y transparente; sujetador que ya se me había quedado pequeño, lo cual hacía más grandes y duros mi pecho.

La braga minúscula y totalmente transparente, dejando traslucir el vello de mi pubis tan rubio y suave como el de mi melena y los obligados ligueros que tanto efecto causan en los hombres.

Mi hijo llegó de inmediato a la habitación, pues daba la sensación que se volcaba por complacerme y me preguntó que es lo que quería, aunque su mirada inquisitiva a todo mi cuerpo le dieron la respuesta.

Se acercó a mí y yo le pregunté que cómo tenía su pito, pues después de tanto trajín, podría estar maltrecho, pero me confirmó que aunque algo agotado, en perfecto estado.

Yo lo quise comprobar y le bajé el pantalón del pijama y el calzoncillo, quedando su pene a la altura de mi boca y totalmente fláccido.

Le cogí por su trasero acercándole a mí y lo introduje en mi boca. Mi hijo no hizo oposición alguna y yo comencé a chupar, lamer, succionar… etc. y con el exclusivo propósito de provocarle otra erección y poder gozar de nuevo del sexo hasta saciarme, si eso era posible.

Al cabo de unos minutos, mi hijo ya trataba de alcanzar mis pechos con sus manos, y su pene estaba nuevamente listo para la faena, por lo que paré un minuto y le pedí que me desnudase lentamente, a fin de que aprendiese a desnudar a una mujer y dado que antes había tenido ciertas dificultades con el liguero y después fuese tocando cada parte de mi cuerpo que descubriese.

Él lo hizo quitándome primero el camisón y pasó su mano por mi tronco desnudo, palpando mis pechos y mi entrepierna.

Yo notaba su pene ya a punto de reventar de nuevo y no pude por menos que celebrar su potencia pensando en los buenos ratos que me esperaban.

Pronto pasó al sujetador que saltó, debido a la presión que tenía, dejando en libertad mis dos pechos nada despreciables.

El se acercó y los besó y lamió durante un ratito, empujándome para que me recostase sobre la cama.

El de rodillas ahora entre mis piernas, que colgaban aún de la cama, me besó mi vientre y se centró en el liguero.

En ésta ocasión no tuvo dificultad en soltar las medias y quitarme el liguero, dejando mi braga como única prenda que cubría, escasamente, mi vello púbico.

El comenzó a bajármelas poco a poco y a medida que descubría mi vello, pasaba su lengua por la zona descubierta. La verdad es ahora era yo la que se retorcía de gusto y estaba ansiosa por que mi hijo acelerase un poco el proceso, pero él era disciplinado y cumplía con mis instrucciones.

Levanté mis caderas para que pudiese retirar totalmente la braga y en la misma posición anterior, es decir, yo recostada en la cama y con mis piernas colgando fuera y mi hijo de rodillas en el suelo y reclinado sobre mi sexo y tendiendo sus manos hacia mis pechos, que le enloquecían, me chupaba directamente la vagina que comenzó a fluir como una fuente de líquido hirviente.

Yo no deseaba mas que me penetrase lo antes posible, pero aguanté para que comprobase que yo también controlaba la situación; no obstante, cuando ya llevaba varios minutos pasando la punta de su lengua por mi clítoris erecto visiblemente y a punto de provocarme un orgasmo, le dije:

«Por favor, hijo, penétrame ya y, por favor, no me tortures más.» No pude evitar mostrarme tan débil, pero realmente no podía aguantar más.

Mi hijo se incorporó y mostrando su preciosa herramienta brillando de dureza, me impidió cambiar de posición y así mismo, como estaba y chorreándome por los muslos un intenso flujo vaginal, acercó su pene a mi agujerito y abriendo mis labios mayores con sus manos me introdujo, de un solo empujón, todo su pene en mi vagina ardiente.

¡Dios mío, que increíble sensación!

Realmente todo parecía nuevo para mí, pues no recordaba experiencias similares con mi marido. Le pedí que me hiciese el amor con fuerza y rapidez, pues ahora me apetecía que fuese así, y él no lo dudó, comenzó a meter y sacar con fuerza su pene y en escasos minutos me corrí sin poderlo evitar ni controlar entre gritos y suspiros de placer, pero mi hijo no había terminado, así es que continuó con sus embestidas mientras yo gozaba de un orgasmo permanente en el que me mantenía con su vitalidad.

Mi hijo metía y sacaba su pene con fuerza y también gozaba como si fuese la primera vez, pero debía estar algo incómodo de rodillas y me pidió que cambiásemos de postura.

Yo, sintiendo el parar en ese momento en el que disfrutaba de este anormal orgasmo interminable, me apresuré a seguir sus instrucciones, pues no estaba para tomar decisiones y me dijo que él se tumbaría boca a arriba y yo debía subirme sobre él.

Lo hice en el acto y recuerdo que me dijo que le excitaba muchísimo hacerme el amor con las medias puestas. Yo sin mas entretenimientos cogí el pene de mi hijo y me lo introduje con ansia en mi vagina.

Comencé a saltar sobre él y recuperé el intenso placer que sentía antes, recordando lo que había oído en alguna ocasión acerca de las mujeres que tenían varios orgasmos juntos.

No podía entender lo que me sucedía ni estaba en condiciones de estudiar el fenómeno en este momento, así es que me dispuse a gozar a tope del hecho y estuve en este estado de éxtasis y semi – inconsciencia durante largos minutos, no sé muy buen cuantos, pues perdí toda noción del tiempo y de la realidad. Solo veía la cara de mi hijo que, con los ojos en blanco, no dejaba de suspirar y jadear, diciendo tan solo «así, mamá, así… más, más».

Solo sé que mi hijo debió correrse de nuevo, pues sentí sus latidos en mi interior y el derramarse fuera de mi vagina una gran cantidad de semen y flujo, que mostraba nuestros vellos entrelazados, completamente mojados y chorreando hasta la cama por los costados de mi hijo y por entre sus piernas.

Como digo, así seguimos mucho tiempo, posiblemente media hora, hasta que el pene de mi hijo se salió de mi vagina por su estado de flaccidez y lo vi caído hacia el lado izquierdo de su cuerpo, cuando yo aún daba saltos sobre él.

En ese momento paré un minuto para poder recobrar el conocimiento y el sentido de la realidad y vi a mi hijo completamente exhausto, con sus brazos en cruz y respirando agitadamente, lo que me asustó un poco, pero cuando paré, mi hijo abrió sus ojos y, sonriendo, me dijo que lo sentía pero que ya no había podido aguantar mas.

Me pidió un poco tiempo para recuperarse y volvería a hacérmelo otra vez.

Yo comprendí que me había excedido y se acosté junto a él, tan agotada o más que mi hijo y así estuvimos descansando un rato. En esta ocasión ni me molesté en limpiar la cama…. Nos quedamos dormidos hasta la noche, completamente desnudos sobre mi cama.

El día siguiente fue parecido al domingo anterior, pues salvo ducharnos varias veces y comer en otras dos o tres ocasiones, nos pasamos el día haciendo el amor desenfrenadamente en todas las habitaciones de la casa y en todas las posiciones que pude imaginar, hasta el extremo de que ambos llegamos a la noche exhaustos y con nuestros sexos escocidos.

Era el escozor más placentero de mi vida, pues jamás, insisto, jamás, había llegado a disfrutar tanto y tantas veces del sexo como aquel día, pues mi marido era bastante conservador y, en cambio mi hijo, era muy ocurrente en esta tarea.

Por otra parte, su enorme vitalidad propia de su edad, propiciaba una actividad extraordinaria y no me fue posible anticiparme, ni una sola vez, a los deseos de mi hijo, quien siempre tomaba la iniciativa ensartándome su verga incansable en cualquier lugar de la casa en donde me sorprendiese.

Los días siguientes fueron parecidos; una inagotable actividad sexual que solo cesaba para las necesidades biológicas más básicas, o para bajar a comprar alimentos.

En general, las vacaciones de Navidad de mi hijo, de aquel año, se transformaron en una auténtica orgía entre los dos y disfrutamos de muchas Nochebuenas.

Después de aquello, ya mi hijo dormía habitualmente en mi cama, haciéndome el amor a diario, todas las noches y muchos días cuando sus clases le daban ocasión y, dado que apenas salía con los amigos, nuestra vida en común, hasta que se echó novia a los 23 años, fue la comunidad sexual más perfecta que me pude imaginar nunca.

Desde entonces y con su consentimiento, nuestros contactos sexuales se fueron distanciando hasta desaparecer totalmente cuando se casó, hecho éste que supuso para mí el disgusto más grande de mi vida, tras el fallecimiento de mi marido.

Hoy, 3 años después de aquella boda, mi hijo sigue viniendo a verme con su familia y yo sufro en silencio y, en ocasiones, me consuelo en solitario con aquellos recuerdos de nuestra vida en común.

A pesar de ello siempre he tenido mi conciencia sucia con esta historia y no he sido capaz ni de confesarlo a ningún sacerdote, a pesar de que siempre he sido religiosa y he seguido yendo a misa todos los domingos, pidiéndole a Dios que me perdone y perdone a mi hijo, pues aunque él fuese el que inició esta desgraciada historia, no tengo ningún reparo en admitir todo el resto de la responsabilidad de lo que ocurrió, por lo que rezo todos los días de mi vida purgando mi pena y esperando que, al menos Dios, comprenda mis debilidades.