Mi gato

Vivo sola, bueno, me acompaña mi gato, motivo de este relato. Soy estudiante de la licenciatura de Arquitectura, llevo el segundo año.

Tengo 20 años de edad, morena, dicen que bonita, aunque yo no me lo creo mucho; mi cuerpo es, quién puede dudarlo, el típico de una joven apenas saliendo de las adolescencia, y, por eso, yo digo, ellos dicen, ellas dicen, escultural, dentro de los cánones de la belleza pregonada por ésta cultura. Me encantan mis ojos de un color castaño casi transparente, algo raro, pero hermosos.

No tengo novio, tampoco novia, ja, ja, ja, en realidad no he querido tener ningún tipo de relaciones porque, pienso, me distraería del estudio; mis padres hacen un gran esfuerzo para mantenerme aquí, en la capital como para que yo los defraude, y, además traicione su confianza; digo, me dejaron venir sola, sin parientes radicas aquí, ¿ven la confianza?

El gato fue un regalo. Me lo obsequió una tía a la que yo adoro; me lo entregó hará un año, pequeño, creo de unos meses de nacido, por esto prácticamente yo lo he criado.

Es un espectacular gato siamés, lindo el condenado, de color café oscuro en la mayor parte de su cuerpo con algunos lugares un poco más claros, beige, en fin, es el típico siamés.

Bien educado, nunca hace estropicios, y sus excretas las deposita discreto y acucioso en su arena, misma que coloqué en un rincón de la pequeña azotehuela de mi departamento. Y…

Les decía que nunca hacía estropicios, y es verdad. Y el suceso se inicia precisamente con algo que me sorprendió pero que, en el primero momento no le achaqué ninguna responsabilidad a mi mimado Abelardo, sí, el nombre del monje, pareja de Eloisa.

Una tarde al regresar de la escuela, encontré la ropa sucia tirada en el piso; me extrañó, porque siempre la colocó dentro de un bote de plástico que compré precisamente para poner la ropa sucia y de ahí sacarla para llevarla a la lavandería.

Fui juntando la ropa; bueno, debo decir que solo encontré varias pantaletas, dos fondos y dos sostenes tirado en el piso, el resto de la ropa dentro del bote. Las recogí intrigada, la sorpresa tal vez impidió que notara algo que pudo haberme sorprendido aún más y que descubrí un poco después. Y esto de llegar y recoger ropa se transformó en costumbre, entonces sí, pensé en Abelardo, no había nadie más a quién culpar de sacar la ropa, mi ropa íntima es mejor decir, del bote respectivo.

Pero no hice ni dije nada, me hizo gracia la inteligencia de mi gatito porque solo sacaba, insisto, mi ropa más íntima. Y esto…

El día de las sorpresas y los asombros me levanté como siempre, pero al ir a bañarme me enteré que no había agua en la regadera; pregunté, y me dijeron que la bomba se descompuso: hasta esa noche estaría arreglada. Me resigné, no pude siquiera darme un baño a la francesa porque no tenía ninguna reserva de agua; con coraje y aprensión, y sin bañarme, me vestí y me fui a la escuela.

Para colmo, esa mañana la pasamos haciendo prácticas en una construcción a pleno rayo del sol, por tanto sudé igual a beduina en el desierto. Y, para colmo, tal vez fue un factor propiciatorio de lo que pasó, al regreso de la práctica me metí al baño de la escuela para orinar y refrescare la cara; estaba en eso cuando entró la Mulata, una compañera, morena despampanante de ojos verdes, venía bufando, se acercó a mí, y dijo: ¡Ay, manita, vengo hasta la madre de caliente!, me asombré por la expresión, pero luego casi me caigo por ese asombro exacerbado, porque, dijo, Ay, manita, mi compañera más querida, el puto del Soberanes me dio un faje de poca madre, allá en la obra, y, ¿qué crees?, yo le pedía que me metiera los dedos, pero el muy hijo de puta, como ya había eyaculado gracias a mi manita, se rió y el puto me mando a la chingada, ¿tú crees?, y… carajo, amiguita, mi alma, ¿me dejarías darte un besito, así de a cuatitas, sin segundas intenciones; para mi es de vida o muerte, órale, dime que sí; pero la muy cabrona no esperó a mi respuesta, me abrazó, luego una de sus manos fijó mi rostro, y ¡me besó a lengua parada!, la lengua logró penetrar mi boca porque yo la tenía abierta por la tremenda sorpresa de lo pasado en escasos segundos; debo ser franca, el beso no me molestó, y sí, aún sin aceptarlo plenamente, me produjo al menos un tanto de excitación.

La Mulata cumplió; solo ese beso depositó en mis labios, y siguió hablando: Si no me meto los dedos, me muero, te lo juro; y se fue a recargar contra la puerta de ingreso, a renglón seguido se subió la falda, se quitó las pantaletas, se las puso en la cabeza de tal forma que el delantero quedó sobre su nariz; luego, con una mano se sacó una preciosa chichita y con la otra se empezó a masturbar metiéndose los dedos en la pucha haciéndolos ir y venir por la extensión completa de la peluda concha, supongo la tenía inundada; así siguió jadeando, moviendo las nalgas y los dedos, apretando la chichita con la otra mano, hasta estallar en gritos, aullidos, acompañando el grandioso orgasmo que seguramente sus dedos le produjeron, carajo, tuve que contener mis dedos para no imitarla, y vi esa gran masturbada con los ojos pelones y la boca bien abierta; aunque pretendí ignorarlo, mi pucha se anegó considerablemente; la Mulata de plano se sentó con la mano derecha aprisionada entre sus muslos, y la chichita al aire, abandonada por la otra mano que estaba dedicada a enjugar el rostro sudoroso de la masturbadora; poco después, se incorporó, y echó a reír bien loca, Carajo, manita, qué hermosa masturbada me di, gracias a ti, me hacía una falta endemoniada…, ¿no estás enojada, verdad?, tuve que hacer esfuerzos para contener mi respiración agitada, y dije, No, para nada…, pero, carajo, no te mides, sobre todo… eso del beso fue una chingadera de tu parte, ¿no crees?, le dije realmente indignada, y ella: Perdóname manita, te juro que no lo vuelvo a hacer, pero… carajo ese puto me dejó como loca…, de veras, quiero tu perdón; entiendo que sí, que sí hice una chingadera, pero…, pos la carne es débil, ¿no crees?, y no sabes cuánto agradezco este tan padre gesto tuyo, gracias manita, me lo dijo con semblante realmente preocupado, y, por otra parte entendí: mi enojo era más por los prejuicios que por cualquier otra cosa, por eso dije: Está bien cabrona, pero no se te ocurra repetir, porque entonces…, gracias, gracias, te lo juro, así me esté muriendo de ganas, no volveré a hacer lo mismo, te lo aseguro… ah, y… carajo, mira nada más lo que hace la locura de la calentura no curada en el momento preciso, ¿podrías guardarme el secretillo de… lo que hice esta mañana de locura?, me reí, y lo hice porque ella tenía, ahora, una cara realmente preocupada, y sus preciosos ojos verdes eran en verdad suplicantes, Claro, Mulata, no faltaba más, no soy chismosa… allá tú y tus hondas, ay muere, con la condición… ya sabes, ¿sale?, Sale, dijo, y continuó, de no ser por… mi promesa, en este momento te daría otra beso… de agradecimiento manita de agradecimiento, nada más, y reía ahora sí como loca, y se fue. Yo me quedé unos minutos más allí, apendejada por lo acontecido y… sintiendo el ascenso de mis propios deseos masturbatorios porque mi pucha anegada ya enviaba jugos hasta mis muslos, sin embargo me contuve, mis pantaletas estaban supermojadas.

Era tanta mi desazón y mi cansancio por la mugre sobre mi cuerpo, y por la excitación aún no totalmente ida que, tan solo pasar el umbral de la puerta de mi departamento, me empecé a desnudar tirando la ropa al piso conforme iba caminado; cuando llegué a la cama, estaba totalmente encuerada, y me dejé caer sobre ella boca arriba. Respiraba tranquila, recordando el incidente con la Mulata, y sintiendo aún contra mi voluntad, el beso recibido ¡de una mujer!, cosa que atizaba mi fiebre erótica. Por eso mis manos me hormigueaban, aunque aún no decidía ir a la franca y rica masturbación, y sí, mis muslos se frotaban sintiendo riquísimo estar desnuda sobre la cama. En esa incertidumbre, masturbarme no masturbarme, estaba cuando escuché el maullido de mi gato, sonreí y levanté la cabeza para ver dónde estaba y, carajo, una sorpresa más, ¡mi gato estaba lamiendo mis pantaletas!, carajo, con las manos, las patas delanteras pues, le dio vuelta a la pantaleta para hacer que el delantero, seguramente mojado de mis jugos derramados a torrentes en la secuencia erótica del baño escolar, quedara más accesible a su lengua pequeña y larga, bueno, fue algo indescriptible lo que sentí, por supuesto, mi pensamiento estaba ausente, solo los sentimientos y los sentidos estaban en la observación de esa acción gatuna, lamía y ronroneaba, lamía con fruición, dando lentos y constantes lengüetazos a la prenda más íntima de las mujeres; si mi fiebre erótica estaba en vías de ceder, ahora se incrementó con esa inusitada visión; sin embargo mis deseos masturbatorios no incidían en las órdenes de acción, me concretaba a ver, ¡y disfrutar!, la visión de mi gato lamiendo mis pantaletas. Tal vez esa ausencia de pensamientos no fuera tan real, y en verdad estaba eludiendo lo que, pasado un tiempo, creo haber admitido: ¡deseaba sentir la lengua del gato precisamente en mi pucha anegada!, era tremendo ese deseo, y lo negaba a nivel consciente. Negación que fue eliminada cuando…

De pronto, el gato dejó de lamer; me extrañé, aunque luego me dije que tal vez era debido a la terminación de la parte más suculenta de mis jugos dejados en los calzones. La lengua del gato lamía las inmediaciones del hocico, y maullaba como si estuviera en celo, caliente pues, y levantó la vista. Carajo, nuestras miradas se cruzaron y… de veras, no estoy inventando nada, como si el gato respondiera a una invitación no pronunciada con la boca sino con la mirada, dio dos, tres pasos, y luego saltó; al verlo venir, me dejé caer sobre la cama para quedar como fue mi posición inicial, esto es, boca arriba. El gato de mis compañías cayó sobre mi vientre, ronroneaba con la cola en alto, y empezó a dar pasos lentos, muy lentos, y yo empecé a sentir de manera inusual las patitas de mi gato, tenues, suaves, estimulantes, por no decir erotizantes, y llegó hasta mi rostro y, casi era diaria costumbre, inició un lento lamido de mi cara, iba de la frente al mentón pasando por las mejillas y… ¡los labios!, cuando la lengua tocaba mis labios, yo jadeaba, y debí admitir que estaba supercaliente, y el gato era en verdad un agente erótico desconocido, ciertamente excitante, saqué la punta de la lengua cuando la lengua del gato estaba en una de las comisuras, y el gato la lamió y yo sentí sensacional esa lengua, pero el gato no persistió, y yo sí deseaba que la lengua volviera a mi lengua, hasta la saqué a totalidad por completo metida en la situación erótica que estaba viviendo sin proponérmelo, pero la lengua del gato ya andaba por mis orejas, lamidas que estaban incrementando mis estremecimientos y mis deseos eróticos, aunque me negaba a meter mis dedos a la pucha, o, al menos, empezar a acariciar mis chichis como yo sé que me da más placer acariciarlas.

No sé, pero el gato lamía mi piel como si pensara en la prolongación del erotismo, lamía y lamía, al tiempo que pasaba de un territorio de mi piel extra sensible a otro no explorado ni lamido, y, carajo, esa forma de recorrer mi piel con esa lengua semirasposa y húmeda me hacía ponerme chinita, sentir placenteros calosfríos, hasta los ojos cerré y entreabrí los labios con la idea de que el gato tenía el plan preestablecido para darme el placer demandado por mi dulce cuerpo. Entiendo, los gatos no piensan y menos planean nada, pero este cabrón parecía estarlo haciendo porque fue bajando por mi piel, y llegó a los senos, y carajo, para entonces mis dedos no tuvieron más remedio que empezar a meterse a la pucha realmente anegada como era de presumir, y recorrerla lentamente casi al compás de las lamidas del gato; y cuando la lengua de éste llegó a las areolas, y después a los pezones, entonces sí que mis dedos apresuraron los movimientos y mis nalgas iniciaron el vaivén riquísimo que saben cuando la excitación va en ascenso y el orgasmo está presto para el estallido.

Y, puta madre, ese gato de fábula empezó a dar mordisquitos a los pezones, dientes afilados, picudos, agresivos que, sin embargo, no eran mordiscos, sino caricias picantes en mis pezones, y el estallido deseado se vino estruendoso, demoledor, mucho más allá de donde era deseado el placer del orgasmo, tanto que no pude contener los gritos del placer, y el gato, ¡carajo!, suspendió las diabólicas y deliciosas mordidas acariciadoras, hasta enderecé el rostro, pensé que el gato habría salido corriendo, asustado por mis tremendos gritos orgásmicos, pero no, allí estaba, viéndome fijamente con sus ojos encendidos y la lengua saliendo para lamerse el hocico, me tranquilicé… sí, verlo allí me dio tranquilidad porque supe que el gato insospechado continuaría dándome placer quizás para dar satisfacción a sus propios deseos de tener placer, como sea, luego de segundos de mutua observación, el gato volvió al pezón abandonado, y, carajo, el orgasmo que estaba en vías de irse al carajo regresó haciendo más violento mi placer en vías de extinción, carajo, qué maravilla de lengua, lamía de una manera increíble mi pezón, pero más inmenso era el placer proporcionado por las finas mordiditas que los dientes gatunos me estaban dando, yo quería que a los dientes se agregara la lengua aplicándose a mi pezón, pero tal vez el gato no sabe de eso, y, para mi desagrado, la lengua y los dientes dejaron mi pezón encendido y gozante, pensé de nuevo que el gato me dejaba como dejó al pantaleta al sentir que ya no reunía las características necesarias para continuar él, teniendo placer.

Pero, a Dios gracias, (¿cuál será el Dios de los gatos?), y, miren nada más qué expresión, les juro que así pensé cuando sentí de nuevo la lengua maravillosa lamer el surco por debajo de una de mis preciosas chichitas, y el placer se reanudo intenso, rico, con mis dedos recuperando la capacidad de nadar en la laguna en que se había convertido mi pucha, claro, mi orgasmo continuaba aunque menguada su intensidad haciéndome casi convulsionar, las únicas que sí parecían hacerlo eran mis nalgas, se movían con más ritmo y febril cadencia, deliciosamente, y la lengua continuó bajando, y yo pedía ¿a quién?, que esa lengua no se detuviera y llegara hasta donde estaban mis dedos, y mis pelos, y mis pliegues y mi clítoris que anhelaba unas lamidas como las dadas a los pezones en tiempos que me parecían remotos; y para mi casi desesperación, mi impaciencia real, la lengua era lenta muy lenta en su andar por la piel de mi vientre luego de lamer a saciedad la piel de los surcos debajo de las chichis, y, carajo, el gato se dio la vuelta para acceder con mayor facilidad a la parte baja de mi cuerpo, y siguió ese lamido extraordinario, llegó al borde de mis pelos, lamió más intensamente y creí notar que la lengua estaba más húmeda, y, carajo, cuando llegó francamente a los pelos, la delicia sentida desde hacía eternidades se cuadruplicó de tal forma que mi orgasmo explotó de nuevo presintiendo que esa lengua no pararía hasta meterse en los confines de mi pucha anegada y gozosa, y empecé a sentir otra estímulo más, no sé si previsto por el gato endemoniado, la cola se movía lentamente y tocaba mis pezones, carajo, ese levísimo roce de los pelos suavecitos de la cola eran un monumento al placer proporcionado por cualquier medio; luego vi, no sé donde, que un placer de los exquisitos cogedores es proporcionado por finos pinceles de pelos de diferentes animales, quizás no tan finos y suaves como los de la cola de mi fantástico gato.

Y la lengua estuvo enormidades lamiendo mis pelos, desde la base del triángulo maravilloso más o menos recto, hasta las ingles que yo tengo llenas de pelos, y lamía y lamía, como si él estuviera acicalando sus propio pelaje, y carajo, era una colosal delicia estar sintiendo ese acicalamiento por lengua gatuna de mis pelos adorables; el colmo de la imaginación erotizada, sentía que el gato aspiraba mis olores, algo debe haber de eso, recuérdese cómo lamió mis pantaletas olorosas, por no decir apestosas a mis propios jugos, olor al que se agregaba el acumulado por más de 24 horas, mismas en que mi pucha no había recibido la higiene correspondiente de cada día. Cómo sea, la lengua lamía mis pelos, yo tenía los dedos metidos en la raja, y mi otra mano acariciaba lentamente mis dos hermosas nalguitas y mis chichitas era acariciadas por la cola del lindo felino, y el gato lamía mis pelos, y saqué los dedos con la idea de dejar el camino libre para que la deseada lengua transitara al interior de la catarata que ya era mi puchita, pero los dejé un poco más arriba de la comisura superior de la concha, y allá fue la lengua a lamer los deliciosos jugos, y el gato aumentó el ronroneo y el movimiento de la cola, y con todo esto el placer que me hacía gemir, suspirar y mover las nalgas cuidando de mantener la pucha lo más quieta posible para que el gato no perdiera interés y viera la disposición de esa pucha para recibir la lengua tan deseada ya. Abrí un poco más los muslos y yo misma sentí el fluir de mis olores, y el gato abandonó los dedos mojados que lamía y, ¡por fin!, sentí la humedad del hocico asomándose a mi rajita inundada, y, Dios mío, le lengua llegó a la comisura superior, lamió una vez, dos… un sin fin de lamidas que me hacían estremecer constantemente, y gemir al unísono de los incrementos del placer no cesado en ningún momento, y… Virgen de las putas, la lengua empezó a abrirse paso al interior de mi puchita llena de viscosidades, y allí fue el inicio de mi delirio placentero, la lengua inició las lamidas de mis pliegues al abrirse paso, y lamía, y lamía, aunque yo deseaba que esas lamidas se profundizaran, pero no era así, debí concluir que el gato no podía por si mismo abrir la concha para meter la lengua a la totalidad de mi pucha realmente anhelante de esa lengua maravillosa, por eso, con cuidado, dejando en el desamparo a mis nalgas, mis dos manos bajaron, se metieron a los lados del hociquito de mi amante y abrí mis jetas mayores para expeditar el paso de la lengua, cosa que sucedió de inmediato, como si el gato de mis placeres agradeciera la ayuda y las lamidas fueron no solo sensacionales sino colosales, realmente grandiosas y que los mismos dioses desearían sentir, es más, el gato descendió de mi cuerpo, para situarse entre los muslos – me alarmé, creí que se iba – y, carajo, así podía llegar mejor con su lengua al interior de mi pucha, y Dios mío, cómo lamió ahora que estaba en mejor posición, era realmente una locura sensacional, además el gato centraba la lengua en las ninfas y clítoris, sin llegar a morderlo como había hecho con los pezones. Bueno, mi orgasmo se eternizaba para mi enorme placer, y el gato lamía y lamía..

De pronto, el gato dejó de lamer, y carajo, erguí todo el dorso, y vi al gato irse; casi muero de frustración… pero el gato solo fue a tomar una mejor posición, como que la que tenía no le era totalmente satisfactoria, a saber por qué; se metió entre mis muslos en ese momento ya abiertos totalmente, lo mismo mi chocho ayudado por mis manos, y el gato casi saltó, claro, con el hocico por delante, para llegar a mi pucha con la lengua en ristre, y, carajo, entonces sí las lamidas fueron sensacionales, un monumento al buen lamer puchas (no tengo la experiencia con las lenguas de los perros, pero me dicen mis amiguitas de la red que es sensacional, no tardo en hacer esta experiencia, se los juro), y en esto incluyo a las lenguas humanas desde luego. Entonces sí mis nalgas convulsionaban de una manera fabulosa, por eso metí un dedo en la vagina, y con eso impedía, sin proponérmelo desde luego, que la lengua gatuna bajara hasta la orquilla de mi deliciosa pucha, pero al mismo tiempo ese movimiento propició que las lamidas se concentraran en la parte alta de mi conejito precisamente sobre el clítoris, y entonces sí ¡fue la muerte chiquita!, esto es, la muerte por placer, un placer indescriptible y más si se toma en cuenta la prolongación inusitada de las lamidas incansables de mi gatito ya adorado, pero que a partir de esas lamidas ha sido mi Dios del placer, y persistió en lamer hasta que mi tolerancia al placer y a las lamidas se saturó, y mi clítoris empezó a enviar señales eléctricas que tan pavorosas son cuando el placer es ya, monumental.

De no ser esto, seguramente el gatito de mis placeres hubiera continuado en su incansable, insaciable y persistente lamer, pero yo no lo soporté más, lo tomé hasta con cierta rudeza, y lo traje hasta mí cara para besar su hociquito y lamer los jugos de mi pucha que mojaban, literalmente, ese hocico fabuloso. Y el gato se dejó hacer, hasta la lengua sacó, cosa que me dio un placer agregado puesto que también lamí esa deliciosa lengua que ya no me parecía tan áspera. Le acaricié el lomo, y el lamía mi rostro, principalmente mi lengua que continuaba fuera de mi boca, y, carajo, mi fiebre regresaba impetuosa, hasta mis nalgas se empezaron a mover de tan cliente que ya estaba de nuevo, pero el gato, tal vez, estaba saturado, o cansado, vayan ustedes a saber, lo cierto: saltó al piso, solo para regresar a mi pantaleta, las lamió un poco, luego se echó sobre ellas, y empezó a lamer lo que supongo era una verga escurriente; no me atreví a ir a importunar a mi colosal gatito, pero las ganas estaban encima; hice forma promesa de explorar y encontrar la verga de mi gatito para darle el placer a que la reciprocidad obliga. Y lo hice… solo que esta es otra historia que contiene, además, cómo se dio la segunda cogida con mi hermoso y cachondo gatito.