Betty, la secretaria gordita y atractiva de 40 años, se miraba al espejo mientras se ponía su traje de baño más ajustado. Su piel blanca contrastaba con el negro del traje, que apenas contenía sus enormes nalgas gelatinosas. Con una sonrisa pícara, se ajustó el cabello rizado y salió de su casa.
Betty estaba en la cocina preparando el desayuno para Memo, su esposo despistado y confiado. De repente, escuchó un ruido fuera de la casa. Miró por la ventana y vio a un vagabundo negro y peludo revisando los botes de basura.
Betty se despertó con la alarma de su despertador, una melodía estridente que interrumpió el silencio de la noche. Memo, su marido, dormía a su lado, ladeando la cara en la almohada, sin inmutarse.
Memo caminaba cansado por la calle, la espalda curvada por la jornada laboral que se alargaba cada vez más. El sol se escondía detrás de los edificios, dibujando sombras que se movían con la vida de la gente que se apresuraba a sus casas.