Ella me había pedido que traiga un jardinero para que le construya un rosal. Así lo hice.
Por un mes el jardinero trabajó y mi esposa me decía al oído en la cama o en el sótano que era una sorpresa.
Hasta que por fin tuvimos el rosal. El jardinero me había dicho que las ideas de mi mujer eran muy raras.
Los arbustos estaban muy pegados. Yo le dije que le hiciera caso.
Un día encontré el rosal en toda su belleza. Era una noche muy oscura. Apenas había luz en el jardín trasero (donde está el rosal).
Había una silla. Mi mujer estaba desnuda en la cama y su mejor amiga, N., le estaba comiendo el coño vehementemente.
Mi mujer gemía. Sabían que yo estaba ahí. La mano de N. apareció entre sus piernas (sólo podía ver su culo un poco gordito pero hermoso y moreno) y abrió sus nalgas.
Me quité el pantalón y puse mi verga entre sus nalgas y luego la penetré por el coño suavemente.
En esos momentos mi esposa se vino.
Cuando se acercó a mí para darme un beso, noté que tenía un pequeño corte en el vientre.
Me dijo que me hoy me iba a dar una sorpresa. Le dijo a N. que vaya a arreglar todo, mientras ella se quedaría conmigo. N. desapareció.
Mi esposa se sentó encima de mi verga y comenzamos a follar. Yo le mordía los pezones y ella mis hombros, dejándome marcas moradas, a veces con algo de sangre.
Con mis manos detenía sus caderas, para evitar venirme.
Cuando N. la llamó, me dio un beso alucinatorio: me besó y luego me mordió el labio inferior hasta que sintió la sangre salada, una gota nada más. Me dijo que la siguiera.
N. estaba desnuda apoyada en una de las jambas de la puerta, obstaculizando mi salida con su pierna; había dejado pasar a mi mujer. ¿Me extrañaste?, me preguntó.
Le di un beso. Ella lamió la pequeña herida.
Mi mujer estaba echada en un lecho de rosas. N. fue con ella y se le unió, encima.
Me dijeron que me siente y las vea. Y que me masturbe.
Comenzaron a rodar sobre el lecho, besándose, lamiéndose, chupándose.
Gritaban, gemían, sollozaban, pero no se detenían. Para verlas mejor, debido a la oscuridad, acerqué mi silla.
Mi mujer le lamía el coño y el ano, debajo de N., mientras que N. se esmeraba es el coño de mi mujer, mordía sus labios, su clítoris protuberante.
Yo me la meneaba, cerrando los ojos por breve segundos, acariciando mis testículos.
Cada cierto tiempo tenía que detenerme para no venirme, teniendo pequeños orgasmos. Acaricié mi propio ano, los alrededores, mirándolas. Aún estaban pura sombra.
Ahora mi mujer estaba encima de N. continuando su amistad. Me hubiera gustado estar allí con ellas. Entonces N. se puso encima de mi mujer, con sus nalgas cubriéndole el rostro.
Estaba frente a mí. Su cuerpo estaba lleno de pequeñas llagas rojas, sangrantes. El lecho de rosas estaba lleno de espinas. Parecían pequeñas vaginas.
N. levantó las piernas de mi mujer y las puso sobre mis muslos.
Cogí sus pies y comencé a masturbarme con ellos. Ya no podía más.
N. hacía muecas feroces, se lamía los senos grandes de pezones negros. Me levanté y hundí mi verga en su boca. Ella la lamió y chupó con violencia, mordiendo mi glande.
Me iba a venir y la saqué, chorreándoles mi leche sobre la cara, senos y vientre de N. y sobre el cuerpo en movimiento de mi mujer (que seguro buscaba aumentar su placer sintiendo nuevos hincones).
N. abrió la boca y cerró los ojos: se había venido.
Mi mujer se levantó y dijo que fuéramos a la sala. Con mi mano desbrocé sus cuerpos sucios de tierra y sangre. Mi mano estaba cubierta de manchas rojas.
Ambas estaban echadas en la cama, boca arriba, con las piernas abiertas, una junto a la otra. Tú sabes que hacer, me dijo N..
Comencé a besar sus cuerpos, a lamerlos, a limpiarlos, concentrándome es esos pequeños coños, probando su sangre salada y la tierra.
Tenían marcado el cuerpo entero: las piernas, los pies, las caderas, el vientre, los senos, los brazos, excepto la cara.
Se dieron la vuelta y seguí lamiéndolas. ¡Qué placer, la sangre! ¡Sus nalgas estaban tan marcadas!
Me quedé varios minutos visitando ambos culos, uno moreno y el otro blanco, pero los dos llenos de tanto placer para dar.
Las limpié completamente y cada vez que volvían a sangrar mi lengua estaba allí, dondequiera que fuese. La cama estaba sucia.
Estábamos desechos, pero esa noche no terminó ahí.