Capítulo 2
- Sor Angustias de la Palma I
- Sor Angustias de la Palma II
Antes de comenzar a relatar el difícil y sacrificado camino hacia la santidad de Sor Angustias de la Palma, me detendré en referir a mis lectores la magna obra educativa que desde hace quinientos años viene desarrollando la orden de las Carmelitas Lacerantes de Las Llagas de Jesús.
Una labor que ha trazado una senda de santidad para tantas jóvenes desvalidas, que de no ser por los esfuerzos de estas madres habrían caído en los peores vicios mundanos.
Fundada en los albores del S. XV por Sor Robledo Recio de La Cruz, nace con la vocación de purificar las almas de las jóvenes haciendo suyo el ejemplo de tantas santas que a lo largo de los siglos han hecho prueba de fe con su martirio.
Estas santas, cuyas vidas y padecimientos están recogidos en el libro capitular de la orden, el MARTIRILOGIO, sirven a las novicias como guía para mediante la afirmación ante el martirio de su fe en el señor, reforzar su espíritu frente a la debilidad de la carne.
Sor Robledo Recio comenzó su apostolado ayudando a la Santa Inquisición a arrancar del cuerpo de muchas jóvenes atraídas por Satanás el estigma de la herejía.
Fueron años de sacrificio entre mazmorras, dedicada día y noche a no dejar un alma en manos del maligno, los que le condujeron a recopilar todos sus conocimientos en el MARTIRILOGIO e iniciar una labor preventiva, llegando a las jóvenes antes que el demonio.
Para ello contó con la ayuda del Conde de Ruda, hidalgo piadoso que viendo la rectitud de la obra de Sor Robledo no dudó en desprenderse de hacienda y riquezas para, como un simple sirviente, poner sus brazos al servicio de la orden.
La heroína de la que trata nuestra historia de hoy, nació en una humilde casa en las cercanías del castillo del Conde de Ruda, convertido en convento, llamando pronto la atención de Sor Robledo y el Conde por su candidez, que la hacia especialmente vulnerable a los envites del maligno.
Llegado el momento de desposarla y viendo que de no actuar con presteza se perdería su alma, la orden ofreció a sus padres una generosa cantidad que compensó con creces la pérdida de la dote, entrando de esta manera Sor Angustias en el pupilaje de las hermanas lacerantes de las llagas de Jesús. Sus primeras semanas permaneció apartada de las novicias iniciadas, dedicada al estudio y a la oración. Sor Robledo y Sor Ana le acompañaban explicándole el significado de cuanto ella veía con terror en el libro de la orden.
Hija mía, fortaleza de espíritu. La primera fortaleza que una santa ha de tener es la de no turbarse con la visión de los instrumentos ni ante la lascivia de los verdugos. Le recriminaba sor Robledo.
Sor Ana depositó el libro en el atril, abierto por la página del suplicio de Santa Eudoviges de Parma. En la lámina ilustrada se podía ver, en dos escenas, la entereza de la santa caída en manos del fiero turco.
La primera mostraba a la santa en la mazmorra sometida a las vejaciones de sus carceleros. Atada con una argolla a la pared y con las ropas arrancadas, permanecía impasible con el rostro iluminado y mirando al cielo mientras un verdugo le introducía los dedos y otro chupaba ansioso su cuello y pecho.
En la segunda escena, ya con el sultán frente a la muchacha, que mantenía el gesto altivo, las correas golpeaban su torso y nalgas y ella, sabedora del momento de santidad que estaba viviendo, entreabría las piernas para que los golpes mordiesen la carne mancillada por la mano del carcelero.
Sor Angustias miraba con los ojos muy abiertos, deteniéndose en cada viñeta. Antes de pasar página, sor Robledo ordenó a la novicia que se despojase de sus ropas y se tendiese sobre el banco.
Le abrió las piernas y comenzó a amasar los prominentes labios de la muchacha, mientras sor Ana emulaba al otro carcelero recorriendo con su lengua los pezones enhiestos y brillantes. Cuando los dedos comenzaron a entrar y salir, en empujones cada vez un poco más fuertes, aprovechando para presionar con el pulgar el clítoris cada vez que daban fondo, un gemido se escapó de la boca de Angustias. Sor Robledo no pudo disimular su contrariedad –En este cuerpo hay pecado-, dijo retirando los dedos.
Ahora las cuerdas sujetaban a la muchacha al banco uniendo sus muñecas con sus tobillos. Sor Robledo recorría su cuerpo con la mirada, calculando, buscando el tormento más adecuado, consciente de la importancia de encontrar el origen del mal. Los ojos se fijaron sobre el busto de Sor Angustias.
Por allí empezaría. Tomó dos pequeños cepos de la alacena donde guardaban los instrumentos y sin hablar, con la sola indicación de una mirada ordenó a sor Ana que trabajase los pezones para que alcanzasen su máxima amplitud. Arrodillada se retiró el pelo y comenzó a recorren con su lengua la aureola del pezón.
Un escalofrío agitó a la muchacha cuando las yemas de los dedos acariciaron su vientre. Sor Robledo apartó a su ayudante al comprobar que los pezones estaban en su máximo esplendor.
Mostró a la novicia el primero de los cepos y se entretuvo en pasarlo por el pezón para que sintiera el frío metal. Angustias apretó los labios, casi mordiéndose, cuando con un chasquido se cerró el primer cepo sobre su pezón congestionado.
Sor Robledo tiró del cepo poco a poco, sin apartar su vista de la cara de la muchacha, hasta que arrancó un grito sordo, hasta que la boca se entreabrió en una mueca de dolor y pudo meterle entre los dientes el segundo cepo.
Húmedo por la saliva el cepo mordió el pezón que permanecía libre. Sor Robledo ordenó a su ayudante pasar dos cuerdas por una de las disimuladas anillas sujetas al techo y se deleitó anudándolas a los cepos.
Angustias respiraba convulsivamente, contenía la respiración cada vez que se añadía una pequeña pesa de plomo a la bandeja que pendía del otro extremo de las cuerdas, para luego soltar el aire con un lamento.
La Abadesa antes de colocar una nueva pesa susurraba al oído de la desdichada –Satanás habita en tu cuerpo- y cuando la tensión había alcanzado tal grado que los pechos parecían pirámides tersas, aliviaba el tormento sosteniendo la bandeja con la mano. De esta manera regulaba la intensidad del castigo desde pequeños tirones hasta largos lamentos que conseguía soltando la bandeja bruscamente. La novicia gritó cuando uno de los cepos se soltó y aún gritó más cuando todo el peso de la bandeja se sostuvo en sólo uno de sus pechos…
Cuando abrió los ojos, aún apretando los dientes y doblando la barbilla sobre el pecho para ver sus pezones marcados, recibió en la cara el salibazo de la eyaculación del conde de Ruda, que plantado frente a ella se masturbaba frenéticamente. Sor Ana se apresuró a limpiar con su boca la verga del noble antes de enfundarla en sus pantalones y a continuación comenzó a lamer la cara de la novicia, guardando en su boca el semen. Sor Angustias dejaba hacer con la boca cerrada.
-¿No es buena mi leche para ti, plebeya?. Inquirió el conde haciendo una señal a sor Ana, que con su lengua intentó abrir la boca de la muchacha. Ante la negativa alargó su mano hasta un pezón y lo apretó y lo retorció hasta que pudo depositar el semen en la boca entreabierta. Cerró con sus manos la boca tomándola por la cabeza y la barbilla mientras las lágrimas brotaban de los ojos apretados de Sor Angustias. Por su mente corrían escenas de humillaciones sufridas a manos de los niños de la aldea. Se veía de nuevo sujeta por un chaval mientras otro masturbaba un perro y agarrándola del pelo le acercaban la cara y luego la restregaban entre risotadas.
Recordaba verse perseguida dentro del bosque hasta que al ser acorralada permanecía quieta mientras le levantaban la ropa y la tocaban. Así comenzó el juego de las piedras de los antiguos, el círculo entre los robles donde estaba la mesa de los druidas, tres grandes losas formando un altar.
Allí desnuda y rodeada de chiquillos se tendía sumisa pero orgullosa de sentirse protagonista, bella en el bosque con su diadema de flores, vertiéndose pétalos sobre sus pequeños pechos y vientre.
Los chicos cogían frutas del bosque y uno a uno, ceremoniosos, se acercaban y ella se la introducía en la vagina. Aceptaba un regalo del chico y sacando el fruto lo ponía en la boca del muchacho. Comulgaban todos y pegados a la piedra se masturbaban dirigiendo los chorros hacia su cuerpo y ella se frotaba mezclando los pétalos con el semen. Y así fue durante una larga primavera hasta que fueron descubiertos.
El conde de la Ruda alargó un dedo para tomar una lágrima. Mirándola dijo a sor Robledo –Queda mucho orgullo, mucha vergüenza y mucho trabajo. Te equivocaste al pensar que podía satisfacerme- La puerta se cerró y los ojos de sor Robledo se clavaron en la novicia ciegos de ira. De una bofetada apartó a sor Ana y le ordenó que desatase a la muchacha, la sala de estudio no era el lugar adecuado para la educación de esa perdida. Cubierta con una capa tan larga que pisaba sus bordes, tropezando y llevada casi en volandas por las dos monjas recorrió pasillos de piedra y bajó por estrechas escaleras en un viaje tan largo que se le antojó una bajada hasta el infierno.
Sor Robledo la asía fuertemente por la axila y le ladraba al oído –Voy a arrancarte tanta mojigatería, ahora eres una esclava de Dios y tengo que convertir tu cuerpo en su templo. Voy a ensanchar bóvedas, estirar columnas, oradar criptas y labrar imágenes.- Llegadas al final del descenso entraron en una estancia circular, con arquerías en el techo que sor Angustias no vio hasta más tarde pues no alzaba la vista de las losas del suelo, atemorizada.
Tan profunda era la estancia que no tenia ventanas, sólo un lucernario en el centro de los arcos, como una chimenea, que ascendía decenas de metros hasta el tejado del castillo dando una luz tenebrosa y algo de ventilación.
Aguardó en pié bajo este lucernario a que sor Ana regresará con el verdugo. En tímidas miradas, sin mover la cabeza, descubrió con un escalofrío parte de los aparatos destinados a su santificación.
Al frente, el que mejor pudo apreciar, estaba finamente labrado en madera consistiendo en dos cepos con un armazón de madera que formaba una L, estando el cepo bajo en horizontal y el alto en vertical. Enseguida comprendió que los dos huecos del bajo estaban destinados a sus pies y el alto tenía una abertura más pues allí quedarían atrapados brazos y cabeza.
En cambio no entendió bien la función del mueble de madera que semejaba un tejado a dos aguas sobre el que pendían unas argollas y que entreveía a su derecha. A la izquierda y dispuestos en la pared aparecían látigos, fustas, paletas y tenazas. Bajo los instrumentos había un torno de largos brazos que tensaba una cuerda que ascendía hasta más allá de donde su tímida vista llegaba y junto al torno, en el suelo, grandes pesas de plomo o piedra.
El ruido de la puerta sacó a sor Angustias de sus investigaciones. Sor Ana entró en la estancia tras el verdugo, arreglándose la ropa. Sor Robledo pasó su mirada desde la ropa de sor Ana a los pantalones del verdugo, que por su estrechez no podían disimular un pene congestionado.
Loca de ira por la demora corrió hasta la pared de los instrumentos empujando a sor Angustias en su arremetida. Tomó una tenaza y una fusta ordenó a sor Ana que se sentase en un taburete que dispuso frente a sor Angustias. Sor Ana se desvistió y cuando vio que la madre superiora había colocado un consolador en el taburete en un hueco dispuesto al efecto, rápidamente entreabrió las piernas y comenzó a frotar su clítoris mientras avanzaba. De un fustazo sor Robledo cortó la lubricación y poniéndole las manos en los hombros la hincó en el instrumento. Sor Angustias dio un respingo al oír el grito.
La superiora plantó sus grandes posaderas en otro taburete tras la muchacha apoyando su barbilla en el hombro de la monja, que permanecía tensa como la puerta del castillo. -¿Estás a gusto?, esto es lo que te da el sirviente, estarás contenta o quizás no sea lo suficientemente grande-.
Depositó la tenaza en su regazo pues necesitaba ambas para aferrar los pechos de sor Ana, estos, tan grandes que las fuertes manos de la superiora apenas podían abarcarlos se hinchaba como globos en los apretones.
Tomando la tenaza se colocó frente a ella, pinzó un pezón tirando fuertemente hacia abajo le dijo – Puedes levantarte-. Debatiéndose entre el dolor del pecho, la orden de su ama y la madera que rompía sus entrañas, dio dos intentos fallidos hasta que al tercero y con un alarido se levantó, quedando durante un instante el taburete suspendido en el aire, sujeto por la vagina, hasta que salió el consolador y calló al suelo. Solo entonces sor Robledo soltó la tenaza y la monja pudo encaminarse con una mano en el pecho y la otra en el vientre hasta un banco donde se sentó exhalando un lamento. Sor Robledo le ordenó que no se vistiese pues haría mejor servicio desnuda y que estuviese lista al instante, porque volviéndose hacia Sor Angustias dijo – descarada, comienza un largo día-