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El alcohol desató la lujuria y las ayudó a descubrir que eran unas chicas muy libidinosas

A Isabel, la rubia compañera de trabajo, la reconocía como a la única propicia para escuchar mis dilemas. Sabía que era bastante madura a pesar de sus veinte años y, por haberla encubierto o defendido en más de una ocasión, se hacía merecedora de mi absoluta confianza.

Algunas veces también se había hecho incontenible alguna discusión; como en aquella oportunidad en la cual nos encontrábamos ambas, copas de por medio, en mi pequeño apartamento. A Isabel le esperaba un excelente futuro si con los años aprendía a manejar aquel aspecto dominante y magnífico de exuberante mujer, con sus ostensibles y abundantes formas. Yo en cambio, algo más menuda con mis veinticinco años, poseía esa inseguridad que un ser humano puede arrastrar toda la vida: tengo el cabello negro y algo más corto que el de Isabel, y una presencia menos carismática lo que, inevitablemente, me lleva a refugiarme permanentemente en los consejos de mi amiga.

– ¡Qué importa si ese tipo ni te mira! – me decía Isabel al respecto de lo que acababa de manifestarle -. Acaso, ¿no existen millones de hombres en el mundo? – concluyó exhalando un cierto vapor etílico sobre mi rostro, mientras compartíamos el mismo sofá de tres plazas.

– El caso es que me atrae este – le expliqué -. Me parece un buen individuo.

– Permítame… Te felicito – expectoró sonriendo socarronamente; y sacudiendo un vaso de Martini que salpicó licor sobre la mesita ratona.

– ¿No estás de acuerdo?

– Lo que creo – apoyó el vaso en el mueble -. Es que, de continuar así, terminarás esclava de algún “buen individuo”. Tienes veinticinco años; ¡y te está llegando la hora de buscar desesperadamente un semental para tus hijos! -. Soltó esto último con una risa.

– ¿Acaso crees que no está bien una compañía estable? – seguí indiferente al humor agresivo de mi compañera.

– ¡Lo que me parece mal, es someterse así como así a un hombre!

Percibí en Isabel el avanzado estado de embriaguez. Pese a molestarme la altanería con la que me hablaba, quise seguirle el punto sirviéndome también un vaso lleno de licor y bebiéndomelo de un trago.

– Quizá tenga la curiosidad de conocer ahora, la experiencia de un afecto sólido.

– ¿Y quieres empezar con alguien que ni siquiera te mira?

El alcohol hacía efecto en las dos cabezas, atentando contra las respuestas rápidas y, a medida que girábamos sobre el mismo tema, era difícil soportar para mí una cierta impresión de admiración hacia Isabel. La atmósfera nocturna se acentuaba con la leve luz de una lámpara de pie, y era agradable dejarse llevar por el gustito que saboreaban los paladares, desde donde amenazaban con levantar vuelo unos pájaros descarriados e imprevisibles. Disfrutábamos, a pesar de la confrontación, de la presencia mutua. Observé un par de veces a mi compañera de arriba a abajo, abstraída; y concluí para mis adentros que, una mujer con aquel porte, debía por lo menos ser escuchada con atención.

– ¿Y qué debo hacer con mis ganas? – dije enfrentando mis ojos con los de ella.

– ¿Así que se trata sólo de ganas? – rio Isabel.

Un repentino silencio zumbó mis oídos. Decididamente, y ante mi sorpresa, Isabel llevó una mano hasta uno de mis senos y comenzó a masajearlo suavemente. El ambiente comenzaba a enrarecerse como producto del alcohol y la hora, creando ese sopor que, como cómplice noctámbulo, suele aparecerse en esas circunstancias.

– ¿Por qué me acaricias? – pregunté, por preguntar algo.

– Simplemente que quiero corresponder a tus ganas – me dijo la rubia haciendo lucir una mirada que se entendía con la blanca dentadura que exhibía.

Yo no deducía hasta donde iba a llegar la broma, pero aún perpleja, dejaba que aquella mano recorriera hacia todos lados mis pechos sólo cubiertos por una fina blusa. Nunca había pasado por una experiencia tan inusual como aquella y, quizá abandonada a la expectativa de saber con qué ocurrencia Isabel cortaría la situación, no atinaba a sacarle la mano.

– Es que preferiría la mano de un hombre -, ahora yo también solté mi risa.

– Las mujeres nos conocemos más entre nosotras.

No podía creer lo que estaba haciendo mi amiga. Isabel intentó acercarme su boca sin dejar de sonreírme con aquella mirada vidriosa, pero cuando estaba próxima, le di un pequeño empujón sacándomela de encima. Me serví otro vaso, y comencé a bebérmelo.

– No sabía que fueras lesbiana – dije.

Fui bebiendo trago tras trago con la mente en blanco. Mientras, Isabel también había llenado nuevamente su vaso.

– ¿Quién puede estar seguro de nada? – esta vez lanzó una risotada de ebria -, yo tampoco lo sabía.

Me encontraba un poco aturdida, superada; otra vez como tantas delante de un desolado fin de semana, o más bien de un oscuro laberinto lleno de inseguridades. Por la ventana abierta se veía el cielo negro y rojizo, adquiriendo aquella tensión pegajosa, inexpresable, que tiene el invierno ciudadano. Vi a la mujer-amiga vestida sensualmente de azul que tenía a mi lado, con largas y espléndidas piernas expuestas a mi mirada, sorprendiéndome una vez más, ofreciéndome algo insospechadamente nuevo que nunca se me había pasado por la mente. Era una poderosa presencia cincelada de desafío; pero confiable, como una opción ideal para quien no sabe qué hacer con sus noches.

“¿Me hará bien esto?”, me cuestioné por un instante.

– Entonces vamos al dormitorio – me decidí al fin queriendo corresponder la sorpresa de mi camarada, e impresionándome de mi propia determinación -. Vamos a ver hasta dónde te animas a llegar.

El tono de mi voz sonó impasiblemente neutro a pesar de los nervios que me recorrieron las entrañas. Isabel no hizo ninguna objeción, se levantó con dificultad, hasta afirmar en el tercer o cuarto paso su andar inseguro por el alcohol. Entramos al cuarto, en penumbras y sin encender ninguna luz, sin cambiar palabras; apenas quiso sonar una risita de Isabel. Esta se sentó en el borde de mi cama y, con una actitud maquinal, tiró su vestido al piso, descubriendo sus perfectos senos con orgullo. Yo acostumbraba mis ojos a la oscuridad y la contemplaba con absorto interés, intentando encontrar en mi mente alguna respuesta para lo que estaba empezando a sentir. “No, no, esto no puede ser cierto. ¿Qué está sucediendo? “Hice un esfuerzo y me arrodillé a sus pies de modo que nos encontramos cara a cara. La veía de muy cerca y observaba, como a través de una pantalla, aquel rostro en el cual comenzaban a dibujarse unos rasgos intensamente sensuales que me atrajeron: su boca carnosa despedía una atractiva sensación de deseo por lo prohibido, sin tabúes; en torno a aquellos ojos, que respondían como un espejo, descubría un mundo que nunca había advertido, los bordes fascinantes de un espacio nuevo.

– Veremos hasta donde llegamos – repetí una vez más.

Comencé entonces a besarla, mientras ella me acariciaba tiernamente la cabeza; era una boca más suave que las que había besado antes. Me animé a palparle los pechos, de una piel fresca y tensa, coronados por dos endurecidos pezones. Luego me emprendí en bajarle la única diminuta prenda íntima que le quedaba puesta y cubría su velloso pubis. Esta se enrolló a lo largo de las esculturales piernas. Increíblemente, había cometido la nunca pensada osadía de dejar desnuda a otra mujer y, ¡estaba excitada! Me detuve inhibida por aquel pensamiento y esperando alguna respuesta de mi amiga; si esta se reía y acababa el asunto, me aliviaría dejarlo por terminado allí; pero si, en cambio, daba muestras de querer continuar, también estaba dispuesta a hacerlo.

– Vamos a llegar muy lejos – me susurró Isabel al oído.

Entonces me sentí caer de espaldas sobre la cama. Unos dedos ágiles hurgaron el botón y el cierre de mi vaquero, e hicieron que este corriera luego hacia el piso; lo mismo pasó con mi blusa y mi ropa interior. Cerré los ojos y percibí el tacto que me rozaba los pezones con una suavidad morbosa en la cual se translucía el carácter de Isabel; mis dos senos fueron recorridos lentamente, luego el vientre al tiempo que nuestras bocas se juntaban, ahora en un provocativo y lanzado beso de lengua. La mano que ahora me acariciaba la cintura, buscó mi sexo ya húmedo y, sin pudor, se hundió en la mata separando mis labios vaginales y encontrando un palpitante clítoris que ya a estas alturas deseaba ser acariciado. “¡Dios mío…!”, pensé yo que nunca había estado segura de la existencia de Dios. En el sopor eran las únicas palabras que encontraba mi mente confusa, y me despedí en un instante de otra posibilidad que no fuera la de sentir el momento increíblemente intenso que estaba viviendo. No quería pensar, sólo sentir; intuía que, cuando un cuerpo sintoniza con otro, cualquier discurso del intelecto desaparece como una pompa de jabón. Los dedos inquietos y diestros de Isabel hurgaban en mi intimidad al tiempo que sentía ir perdiendo contacto con la realidad; hasta que mi propia humedad se confundió con otra; miré hacia abajo en un momento de vuelta en mí, y no pudo dar crédito a lo que veía: ¡mi amiga hundía su cabeza entre mis piernas! ¡Lo que ahora sentía era la lengua que jugaba con mi clítoris de una manera que nunca un hombre lo hubiera llegado a hacer! Ya no sentía más que el deleite del placer, me retorcía al percibir la boca de Isabel recorriéndome los labios vaginales, introduciéndome la lengua; y ansiaba corresponderle, compartir lo que estaba sintiendo. Ya empezaba a experimentar un inconfundible hormigueo en todo el cuerpo mientras mi amiga me introducía, desenfrenadamente, dos dedos hasta el fondo de mis entrañas; comenzando a sumergirlos y sacarlos de una manera que me enloquecía. Imaginaba aquella mano empapada con mis fluidos, sin obstáculo ninguno para, de quererlo, penetrar entera. Por suerte frenó un segundo antes de que estallara mi culminación; vi que la cama había quedado completamente revuelta como consecuencia de mis involuntarias contorsiones.

– Ahora te toca a ti – dijo Isabel; y adoptó una posición de rodillas, con la cabeza y los brazos apoyados en la almohada, y las redondas nalgas bien en alto, espléndidas, desde donde se veía surcando hacia abajo la tentadora raja de su sexo.

Hacia allí llevé mi mano, inspeccionando y mojando mis dedos; luego comencé a besarle los muslos, mientras le acariciaba lentamente la abertura, encontrando un clítoris inflamado y empapado. Sin pensarlo, llegué con mi boca hasta allí, rozándolo con la lengua y los labios. Isabel se retorcía de placer. Ayudada por la posición, le introduje un dedo en la vagina lentamente, hasta dejarlo por completo adentro; ya mi mente dejaba de lado cualquier prejuicio. Repté por entre aquellas piernas y comencé a pasarle las manos por los pechos. Isabel gemía sin disimulo ninguno. Abandonó la posición en la que había permanecido, dejándose caer sobre mí mientras nos uníamos en un abrazo, sintiendo ambas el contacto en todo el cuerpo. Nos humedecíamos mutuamente los muslos al refregarnos en un continuo movimiento mientras nuestras bocas se unían en un ir y venir de lenguas. 

Se me ocurrió interrumpir aquel momento al ocurrírseme una idea. No recordaba nunca haberme excitado de aquella manera. – Ahora vuelvo- dije, levantándome. Sentía una mezcla increíble de sensaciones en la cabeza; tomé un par de botellas que habían quedado vacías en el comedor y volví nuevamente al dormitorio. Allí reencontré la silueta de Isabel desnuda en mi cama revuelta; me provocaba volver a expresar libremente mi libido sobre aquel cuerpo de mujer; me sentía despojada de cualquier pudor, o más bien me encantaba también estar allí parada y desnuda, con nuevos y deliciosos momentos de placer por delante.

– Necesitamos algo que nos penetre – manifesté mostrando las dos botellas que llevaba, una en cada mano -. Y esto es lo mejor que se me pudo ocurrir.

Mi voz no expresaba el menor recato; era evidente lo entregada que estaba a la situación. Isabel sonrió nerviosa; se sorprendía de la transformación de su amiga a quien nunca le había supuesto tan osada; estiró sus brazos invitándome a subir a la cama con los improvisados artilugios. Nos arrodillamos una frente a la otra sobre las sábanas e, intentando que las botellas se sostuvieran a pesar de la poca estabilidad del colchón, conseguimos sentarnos cada una sobre uno de los picos. Poco a poco, mirándonos con complicidad, comenzamos a acariciarnos nuevamente, recorriéndonos mutuamente cada región que ya se reconocíamos como vivamente excitantes. Segregábamos de nuevo los néctares, cosecha de la lujuria; los dedos recorrían los pezones endurecidos, bajaban a por la cintura y se introducían en la raja en donde los pináculos de los envases, lentamente, iniciaban una penetración. Suspirábamos ruidosamente, mezclando saliva y quejidos.

– Estamos llegando realmente lejos – alcanzó a susurrar Isabel.

– Ahora debemos sentarnos – respondí.

Un par de horas antes, no hubiera soñado con hablar con tal desparpajo, pero estaba realmente enardecida y, para mi propia sorpresa, descubrí que fantasear así, junto a la confidente de tantas horas, me sobreexcitaba de una forma que era incapaz de definir. Sentí que el pico frío se introducía sin dificultad, lubricado por mis jugos; separé un poco las piernas para facilitar aquello. Empezamos a movernos con cierto ritmo.

– Esto es demasiado… – murmuró Isabel entre quejidos – si continúo…

Yo puse más pasión, le besé los dos pezones casi al mismo tiempo, mordisqueándolos, lamiéndolos, sintiéndolos dentro de mi boca mientras la botella entraba y salía de acuerdo a que se sentara u oprimiera su vagina haciéndola desplazarse hacia fuera. Aquello no iba a prolongarse demasiado, pues las dos estábamos sintiendo la inquietud de un inminente orgasmo, corriéndonos por la piel, por la sangre, por los puntos más álgidos y expresándose en una respiración más intensa.

– No me aguanto más… – soltó Isabel.

Se convulsionó con la botella embutida a lo máximo, apretándome con fuerza; le correspondí con mi lengua por el cuello y los senos. El éxtasis se expresaba casi a gritos y sacudidas. Supe que también había llegado mi momento; situándome hacia atrás, sentí que Isabel tomaba con una mano la botella y empezaba a hundírmela una y otra vez sin pausa, cubriéndome el resto del cuerpo con caricias y besos. Un imponente y largo orgasmo me derritió en abundantes fluidos que empaparon la botella, espasmo tras espasmo, sintiendo que nunca en mi vida había experimentado un momento tan intenso como aquel. Poco a poco y, acompasadamente, fui saliendo del trance, acurrucando mi cuerpo junto al de mi amiga que, también exhausta, suspiraba con la mirada perdida en el techo. Las botellas habían quedado a un lado de la cama, inmóviles como mudos testigos de la lujuria vivida.

– Jamás hubiera sospechado que eras una lesbiana y ¡tan libidinosa! – comentó jocosamente Isabel luego de unos minutos.

– Yo tampoco lo sabía – contesté; y reí, con una risa tan libre como hace mucho tiempo no escuchaba de mí misma.

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