Xena, la princesa guerrera

Hades estaba aburrido. Realmente aburrido. Pasaba a veces. La inmortalidad y el poder infinito te lo hacía después de un rato. Había momentos en que de hecho Hades envidiaba los cortos lapsos de vida de los mortales. La muerte daba un maravilloso sentido de propósito a la vida.

Hades debía saberlo. Como Señor del Inframundo, repasaba vidas enteras, miles al día. Pero, últimamente, el porcentaje de muerte parecía haber pegado un bajón.

Normalmente, Hades estaría feliz, puesto que aquello le daría más tiempo con Perséfone. Pero ella estaba en la superficie con su madre, según su acuerdo. De manera que estaba solo y aburrido.

«Parece que necesitas compañía.» Hades se volvió hacia la figura que entraba en su salón del trono. Era alto, apuesto, con una barba oscura.

Su cuerpo musculoso estaba ataviado con una armadura de cuero. Aunque bien parecido, su cara tenía un toque de crueldad. En suma, tenía el aspecto perfecto del dios de la guerra.

«¿Qué quieres, Ares?» Hades suspiró cuando empezó a examinar la lista de las nuevas llegadas.

«¿Qué, no puedo visitar a mi hermano predilecto?» dijo Ares con una sonrisa.

«La última vez que me visitaste, Ares, te llevaste a Callisto bajo mi narices y pusiste a Xena en su lugar. Te dije entonces que ya no eras bienvenido aquí.»

«Oh, ¿es esa manera de hablar al hombre que te trae tantos súbditos?» Ares, descuidadamente, se limpió las uñas con una daga. «Sin mí, tu pequeña casa estaría mucho más vacía.»

«Creo que puedo vivir con eso,» dijo Hades, al parecer no viendo el humor en su elección de palabras.

«Realmente, sobre eso es lo que quiero hablarte.» Ares se sentó en una silla frente a Hades y puso los pies sobre la mesa. Ignorando la mirada de Hades, prosiguió. «Las cosas han estado aburridas últimamente en el frente de guerra. Parece que Xena ha despachado algunos ejércitos. Era bastante malo cuando solamente teníamos a Hércules haciendo el bien, ahora ella aporta su granito de arena. Necesitamos encontrar un modo de detenerla.»

Hades lo contempló. «¿Nosotros?»

Ares sonrió. «Pensé que te gustaría ayudarme.»

«Dejando a un lado tu estimación de mi estabilidad mental, ¿cómo planeas hacerlo? Matarla no ha funcionado. Intentar traerla de regreso a ti, no ha funcionado. No quedan muchas opciones, ¿verdad?»

«Hades, Hades, Hades. Eliminar a Xena no es completamente necesario. Quiero detenerla. Darle alguna otra cosa en qué pensar. Distraerla. Una distracción de largo alcance. Eso impedirá su progreso lo bastante para mí.»

Hades hizo rodar sus ojos. «¿Y qué planeas exactamente?»

«Una debilidad que puede ser la caída de un verdadero guerrero. El amor de otra persona.»

«Entonces ve a dar la lata a Afrodita. Este es su departamento.»

«Ella hace el amor, no la guerra. Además, por lo que tengo pensado, se interponen sus reglas. No, necesito algo de Hefaistos. Sólo que él necesita algo de ti. Un trabajador del metal de hace cien años. Necesita su pericia con esos nuevos rayos que quiere Zeus. Es sólo temporario.»

«Y si estoy de acuerdo, ¿qué gano yo?»

«Si mi plan funciona, habrá más guerra. Guerra quiere decir muerte, y muerte quiere decir nuevos huéspedes para ti. Más aún, pediré un favor de Demeter y haré que Perséfone baje aquí un poco más pronto.»

Hades lo contempló. Se mordió el labio, pensando. «Si Zeus oye esto, esta conversación nunca sucedió,» dijo. «Dame el nombre, y el hombre de Hefaistos es tuyo. Lo quiero de vuelta en una semana.»

«Dos y tendré a Perséfone aquí abajo en un mes.»

«Hecho.»

Como la mayor parte de los otros dioses, Ares no entendía a Hefaistos. En lugar de un templo o un salón del trono, hizo su hogar en un abismo húmedo donde trabajaba constantemente.

Por supuesto, Hefaistos nunca fue uno de esos que se complacen en la vanidad. Era difícil serlo con su aspecto. Una disputa con Hera le había llevado a tener la mitad de la cara cubierta de cicatrices, y caminaba con cojera.

Esto lo hizo el más humilde de los dioses y el único cerca de los seres humanos. Pero lo que Ares no podía comprender en verdad sobre su hermano era por qué, en nombre de Zeus, Afrodita se había enamorado de él y no de Ares.

El pensamiento que su sucio, renco y corcovado hermano pudiera poseer al ser más vistoso del Olimpo no llevaba a Ares a ningún fin. Se tragó su orgullo cuando se acercó a Hefaistos. No importa lo dolido que estuviera, necesitaba la destreza de su hermano ahora más que nunca.

«¿Está hecho?» preguntó sin preámbulo.

Hefaistos alzó el objeto en sus manos. Sin una palabra, se lo dio a Ares.

El dios de guerra tomó el objeto y lo contempló durante un largo rato.

Entonces hizo algo que asustó a Hefaistos hasta lo más profundo de su alma inmortal: sonrió.


Era de noche cuando Xena y Gabrielle llegaron a la pequeña aldea. Había sido un día típico. Para estas dos eso significaba que habían combatido a una pandilla de forajidos que habían aterrorizado a los lugareños.

Las dos esperaban con placer una linda y relajante noche de descanso. Nada de señores de la guerra. Nada de bárbaros. Nada de dioses, monstruos u otros asuntos críticos de qué tratar. Sólo una bonita noche de descanso.

Su noche tuvo un inicio agitado al minuto que entraron en la posada. Xena se acercó al posadero, que estaba de pie tras un mostrador, sirviendo bebidas a las varias docenas de hombres corpulentos reunidos. «Necesitamos una habitación,» dijo ella en su tono naturalmente duro.

El posadero miró de arriba a abajo al par. Una mujer alta y bella de cabello oscuro, llevando armadura de cuero y una multitud de armas.

Al lado de ella una muchacha más joven y más pequeña, con pelo rubio, indumentaria de amazona y un bastón. «No doy habitaciones a las amazonas.»

«No somos amazonas,» dijo Xena.

«Bueno, técnicamente, no lo somos,» agregó Gabrielle. «Somos más bien como miembros honorarios. Yo soy la reina. Bueno, Xena era la reina, pero entonces murió temporalmente y yo obtuve el empleo, no somos realmente…» Gabrielle se cortó. Xena le daba su mirada patentada «cierra el pico o te mataré».

«¿Eh, oís eso, chicos? ¡Estas dos son amazonas!» gritó a sus camaradas uno de los guerreros, que obviamente había empinado demasiado el codo. Xena los miró un largo rato. «Gabrielle, ata a Argo en esa caballeriza. Espera fuera cinco minutos, entonces vuelve.»

«¿Estás segura?» Gabrielle miró al atestado bar, entonces a Xena. «Estás segura.» Rápidamente metió la mano en un bolsillo y sacó una bolsa de monedas, que dio al camarero. «Para los daños.» El camarero la miró confuso. «Confía en mí.» Con eso, se volvió y rápidamente salió fuera. No quería estar cerca cuando Xena iba a la ciudad.

Después de afianzar al caballo de Xena en la cuadra, Gabrielle caminó al pequeño estanque tras la posada. Contempló la luz de la luna reflejada en la superficie del agua, intentando bloquear los sonidos de choques, puñetazos, gruñidos y gritos que llegaban de la posada.

Su atención fue atraída por un objeto brillante yaciendo en el suelo.

Recogiéndolo, vio que era un collar con un amuleto verde unido. Gabrielle se preguntó quien desecharía tal artículo. Era bello. En un impulso, envolvió la cadena alrededor de su cuello y la aseguró.

El amuleto descansaba sobre el pecho de Gabrielle. De repente empezó a brillar, un débil resplandor verde en la oscuridad. Gabrielle sintió repentinamente un letargo apoderarse de ella, el agotamiento derramándose a través de su cuerpo.

Se sintió más cansada, más cansada que lo que se había sentido nunca antes. Hacía daño permanecer despierta, mantener sus ojos abiertos. Hacía daño pensar, luchar, hacer cualquier cosa excepto dormir. Cerrando los ojos, Gabrielle se dejó ir.

=¿Puedes oírme, Gabrielle?= La voz llenó la cabeza de Gabrielle, convirtiéndose en la única cosa que le importaba.

«… Sí…» susurró.

=Estás dormida, pero puedes oír todo que digo, ¿verdad?=

«… Sí…»

=Bien. Escúchame, Gabrielle. Te relajo, te hago sentir más confortable. Puedes confiar en mí. Puedes escucharme. Es bueno escucharme. Muy, muy bueno. ¿Verdad?=

«… Sí…»

=Ahora, Gabrielle, quiero que pienses en Xena. Quiero que pienses en tu amiga muy cuidadosamente. Quiero que pienses en vuestra camaradería, en vuestra amistad, vuestro vínculo. Tienes sentimientos profundos por Xena, Gabrielle. Muy profundos.=

«… Profundos…»

=Sí, Gabrielle. Sentimientos muy profundos. De hecho, amas a Xena. Amas su cuerpo, su cabello. Nada te gustaría mejor que inhalar su olor, que besar sus labios, saborearla. La quieres. La deseas. La amas. La amas con todo tu corazón. ¿No es así?=

«… Sí…»

=Sí, Gabrielle. La quieres. Quieres amar a Xena y tener su amor para ti. Recuerda esos sentimientos, Gabrielle. Dentro de un momento te despertarás. No te acordarás de ver este amuleto u oír esta voz. Pero recordarás tus sentimientos hacia Xena. No estés demasiado asustada para expresarlos. La amas, y ella te ama. Recuerda eso y nada más.=

Gabrielle pestañeó a la luz de la luna. Por un momento parecía haberse desmayado. Probablemente demasiado estrés. Realmente necesitaba un descanso. Ella y Xena.

Xena. Gabrielle agitó su cabeza. Dioses, ¿cómo iba ella a decirle a Xena que la amaba? No quería parecer demasiado directa. Tampoco quería arriesgar su amistad. Por una vez, la parte de bardo de Gabrielle no podía pensar en nada que decir. Excepto «Te amo.» Tan para atraer la atención como era eso, probablemente no era el mejor modo de acercarse a la situación.

Volviendo, Gabrielle entró en la posada. Xena negociaba una habitación con el posadero, que parecía muy feliz de acceder. Gabrielle tuvo cuidado de caminar alrededor de la docena o así de cuerpos inconscientes yaciendo en el piso, así como varias armas desechadas, platos, mesas y vasos. Una cosa era segura sobre Xena, generalmente siempre podías decir dónde había estado.

Xena caminaba inquieta por el cuarto. Era pequeño, teniendo una sola cama y algunas piezas de mobiliario esparcidas. A Xena no le molestaba. Realmente no se preocupaba demasiado en cosa de comodidades.

Una vida de lucha y matanza borraba tales preocupaciones mundanas. Xena echó un vistazo a la puerta que conducía al pequeño cuarto de baño cercano. Gabrielle había entrado allí, al parecer perdida en sus pensamientos. Xena tendría que preguntarle qué sucedía. Tener a Gabrielle distraída podría dañar sus posibilidades en una lucha.

Los ojos de Xena descendieron de repente sobre una mesa y un pequeño collar sobre ella. Una esmeralda verde oscuro unida a una cadena. Probablemente dejada por el inquilino anterior del cuarto. Xena lo recogió, examinándolo.

Aunque no le iban las chucherías, admiró este collar. Era una maravilla que el dueño lo hubiera dejado atrás. Después de hacer pausa por un momento, Xena se puso el collar alrededor del cuello.

En el momento que la esmeralda descansó sobre el pecho de Xena, empezó a brillar. La magia magnetizante empezó a trabajar. Invadió la mente de Xena. Intentó luchar, pero la magia de los dioses era demasiado fuerte. Xena sintió su mente flotar lejos a la deriva, ser borrada. Cerró sus ojos y se deslizó en un trance cuando el amuleto empezó a hablarle.

=Xena, ¿puedes oírme?=

«… S-sí…»

=Bien. Has tenido una vida dura, Xena. Llena de miseria y muerte. Has hecho cosas de las que no está orgullosa. Cosas que aborreces. Hay mucho dolor en tu pasado, ¿no?=

«… Sí…»

=Pero hay una cosa que puede salvarte de tu dolor, Xena. Gabrielle. Tu joven amiga. Tu joven y hermosa amiga. Disfrutas de su compañía. Disfrutas de su amistad. Disfrutas estando con ella, ¿no es así?=

«… Sí…»

=Sí. Y disfrutarías incluso más si Gabrielle dejara que la tocases. Es eso lo que realmente quieres, ¿no es cierto? Tocar a Gabrielle, besarla, amarla. Reclamarla como tuya. La amas, ¿no, Xena? Amas a Gabrielle.»

«… Sí…»

=Dentro de un momento, Xena, te despertarás. No te acordarás de haber visto este amuleto u oído mi voz. Recordarás tus sentimientos hacia Gabrielle. Y querrás expresar esos sentimientos tan pronto como te sea posible. La amas. Recuerda eso y solamente eso.=

Con eso, el collar se desvaneció en el aire. Los ojos de Xena parpadearon mientras volvía a sus sentidos. Su atención fue atraída por la puerta al abrirse.

Gabrielle estaba allí de pie, ataviada con una sencilla toalla, su pelo mojado goteando a lo largo de su espalda. Sus ojos se cruzaron con los de Xena mientras las dos se miraron fijamente una a otra durante largo rato.

Xena avanzó, vacilante al principio, entonces con más determinación. Se acercó a Gabrielle, se inclinó hacia la joven mujer y la besó en los labios.

Por un momento, Gabrielle estaba demasiado aturdida para responder. Entonces cerró sus ojos y devolvió el beso. Ella y Xena se abrazaron, la toalla de Gabrielle cayendo al suelo. Podría sentir su carne mojada apretada contra la armadura de Xena. Le dio un estremecimiento.

Cortaron el beso y apresuradamente empezó a quitarle la armadura a Xena. Desabrochó botones, desató correas y deshizo los lazos.

Varios sonidos acompañaron la caída de la armadura al suelo. Finalmente, todo lo que quedó por quitar a Xena era el tejido negro debajo toda la armadura. Desnudas, las dos se abrazaron de nuevo y se besaron. Se hundieron en la cama, Xena encima.

Xena se movió hacia abajo del cuerpo de su juvenil ayudante, llegando a los pechos. Aunque pequeños, bastaron para jugar con ellos. Xena, serenamente, pellizcó un pezón, sintiendo en respuesta el temblor de Gabrielle.

Cogió el pecho haciendo copa con su mano y le dio masaje. Lo acarició con un esmero que Gabrielle no podía haber imaginado, uno que la impulsó al borde de éxtasis.

Moviéndose a lo largo del pequeño cuerpo, Xena llegó al matorral de pelo rubio oscuro. Ya mojado del baño, el vello púbico de Gabrielle brillaba, un blanco tentador. Si había una cosa en que Xena era hábil, era acertar a un blanco. Puso sus manos en los muslos de Gabrielle y los frotó mientras ponía su boca en su pepita.

Empezó a lamer, tocando con su lengua alrededor de los labios, saboreando los jugos jóvenes que salían. Empezando lentamente, su lengua empezó a moverse más rápido, lamida tras lamida, lanzándose dentro y fuera. Cuando Gabrielle gimió, Xena empujó su lengua más profundo. Finalmente, Gabrielle se corrió, sus jugos derramándose hacia la lengua expectante de Xena.

Tomando un momento para saborear el gusto de su nueva amante, Xena se movió atrás hacia Gabrielle. Todavía abajo, la mujer más joven se movió al pecho derecho de Xena. Enterró su cara entre los pechos, dando una serie de besos en las curvas. Dejó que su lengua se arrastrara a lo largo de los montículos, inhalado su olor.

Un gemido suave de Xena le hizo saber que hacía las cosas apropiadas. Se metió el pezón en la boca y lo chupó suavemente. Los ojos de Xena se cerraron, la excitación recorriendo su cuerpo. Gabrielle era una alumna rápida y pronto su succión del pecho enviaba oleadas de placer a través del cuerpo de Xena.

Gabrielle se dejó llevar a lo largo del cuerpo de Xena, sus manos acariciando su vientre, las adorables caderas. Llegó a la pepita negro azabache de Xena y dejó que sus manos se arrastraran a lo largo de sus bien formadas piernas.

Xena se incorporó, su pepita justo encima de la faz de Gabrielle. Con un suspiro de placer, Gabrielle empezó a hacer su propia fiesta de lengua. Mientras su lengua se lanzaba dentro y fuera de la feminidad de Xena, sus manos se movieron por encima del cuerpo de Xena.

Caderas arriba, a lo largo de los pechos, apretando los montículos, a lo largo de sus piernas. Los dedos se arquearon a cada curva, a cada músculo, para deleite de Xena.

Empezó a balancearse lentamente sobre Gabrielle, deseosa de sus jugos. Los delicados dedos de Gabrielle continuaron su viaje mientras su lengua continuaba lamiendo el coño de Xena.

Por fin, Gabrielle fue premiada con el dulce sabor del jugo de Xena. Exhaustas, las dos se derrumbaron una hacia otra, tomando enormes boqueadas, intentando retardar el latido de sus corazones.

Ares contempló a las dos figuras yaciendo en la cama, una sonrisa malvada en su rostro. Finalmente, había encontrado un modo de detener a Xena.

El amor entre ella y Gabrielle sería una distracción, llevando la atención de Xena lejos del combate.

Estaría más interesada en Gabrielle que en ella misma, una situación que proporcionaría a Ares muchas oportunidades de aprovechar esta nueva debilidad. Sin tardanza, la guerra reinaría y Ares sería más poderoso que nunca.

«Yo no me instalaría en mi nuevo trono todavía.» Ares se dio la vuelta para ver una rubia alta y magnífica, en pie enfrente de él, con un atuendo rosa.

«¿Qué haces aquí, Afrodita?»

«Arreglar el lío que has armado,» respondió la diosa del amor. Ondeó su mano hacia la cama y una luz débil la cubrió. Cuando se desvaneció, Xena y Gabrielle estaban vestidas, con una distancia confortable entre ellas.

«Se despertarán mañana sin recuerdo de lo que ocurrió,» dijo Afrodita, mientras Ares la miraba fijamente. «Ni siquiera un sueño. Nada para que te aproveches.»

«¿Cómo osas…?» empezó a decir Ares.

«Papaíto Zeus me dio la autoridad.» Eso lo hizo callar. «Sabes cómo se siente acerca de acoplamientos como este. Soy la única autorizada a manipular los corazones de la gente, Ares. Realmente has sobrepasado tus límites. Oh, y si estuviera en tu lugar, me quedaría lejos del Olimpo por un rato. Zeus está bastante cabreado y ya sabes lo que pasa cuando le da el pronto.»

Ares la taladró con la mirada. «Algún día, Afrodita, pagarás por esto. Créeme. Nadie se cruza en mi camino sin ser castigado por ello. Nadie.» Con eso se desvaneció en una nube de luz débilmente brillante.

Afrodita agitó su cabeza mientras se volvía a la cama. No le había dicho la verdadera razón de que Ares hubiera sido detenido.

Se había echado a perder prematuramente para el amor.

Xena y Gabrielle estaban destinadas una para otra, pero en un segmento temporal diferente.

Desarreglarlo demasiado pronto era peligroso.

Afrodita estaba un poco ansiosa de que ellas se reunieran, pero podía esperar.

Si había alguna cosa que un dios tuviera, era tiempo.