La vida remota tenía sus rutinas, sus horarios fijos, y ese estrés sutil que se acumulaba con cada videollamada y cada tarea urgente. Pero en mi departamento, compartido con mi amiga, existía un respiro, un pacto silencioso que transformaba el ajetreo en momentos de profunda calma. No era una relación al uso, ni una historia de amor convencional; era algo mucho más específico, forjado en la confianza y el entendimiento mutuo. Lo más notable es que ella es una mujer realmente guapa, con un físico increíble esculpido en el gimnasio.
A pesar de eso, de mi propia percepción de no ser guapo y de ser algo gordo, ella me ofrecía esta intimidad. Su generosidad trascendía lo físico. Todo esto, de hecho, fue algo que ella me ofreció, que ella me propuso llevar a cabo, impulsada por una filosofía muy clara: «Deberíamos normalizar que si vemos a un hombre deseoso, no nos compliquemos y decidamos darle sexo. Que querer satisfacer a ese hombre se vea como algo completamente normal y libre de juicios.» Quizás nadie lo crea, quizás suene increíble o difícil de entender desde fuera, pero esto es algo que he estado viviendo ya por un año.
Un lunes cualquiera, con la pantalla parpadeando con correos sin leer, mi amiga me vio. Conocía mi lenguaje corporal, la forma en que mis hombros se tensaban. «Ven, tómate un tiempo para relajarte,» me dijo con esa voz suave pero firme. Sabía lo que eso significaba. Nos levantamos, dejando atrás el escritorio, y nos dirigimos a mi cama.
El aire cambió, volviéndose más íntimo, más nuestro. Sin necesidad de palabras, ella se quitó el calzón, subió su falda y, recostándose, abrió las piernas. Su mano rozó su intimidad, una invitación sutil que no necesitaba ser verbalizada. Yo hice lo mismo, sintiendo la familiar tensión y la promesa de alivio. «Estoy lista,» susurró, y en sus ojos vi esa generosidad que siempre me ofrecía.
Me subí a ella, sintiendo la calidez de su piel. Metí mi pene, lento al principio, buscando esa conexión que solo ella me ofrecía. «Estás cómodo?», preguntó, su voz un murmullo de preocupación genuina. Empecé a moverme, disfrutando cada deslizamiento, cada roce dentro de ella. No había prisa. Sus palabras me lo recordaban: «Sin prisas, tómate el tiempo que necesites.» Media hora de puro placer, de moverme con libertad, de sentir su vagina envolviéndome.
Y cuando el clímax se acercó, la solté. Me corrí dentro de ella, sintiendo la liberación total. Sus piernas se cerraron suavemente a mi alrededor, un abrazo sin palabras. Al terminar, la saqué, le di las gracias, y ella se levantó con la misma naturalidad con la que había llegado. Se limpió, se puso su calzón y ambos regresamos a nuestros escritorios, a nuestras vidas remotas, como si nada extraordinario hubiera pasado. Pero lo había. Habíamos compartido un momento de intimidad única, un alivio que solo ella sabía darme.
Otro día, la hora del almuerzo se sintió como una trampa entre reuniones interminables. Apenas había comido cuando ella me llamó. «Ven, relájate antes de volver,» me dijo, señalando el sofá junto a mi escritorio. Esta vez fue aún más rápido. El calzón y la falda se deslizaron en segundos. Abrió sus piernas, ofreciéndome su vagina de nuevo. La metí. Quince minutos. El tiempo apremiaba, pero ella estaba ahí. «Hazlo a gusto,» me dijo, y luego, viendo que el tiempo se agotaba: «Sigue, si necesitas moverte más rápido, hazlo para que te corras y no quedes a medias.» Aceleré el ritmo, y el placer fue intenso, casi violento por la urgencia. Me corrí con fuerza. Apenas terminé, me incorporé, el pantalón a medio subir. La reunión sin cámara fue una bendición. Ella, a mi lado, se limpió con la misma discreción, y continuamos con nuestro trabajo como si ese oasis de placer nunca hubiera existido.
Incluso en días de estrés máximo, la solución era la misma. Sentado en mi escritorio, la presión acumulándose, ella simplemente se despojaba de su ropa interior, se ponía a cuatro, y me ofrecía su vagina. Diez minutos. Rápidos, urgentes, pero suficientes. Metía mi pene y me movía con una velocidad que solo la desesperación por el alivio permitía. Siempre ella, atenta a mi necesidad, facilitando el momento.
Los fines de semana eran diferentes. Había más tiempo, más espacio. Un sábado, nos desnudamos por completo. Podía tocar sus pechos, besar su piel. Los succionaba, sentía la suavidad contra mi boca, una intimidad que no involucraba los labios, pero que era profunda a su manera. Luego, como siempre, ella abría sus piernas.
La penetraba una y otra vez esa mañana, moviéndome a mi antojo, sin prisas. «Sientes placer?», «Lo disfrutas?», sus preguntas eran constantes, una confirmación de su deseo de que yo estuviera bien. Hubo un momento gracioso, al principio. Mi pene se salía, una y otra vez, de su vagina. Ella soltó una carcajada. «¡Oye, tu pene no me quiere! ¡Está rebelde, no quiere meterse en mi vagina!», exclamó entre risas. Nos reímos juntos, la ligereza de ese momento reforzando el vínculo. Después, volvió la seriedad del placer, y me corrí dentro de ella, una y otra vez, con la misma libertad y confianza.
Nuestra dinámica era única, un acuerdo tácito de apoyo mutuo y placer consensuado. Sin besos, sin ataduras románticas, solo la entrega de su cuerpo para mi satisfacción, envuelta en la más pura confianza y amistad. Ella siempre dispuesta, yo siempre agradecido, y ambos cuidando nuestra salud con la misma diligencia.