Lencería para caballeros
Nunca he sido muy exigente con mis prendas intimas pero de un tiempo a esta parte estaba empezando a tomarme muy en serio mi imagen interior.
Así que decidí entrar en una de esas tiendas que venden ropa intima, tanto a mujeres como a nosotros, los hombres, que cada vez más cuidamos de nuestra apariencia.
Esta en cuestión estaba cerca de casa y tenía un gran cartel donde en bonitas letras de imprenta se podía leer el reclamo publicitario «Oferta en Lencería para Caballeros».
La tienda no era muy grande y el dependiente, taciturno y algo aburrido, me indicó la sección masculina con desgana. No parecía tomarse su trabajo con mucho empeño.
Tendría unos treinta y tantos años y aunque se le adivinaba una incipiente barriga, el caso es que no estaba nada mal…
La cuestión es que tras dudar durante un buen rato me decidí por tres modelos de slips y pregunté al muchacho por los probadores.
«Al fondo, en la trastienda», me indicó, «te acompaño por si necesitas ayuda», me dijo repentinamente animado.
Yo le seguí hasta llegar a una especie de habitación con un espejo y una cortina, que hacia las veces de probador.
«Gracias», le sonreí, y cerré la cortina.
Una vez solo me bajé quite toda la ropa, para apreciar como quedaban las prendas totalmente desnudo, que es como me gusta que me vean.
El primer slip, un modelo rojo y muy ajustado, resaltaba mi paquete y marcaba mis glúteos de forma provocadora.
La voz del dependiente sonó detrás de la cortina: «Si me dejas pasar te puedo indicar como te quedan». La solicitud me pareció extraña, pero pensé que entraba dentro de sus funciones y le abrí la cortina.
El brillo de sus ojos explorando mi paquete me indicó que tenia algo más que un mero interés profesional.
«¿Te aprietan?», me preguntó agachándose hasta quedar a la altura de mis nalgas.
«Un poco», respondí alterado.
«Es que te tiran un poco de atrás» y mientras decía esto su mano se introducía por los laterales traseros del slip, desencajando de la raja del culo, mientras su otra mano descendía hasta la parte que une los testículos con el ano, comprobando la elasticidad de la prenda. «Parece que te están un poco pequeños».
A decir verdad, tenía razón, y mi polla empezaba a hacerlos más pequeños aun, ante las caricias que me estaba propinando involuntariamente el atento dependiente.
«Pruébate estos», y me alargó una talla mayor.
Yo no sabía que hacer. Ese tipo esperaba allí agachado a que me probara los calzoncillos y mi polla había pasado de estar morcillona a lograr una considerable dureza.
Le eche valor y me quite los slips, a los que involuntariamente había dejado de recuerdo una manchita de liquido preseminal.
Cuando el muchacho vio lo que tenía que ver se impactó un momento.
«Perdona, pero tus caricias me han puesto un poco cachondo», me disculpé.
Él sonrió y me dijo que no me preocupara, que era normal y que no era la primera vez que ocurría.
Me coloqué los nuevos slips, que quedaron ajustados, dejando sobresalir la punta del nabo, dando a la situación un toque inesperadamente sensual.
El acercó su cara a la parte delantera de los calzoncillos y se quedó mirando fijamente la parte sobresaliente de mi alterada anatomía. Estiró un poco los slips por detrás e introdujo un dedo en el canalillo del culo, buscando la tira que lo recorría para ajustarlos a mis medidas provocándome un escalofrío de placer al notar sus dedos en esa zona.
Su boca quedaba tan solo a unos centímetros de mi tranca, que a estas alturas había superado los veinte centímetros. En un gesto involuntario acerqué la punta a sus labios que rozaron el glande durante un segundo.
«Perdona», le susurré alterado.
El tipo sonrió, me miró a los ojos y se relamió los labios lujuriosamente. Acto seguido introdujo su mano hasta el fondo del calzoncillo y buscó mi agujero, mientras su lengua buscó lo que hace un segundo había probado y que, a juzgar por su expresión le había gustado.
Una vez hubo ensalivado a conciencia el glande, se entretuvo en jugar con el agujerito de mi polla, para bajar a continuación por encima de la tela de los slips que a estas alturas estaban totalmente dados de sí por la longitud de mi pene.
Sentía la parte interior de sus mejillas rozándome el glande y a cada acometida parecía tragar un poco más llegando hasta los huevos… Se la saco y se la comió de nuevo, hundiéndola en aquella boca caliente mientras su experta mano masajeaba mis nalgas e introducía los dedos en mi esfínter.
Yo no podía más y comencé a someterlo a violentas embestidas, follandomelo brutalmente por la boca.
El mamón chupaba que daba gusto y le avisé que lo iba a inundar de semen, a lo que él respondió con un ronroneo revelador y aumentó la rapidez de su comida.
En unos instantes me derretí en su boca. «Ahhhhhh», grite apoyándome en el espejo.
Note como los espesos goterones iban siendo succionados hasta la última gota, parecía querer más a juzgar como ordeñaba los restos de corrida de mi dolorida polla.
A continuación se levantó y me introdujo su deliciosa lengua, recubierta aun por mi abundante corrida, jugando con mi cavidad bucal y mezclando el semen con la saliva.
«Follame», le suplique al oído, mientras le lamía la oreja.
Asintió con la cabeza y me indicó el camino de su polla con un gesto. Me abalancé sobre ella como si no hubiera comido en días. Tenía unos buenos veintitrés centímetros de aparato que coronaba un brillante y sonrosado glande que parecía decir «cómeme».
Y eso hice, lo lamí hasta que estuvo bien lubricado, para luego introducirme la tranca en toda su longitud, arrancando un gemido de placer de su propietario que decía mucho a mi favor como comedor de pollas.
Notaba los pelos de su pelvis rozándome la nariz y el maravilloso olor a sudor y a macho que me rodeaba. Era deliciosa, pero deseaba que me taladrará con ella, así que sin darle tiempo a decidir, me la saqué y me coloqué a cuatro patas, como un gatito deseoso de leche, abriéndome las nalgas con las dos manos para ofrecerle mi tesoro más oculto.
Al momento noté su lengua sobre la rosa de mi ano, lamiéndome todo. El sentir aquella lengua golosa y húmeda, invadiendo mi recto, me transportó al paraíso.
Pero la apartó de repente, a lo que yo respondí gimiendo y culeando, en espera de más, y vaya que si me lo dio. Noté como apoyaba su esplendorosa polla en la entrada de mi agujero, y como poco a poco, centímetro a centímetro iba conquistando mi interior, hasta que llego un momento que ya no había más que meter. Me sentía lleno de carne por todas partes. «Follame» le grité desesperado.
Y comenzó a moverse en un metesaca violento y placentero, en el cual notaba sus testículos chocando contra los míos en una frenética embolada que parecía no tener final.
De repente se paró y dando un alarido me inundó con su semen, llenándome el culo de leche caliente que poco a poco empezó a deslizarse por entre mis piernas.
Me di la vuelta y alcancé a introducirme aquel fenomenal pollón en la boca para almacenar en mi estomago los restos de su más que suculenta corrida.
Al rato descansábamos los dos en el suelo del probador. Entonces me acordé de los slips. Estaban debajo de nuestros cuerpos, completamente mojados por el semen que habíamos desprendido en nuestro excitante coito.
«Te los regalo», me dijo el dependiente. «Te los has ganado».
Y así fue como convertí en un sano hábito, dedicar un día al mes a comprar ropa interior en cierta tienda de mi barrio…