Me desperté pasada la media noche.Se oían gemidos a través de la pared. Mis vecinos habían montado una pequeña fiesta en su dormitorio y al parecer era de las buenas.

Ya no pude dormirme, solo podía imaginarme que estaba pasando en la pared que había detrás de mi cabeza. Dormía desnuda, así que hubo una parte que me salté. Abrí el segundo cajón de mi mesita de noche y encendí mi juguete favorito.

Notaba los pezones muy duros, antes de rozarlos ya estaban contraídos y excitados. Fui acariciando mi torso hasta ir bajando hacia mí pubis. La piel al paso del contacto de mis dedos se iba contrayendo y estremeciendo.

No quise seguir sola, así que hice algo para ser dos. Me colé por debajo de las sábanas, descubrí que dormías desnudo a mi lado y no me había dado cuenta. Empecé dando pequeños lametones, besos y se despertó un hambre voraz.

Comencé a devorarlo con ganas, pequeños suspiros lo hicieron despertarse con mi boca sobre su húmedo pene, poco a poco fue creciendo hasta llenarla. En el silencio de la noche se podía oír un dueto de gemidos, los de este lado de la pared y los del otro lado. Esos sonidos que evocan placer, piel, saliva y sexo.

Me sujetó la cabeza y fue acompasando mi boca a sus movimientos de pelvis, acomodé mi boca y mi lengua para que estuviera todo el tiempo lubricada y dar el máximo placer. Una película de saliva caía por mi barbilla, dejando un rastro de nuestro sabor. Adoro despertarlo así, lo dejo sin aliento en el momento que toma conciencia que mi insomnio acabará en sexo del bueno.

Mientras degusto tan delicioso sexo, aprovecho para mirarlo y cuando hay contacto visual, empiezo a torturarlo con más ganas, con mi boca, con mi lengua, con mis manos hasta oírlo suplicar que baje el ritmo.

Los gemidos de la otra habitación se mezclaban con los nuestros, como un eco provocador que nos empujaba cada vez más lejos. El ritmo de sus voces marcaba también el nuestro, creando una especie de concierto secreto al otro lado de la pared.

Él me tomó con fuerza y me guió hacia arriba, girándonos con destreza, hasta que mi cuerpo quedó sobre el suyo. Mi piel vibraba de deseo, mi respiración era un jadeo incontrolable. Lo miré, y en esa mirada había urgencia, hambre y rendición.

Nos dejamos llevar, sincronizando cada movimiento con esa música de placer que resonaba tras la pared. Todo era calor, saliva, respiración y gemidos compartidos, un vaivén que nos consumía poco a poco hasta perder la noción del tiempo.

Cuando el clímax nos alcanzó, lo hizo como una descarga eléctrica que recorrió cada músculo, cada fibra, arrancándonos gemidos largos, incontrolables. Me aferré a él mientras temblábamos juntos, perdidos en ese instante en el que el placer es demasiado grande como para contenerlo.

El eco de nuestros gritos se mezcló con el de los vecinos, creando una sola marea de sonidos que resonaba entre paredes. Y en ese caos perfecto, supimos que habíamos tocado el límite, el punto exacto donde el deseo se convierte en abandono absoluto.