Capítulo 3
Voy a hacer mi rutina de yoga matutina. Necesito despejar la mente.
Tomó la esterilla y la desplegó en el salón. Su atuendo, casualmente, era el uniforme perfecto para que Lucas pudiera observar y acercarse: el camisón de seda que no solo revelaba, sino que celebraba su figura.
Helena se colocó en la esterilla, y al inclinarse para estirar los brazos, el camisón de seda se tensó. El escote se hundió ligeramente, y la curvatura de su trasero se elevó con una sensualidad inadvertida.
Lucas se acercó con una calma y una confianza renovadas. Ya no era un accidente; era un plan.
—Mamá, ¿quieres que te ayude? —preguntó Lucas, acercándose a la esterilla—. Recuerdo que una vez dijiste que algunas posturas eran difíciles de profundizar sin ayuda. Puedo hacer contrapeso o asistirte.
Helena lo miró. La confusión era evidente en sus ojos, pero la resistencia se había debilitado. Un gesto como este, después de la noche anterior, era una clara invitación a la intimidad, disfrazada de ejercicio. Sin embargo, el recuerdo de sus manos sosteniéndola le había proporcionado una extraña sensación de apoyo que ahora le resultaba tentadora.
—Oh, Lucas… ¿Estás seguro? —preguntó Helena, tratando de mantener la compostura.
—Completamente. Quiero ayudarte a que te sientas mejor. El frío de anoche te tensó —dijo Lucas, con la audacia de quien sabe que está siendo permitido.
Helena asintió lentamente, rindiéndose a la nueva dinámica.
Helena se sentó, con las piernas estiradas. Lucas se colocó detrás de ella. Esta vez, no hubo vacilación. Lucas se arrodilló, su cuerpo casi tocando su espalda a través de la fina seda. Puso sus manos grandes y fuertes en los laterales de las caderas de Helena, justo donde la forma de sus grandes nalgas comenzaba a elevarse.
—Inhala, y al exhalar, te inclinas. Yo mantendré tu columna alineada.
Cuando Helena se inclinó hacia adelante, Lucas ejerció una presión lenta y firme. Sus manos se movieron sobre la seda que apenas cubría la piel, ajustando la postura de su pelvis. El cuerpo de Lucas se presionó contra su espalda, sintiendo la suave curva de su cintura y la estructura de sus hombros. La presión sostenida de sus manos en la base de sus caderas la hizo respirar superficialmente.
Helena se tumbó boca arriba, levantando su pelvis. La postura hacía que sus pechos grandes se proyectaran hacia el techo, y la seda del camisón se deslizó ligeramente hacia abajo, revelando aún más el canal central.
—Necesito que mi espalda baja esté un poco más alta —pidió Helena, su voz un susurro.
Lucas se colocó a su lado. Con ambas manos, se deslizó por debajo de la curva de su espalda baja, colocando sus palmas directamente en la parte inferior de sus glúteos, en la zona más carnosa y firme. El contacto fue pleno e ineludible. Lucas levantó y sostuvo el peso de sus nalgas redondas, sintiendo la musculatura tensa bajo su agarre.
Helena arqueó la espalda, un gemido involuntario escapó de sus labios. El calor y la firmeza del agarre de Lucas, justo en esa zona tan íntima, era un poderoso recordatorio de la noche anterior. Su mente estaba en conflicto, pero su cuerpo, por primera vez, no le obedecía.
—¿Así, mamá? —preguntó Lucas, manteniendo la presión, sus ojos fijos en el movimiento de sus pechos.
—Sí… así —Helena cerró los ojos, tratando de normalizar su respiración. El contacto no era maternal; era una afirmación de su cuerpo como objeto de deseo, y Lucas lo sabía.
Para la torsión, Helena se sentó y giró. Lucas se inclinó para asistirla, colocando su mano en su hombro. Al ejercer la palanca para profundizar el giro, el antebrazo y el lateral de su torso se presionaron contra el costado y el gran seno de Helena.
Esta vez, Lucas no se retractó. Mantuvo la presión, sintiendo la masa suave pero firme de su pecho contra su costado. El roce fue sostenido, íntimo, y la seda del camisón era una barrera inútil.
Helena sintió el peso y la calidez del cuerpo de su hijo. Este contacto, más directo que el de la noche anterior, la hizo jadear. Sin embargo, no lo detuvo. Su cuerpo se había rendido. La audacia de Lucas estaba rompiendo la confusión con la acción.
—¿Sientes el estiramiento? —preguntó Lucas, su aliento en la oreja de ella.
—Sí, Lucas. Lo siento mucho —respondió Helena. La frase era una doble confesión: sentía el estiramiento y sentía el contacto prohibido.
Al terminar, Helena se quedó en la esterilla, agotada y excitada.
Lucas no esperó a que ella se recuperara por completo. La tenía vulnerable.
—Estás muy tensa, mamá. Tanta rigidez no es buena para ti. Déjame hacerte un masaje en la espalda baja. Eso liberará la tensión.
La propuesta era la culminación de los roces. Masaje. Manos en la zona que él acababa de sostener. Helena cerró los ojos, incapaz de mirarlo. Su mente gritaba No, pero su cuerpo, aún caliente y vibrante por los toques de Lucas, ya había decidido.
—De acuerdo, Lucas —susurró, con la voz apenas audible—. Pero solo un momento. Me duele un poco la parte baja de la espalda.
Helena se tumbó boca abajo en la esterilla, poniendo su gran trasero y su espalda a la disposición de Lucas. La tela de seda era fina y se ajustaba perfectamente a cada curva, prometiendo una sensualidad sin resistencia al tacto.
Lucas sonrió. La timidez había muerto, reemplazada por una audacia triunfadora. El siguiente paso era un masaje sin barreras, un nuevo nivel de intimidad.
Helena se tumbó boca abajo en la esterilla, el delgado camisón de seda deslizado suavemente sobre la piel de su espalda. Su aceptación, aunque susurrada, fue el permiso que Lucas necesitaba para disolver la última capa de resistencia. La confusión en ella luchaba contra una necesidad física profunda y, ahora, con la comodidad de saber que su hijo le prestaba una atención tan intensa.
Lucas se arrodilló sobre la esterilla, justo detrás de su madre. La vista que tenía era hipnótica. El camisón azul marino, estirado por la postura, definía a la perfección la magnitud y la redondez de sus nalgas grandes y firmes. El tejido fino de seda se hundía ligeramente en la división, y la línea de su cintura, justo donde terminaba el camisón, era una promesa de piel suave.
Lucas deslizó su mano sobre la espalda baja de Helena, notando el calor inmediato de su piel a través de la seda. Su tacto no fue clínico; fue exploratorio y posesivo.
—Voy a empezar con la zona lumbar, que es donde se acumula la tensión por la flexión —murmuró Lucas, su voz grave, cerca del oído de ella.
Lucas aplicó una presión suave, comenzando justo por encima de su cintura. Sus dedos fuertes se movían en círculos lentos, calentando la piel. Pronto, la seda, ligeramente humedecida por el sudor del yoga, dejó de ser una barrera.
Lucas bajó sus manos con lentitud. Los dedos de su mano derecha se deslizaron hacia el hueso de la cadera, y la izquierda se aventuró sin miedo hacia el centro, deteniéndose justo en el borde donde la curva de la nalga alcanzaba su punto más alto.
Helena sintió el movimiento de sus manos. Su respiración se detuvo. Los dedos de Lucas estaban masajeando una zona que se sentía peligrosa, un límite borroso entre la espalda y el trasero. El material sedoso se deslizaba con la fricción, haciendo que la piel de ella se erizara.
Lucas notó la rigidez de sus músculos y decidió que necesitaba “aceite” para hacer el masaje más efectivo. Se levantó y regresó con un pequeño frasco de aceite de coco, el cual usaban para cocinar, pero él ya había planeado esto.
—Será mejor con un poco de aceite, mamá. La seda no me deja deslizar bien —dijo, sin pedir permiso.
Helena, con la cabeza enterrada en sus brazos, no pudo protestar. Solo emitió un suave gemido de asentimiento que Lucas interpretó como carta blanca.
Lucas vertió una pequeña cantidad del aceite tibio en sus manos. Volvió a arrodillarse sobre la esterilla, posicionándose directamente sobre la parte baja del cuerpo de Helena.
—Tengo que mover un poco la tela para que el aceite entre en contacto con la piel —informó Lucas.
Lentamente, con una precisión escalofriante, Lucas deslizó el borde del camisón hacia arriba, exponiendo la piel suave de su cintura y la parte superior de sus nalgas. El aceite tibio cayó sobre su piel. La sensación de sus manos, grandes y aceitadas, contra su piel expuesta, fue un choque sensorial para Helena.
Lucas no perdió tiempo. Comenzó a trabajar sus dedos en el músculo. La suavidad de la piel, la firmeza del músculo glúteo bajo sus palmas… La sensación era intoxicante. Lucas deslizó sus manos por toda la curva completa de una de sus nalgas, y la otra mano se enfocó en la espalda baja. El masaje era, a la vez, técnico y profundamente sensual.
Helena se quedó sin aliento. El masaje era increíblemente placentero, liberando la tensión de sus músculos, pero la conciencia de que su hijo estaba tocando su trasero desnudo (o casi desnudo) la llenaba de una excitación aterradora.
Lucas, sintiendo la piel tibia y elástica bajo su tacto, se atrevió a más. Deslizó sus pulgares hacia el centro, casi tocando la línea de su columna, y luego con una presión firme y lenta, abarcó toda la extensión de sus nalgas, como si estuviera modelando la forma redonda que tanto había codiciado.
Helena apretó los dientes contra la esterilla. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y sus pechos grandes se comprimieron contra el suelo mientras ella arqueaba su espalda baja. No pudo contener un grito sordo y ahogado de placer y conflicto.
—Eso es, mamá. Suelta la tensión —murmuró Lucas, confundiendo intencionalmente la tensión muscular con la tensión sexual.
Él se inclinó, su rostro ahora muy cerca de la parte baja de su cuerpo. El olor del aceite de coco, mezclado con el calor de su piel, lo volvía loco. Lucas mantuvo el masaje por varios minutos, sus manos recorriendo cada parte del firme trasero de su madre, un contacto que ella ahora, en su estado de confusión y placer, no era capaz de detener.
Cuando Lucas finalmente se detuvo, su respiración era agitada. Retiró sus manos con lentitud, dejando un rastro de aceite tibio y el recuerdo de un toque prohibido en su piel.
Helena se quedó inmóvil por un momento, la mente en blanco. Cuando se levantó, el rubor era profundo, sus ojos, llenos de una confusión abrumadora y un deseo recién descubierto.
—Gracias, Lucas —dijo Helena, su voz era temblorosa. Se levantó con la seda pegada a su cuerpo, la sensación del aceite y las manos de Lucas aún presentes.
Lucas sonrió, ahora la audacia convertida en confianza. Había roto otra barrera, y Helena lo había permitido.
Lucas se levantó con calma, limpiando el aceite de sus manos y de la esterilla. Se vistió rápidamente, decidiendo que la compostura era ahora su mejor arma. Helena salió del baño unos quince minutos después, vestida con pantalones vaqueros ajustados que moldeaban sus firmes nalgas y una blusa de algodón que contenía sus grandes pechos. Su actitud era de “mamá responsable” para restablecer la distancia, pero sus ojos estaban nerviosos.
Lucas le sirvió el café con un tono tranquilo.
—Mamá, sé que fui demasiado lejos con el masaje —dijo Lucas antes de que ella pudiera hablar—. Lamento haber cruzado ese límite y haberte asustado. Entiendo que eso no puede volver a pasar.
Helena lo miró, aliviada por la madurez inesperada. —Gracias, hijo. Es importante que lo sepas.
—Pero no quiero que te aísles por mi culpa —continuó Lucas, atacando su vulnerabilidad—. Estás tensa. ¿Qué te parece si encontramos algo que podamos compartir que nos mantenga cerca, pero con más espacio? Podríamos ir a caminar y explorar el bosque. Estaríamos juntos, pero a una distancia segura.
Helena dudó, pero la sensatez de la propuesta y su necesidad de compañía la desarmaron.
—De acuerdo, Lucas. Es una idea madura. Después de desayunar, vamos al sendero
Dos días de rutina se habían asentado desde el incidente del masaje en el yoga. Lucas había continuado con su ayuda matutina, y Helena, aunque estableciendo límites verbales, cedía a los toques firmes y prolongados en sus caderas y espalda baja. Lucas actuaba con una audacia disimulada; Helena respondía con una confusión indulgente.
La tarde del lunes, el clima se había vuelto frío y húmedo. Helena había pasado un largo rato en la cocina y decidió que necesitaba un baño caliente para relajar los músculos tensos.
Lucas estaba cerca de la cocina cuando escuchó el grito frustrado de Helena.
—¡Lucas! ¡El calentador está otra vez fallando! ¡El agua está helada! —Helena salió del baño envuelta en una toalla de felpa blanca, idéntica a la que usó en el incidente del beso, con el cabello suelto, húmedo y oscuro sobre sus hombros.
La toalla, envuelta apresuradamente, era su única cobertura. Se pegaba al cuerpo por la humedad del vapor anterior y se notaba cómo luchaba por cubrir la magnitud de sus grandes pechos, cuya curva era evidente contra el tejido empapado. La toalla apenas llegaba a la mitad de sus muslos, dejando entrever una gran extensión de piel y la parte inferior de sus nalgas firmes cuando se movía.
La visión golpeó a Lucas con una fuerza electrizante. Su timidez habitual se evaporó ante la exposición accidental de su madre, dando paso a una confianza depredadora.
—Tranquila, mamá. Yo lo arreglo. Debe ser la presión —dijo Lucas, intentando mantener un tono práctico mientras sus ojos devoraban la figura de su madre.
—Por favor, hazlo rápido. Me estoy congelando —pidió Helena, cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto de frío y vulnerabilidad.
El calentador de agua estaba en un cuartito pequeño y claustrofóbico, casi un armario, al final del pasillo. Lucas entró primero. Helena, tiritando, se acercó para verlo trabajar, acortando la distancia por el frío y la necesidad.
Lucas se arrodilló para manipular las tuberías y las válvulas, y Helena se inclinó sobre él para ver mejor.
—¿Ves algo, Lucas? —preguntó Helena.
Al inclinarse, la toalla se abrió ligeramente en la parte superior, y la vista que Lucas tuvo fue cegadora. Los grandes pechos de su madre, libres y pesados bajo la tela húmeda, se comprimieron al inclinarse, y Lucas pudo ver el contorno de su pezón contra la felpa fina. Su cuerpo se encendió.
—Creo que sí —dijo Lucas, su voz grave, su mano temblando ligeramente—. Hay que mover esta llave de aquí. Pero no puedo alcanzarla bien.
Lucas ideó su trampa. Se enderezó y se giró, quedando espaldas contra el pecho de Helena.
—Mamá, dame apoyo. Necesito hacer mucha fuerza con este brazo. Acuérdate contra mí.
Helena, tiritando y desesperada por el agua caliente, obedeció. El instinto de proteger a su hijo de un esfuerzo la dominó. Se pegó a la espalda de Lucas.
Los grandes pechos de Helena se presionaron firmemente contra la espalda musculosa de Lucas a través de la toalla. Lucas sintió la suavidad y el volumen de su cuerpo detrás de él, y la toalla fue una barrera inútil. Su vientre y caderas se presionaron contra las firmes nalgas de Lucas. Con la presión, la toalla se deslizó ligeramente por la tensión, revelando una franja de piel desnuda en el muslo y la parte baja del vientre de Helena que se presionó directamente contra el chándal de Lucas.
Lucas ejerció la fuerza mínima necesaria en la llave, pero mantuvo la posición por un tiempo excesivamente largo, disfrutando de la sensación. La erección de Lucas se hizo notoria contra el abdomen de Helena.
Helena sintió el bulto y se quedó inmóvil. Su respiración se detuvo. La confusión se había esfumado, reemplazada por el shock y una excitación incontrolable. Ella sabía exactamente lo que estaba sintiendo. El contacto del cuerpo de él, tan fuerte y firme, la hacía sentir deseada de una manera que hacía años había olvidado.
—Listo —dijo Lucas, con la voz ahogada. Retiró la mano de la llave.
Lucas no se separó de inmediato, sino que giró la cabeza lo suficiente para rozar la oreja de Helena.
—Creo que ahora sí tendrás agua caliente. Pero tuviste que abrazarme para lograrlo.
Helena se separó rápidamente, el rubor subiendo por su cuello. Se tambaleó hacia la salida del armario, la toalla resbalando y obligándola a sujetarla con fuerza.
—Ve a… ve a terminar —murmuró Helena, su mente dando vueltas por la obvia intencionalidad de la situación y la respuesta de su propio cuerpo al contacto.
Helena regresó al baño, cerrando la puerta con un golpe sordo. Lucas sabía que había alcanzado un punto de no retorno. Ella había sentido su cuerpo, y su respuesta no había sido de total rechazo. La negación ya no era una opción.
Lucas tomó la decisión de retirarse. No la seguiría. Le daría tiempo para que su propio cuerpo, excitado por el contacto, convenciera a su mente confusa.
Lucas encontró a Helena en la sala, sentada en el sofá con un libro. La hora era tardía y la luz era suave. Helena había adoptado un nuevo uniforme de comodidad seductora:
El tejido elástico, muy ajustado, no dejaba nada a la imaginación, delineando con precisión la firmeza de sus muslos y la plenitud de sus nalgas grandes y redondas.
La tela se ceñía sin piedad a sus grandes pechos, cuyo volumen se proyectaba con claridad, haciendo que el escote profundo fuera una invitación constante. La figura era abrumadoramente sensual, y Lucas sintió una oleada de deseo febril.
Lucas se acercó con su libro de matemáticas. —Mamá, por más que leo esto, no entiendo la teoría de conjuntos —dijo Lucas, sentándose tan cerca que sus muslos se tocaron bajo el tejido de los pantalones.
Helena intentó ignorar la proximidad y la tensión que emanaba de su hijo. —A ver, Lucas. Muéstrame.
Se inclinó sobre el libro para señalar un diagrama. Lucas vio cómo la camiseta ajustada se tensaba sobre sus grandes pechos.
—Mira, hijo. Es simple. Lo que pasa es que te distraes —dijo Helena, intentando sonar estricta.
Lucas levantó la mirada y la sostuvo. —Me distraigo porque me pareces increíblemente hermosa, mamá. Y ahora mismo, no me puedo concentrar en la lección.
Helena suspiró profundamente. La voz de Lucas era honesta, y su deseo era palpable. Ella había fallado en crear una barrera. Tenía que intentar una estrategia radical para desmitificar su cuerpo y acabar con la atracción por lo prohibido.
Helena cerró el libro y miró a Lucas con una mezcla de desesperación y audacia.
—Escúchame, Lucas. Ya no puedo pretender que esto no pasa. Sé que es la edad y que es la atracción por lo prohibido. Y creo que si obtienes lo que deseas, dejarás de desearlo. Dejarás de verme como una mujer y volverás a verme como tu madre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lucas, su corazón latiendo con fuerza ante la posibilidad.
Helena se inclinó hacia él, su aliento era un susurro en su oído. —Te voy a proponer un desafío para que te concentres y para que dejes de verme así. Te daré el mayor incentivo posible.
Helena abrió el libro en la página de ejercicios. —Hay tres ejercicios de diferencia simétrica. Por cada ejercicio que me expliques y resuelvas correctamente, yo me quitaré una prenda. Con la intención de que, al final, me veas completamente y te des cuenta de que no hay magia en mi cuerpo, y que esa atracción se acabe.
La propuesta era explosiva. Lucas sintió una oleada de triunfo y deseo. Su madre le estaba dando permiso para desvestirla con la excusa de las matemáticas.
—Trato hecho, mamá. Pero si fallo, ¿me vuelvo a poner la camiseta? —preguntó Lucas, con una sonrisa arrogante.
—Si fallas, volvemos a la normalidad. Pero si aciertas, el premio es la desensibilización —dijo Helena, su voz temblaba por el miedo a lo que estaba a punto de hacer.
Lucas terminó la explicación de la Unión de Conjuntos con una precisión impecable. Helena, aunque orgullosa, estaba en pánico.
—Respuesta correcta, Lucas —dijo Helena, su voz baja y tensa—. Ahora, quítate la camiseta.
Lucas se levantó lentamente. Helena observaba con una mezcla de miedo y deseo mientras él se despojaba de su camiseta. La dejó caer al suelo, revelando su torso fuerte y bien formado. Lucas se sentó de nuevo, la intensidad en sus ojos era palpable.
—Bien, ya cumplí con mi parte. Ahora te toca a ti —dijo Lucas, con calma.
Helena se levantó con movimientos lentos y nerviosos. Con un esfuerzo visible, deslizó los tirantes de la camiseta por sus hombros y, tras un suspiro, la dejó caer al suelo. Helena se quedó con el torso desnudo, revelando un sujetador de encaje negro que, lejos de ser práctico, elevaba y exponía el volumen de sus grandes pechos.
Helena se sentó de nuevo, sintiendo el aire fresco sobre su piel. —Aquí tienes. Mi intención es que veas que no hay nada mágico, y te concentres en la lección.
—Me estoy concentrando —dijo Lucas, con su mirada fija en el encaje que cubría los senos de su madre—. Y estoy concentrado en el premio.
—El siguiente ejercicio es la Intersección de Conjuntos. Explícamela. Y si lo hago bien, quiero el siguiente premio.
—¿Cuál es el siguiente premio? —preguntó Helena, nerviosa.
Lucas se inclinó hacia ella, la proximidad era extrema. Su voz era un susurro ronco, forzándola a escucharlo atentamente.
—Si acierto el segundo ejercicio, no quiero que te quites otra prenda, mamá. Quiero que me dejes besarte en la boca, profundamente. Para que la atracción se rompa.
Helena se quedó sin respiración. La idea de un beso tan íntimo la aterró, pero la lógica retorcida de la “desensibilización” la obligó a ceder.
—Solo un beso. Y solo si aciertas —dijo Helena, cerrando los ojos.
Lucas se concentró. Explicó la Intersección con claridad. —La Intersección es solo el elemento común a ambos, ni más ni menos.
—Correcto —dijo Helena.
Lucas no esperó. Se inclinó y besó la boca de su madre con una pasión contenida. Helena, abrumada por la audacia y su propio deseo, respondió con fervor, abriendo sus labios al contacto. El beso fue profundo y exploratorio, y duró hasta que Helena se separó, jadeando.
—Basta, Lucas. El siguiente ejercicio.
Helena sabía que el final estaba cerca. Se ajustó el sujetador, intentando en vano restaurar la barrera.
—El último ejercicio es la Diferencia Simétrica. Es la más difícil. Si fallas, paramos aquí y te vistes.
—No voy a fallar, mamá —dijo Lucas, con una sonrisa triunfal.
—¿Cuál es el premio esta vez? —preguntó Helena, temiendo la respuesta.
Lucas miró fijamente el sujetador de encaje que cubría sus pechos.
—Si acierto, quiero que me dejes masajear y acariciar tus grandes pechos por encima del sujetador, durante todo el tiempo que me tome explicar el concepto. Para que veas que son solo “tejido” y la fascinación se acabe.
Helena se sintió derrotada. Sus pechos grandes y firmes eran el centro de su vulnerabilidad. Pero el pacto la ataba.
—De acuerdo. Si aciertas. Pero solo por encima de la tela —dijo Helena, temblando.
Lucas se concentró y explicó la Diferencia Simétrica con una precisión brillante. —…son todos los elementos que están en A o en B, pero no en la intersección. Es la parte no compartida.
—Correcto. Eres brillante —murmuró Helena.
Lucas no perdió tiempo. Deslizó sus manos sobre el torso de Helena y tomó sus grandes pechos con una firmeza gozosa, sintiendo el volumen y la suavidad a través del encaje fino. Lucas masajeó y acarició sus senos, disfrutando del contacto total. Helena cerró los ojos, un gemido bajo escapando de su garganta, su cuerpo arqueándose hacia el contacto.
Lucas continuó acariciando sus senos por unos segundos más, y Helena no lo detuvo. El minuto ya había pasado.
—Aún me queda un ejercicio de repaso, mamá. Para asegurar el concepto —dijo Lucas, mintiendo sin piedad, su voz ronca.
Helena abrió los ojos, sus pupilas dilatadas por el placer. —Lucas, no hay más ejercicios.
—Pero hay más premios —Lucas se inclinó hacia ella—. Si te explico por qué la Intersección es la parte más simple, quiero que te quites el sujetador y me dejes besar tus senos desnudos por un minuto. Para que veas que son solo glándulas y la obsesión se disipe.
Helena negó con la cabeza, sus pechos desnudos bajo el encaje ahora palpitaban. —No, Lucas. Eso es demasiado.
—Pero el deseo es real, mamá. Y quieres que desaparezca. No es mi culpa que seas tan hermosa y que tu solución sea mi premio —presionó Lucas.
Helena suspiró profundamente. La tentación de la liberación, aunque fuera con este método perverso, era demasiado fuerte.
—Un minuto. Y luego paras y nos vestimos. Pero acierta la explicación.
Lucas la explicó con una rapidez brutal. —…la Intersección es la parte que te está pidiendo a gritos que sigas, mamá.
—¡Correcto! —dijo Helena, cerrando los ojos en señal de rendición.
Helena se desabrochó el sujetador, lo deslizó por su cuerpo y lo tiró al suelo. Sus grandes pechos, firmes y llenos, quedaron expuestos a la luz.
Lucas no dudó. Besó la boca de Helena y luego dirigió sus labios y su boca al seno de su madre, besando y lamiendo la piel suave. Helena soltó un gemido de placer y culpa, sus manos enredadas en el cabello de su hijo.
El minuto terminó, dejando a Helena jadeando. Su cuerpo superior estaba completamente expuesto, y Lucas la miraba con una adoración triunfal.
—Última pregunta, mamá. ¿Por qué la diferencia simétrica es la más difícil?
Helena no tenía fuerzas para luchar. —Dime el premio.
—Si acierto esta última pregunta, quiero que te levantes y me dejes acariciar y masajear tus nalgas grandes a través de tu pantalón de yoga, para ver si la atracción es solo frontal.
Helena estaba derrotada. Se puso de pie, dándole la espalda a Lucas, su cuerpo superior desnudo.
—Acierta, Lucas. Termina con esto.
Lucas explicó la última lección con facilidad. Helena asintió, derrotada. Lucas se levantó y se colocó detrás de su madre, sus manos dirigidas a las nalgas firmes cubiertas por el ajustado pantalón de yoga. El contacto fue total y prolongado, el último límite físico de la razón.
Lucas mantuvo sus manos firmemente plantadas sobre las nalgas grandes y firmes de Helena a través del ajustado pantalón de yoga. La fricción constante del tejido contra sus palmas, sumada a la vista de su espalda desnuda y sus pechos desbordantes de perfil, lo llenaba de una euforia triunfal.
Helena se quedó inmóvil, las manos apoyadas en la pared del salón. El masaje en sus nalgas, aunque cubierto por el pantalón, era profundo y posesivo. Su respiración se aceleraba con cada movimiento de Lucas.
—Ya cumpliste con el trato, Lucas —murmuró Helena, su voz temblaba por el placer y la rendición—. Me demostraste que puedes concentrarte. Ahora, por favor… detente y vístete. Esto no está funcionando como yo quería.
Lucas no se detuvo. Deslizó sus manos desde el centro de sus nalgas hacia sus caderas, acariciando los bordes del pantalón de yoga. Se inclinó y susurró a su oído, su aliento cálido en la piel desnuda de su cuello.
—Claro que no está funcionando, mamá. Porque tu método es ilógico.
Helena se giró levemente, forzando a Lucas a detener las caricias, aunque sus cuerpos quedaron a una proximidad peligrosa. Su torso desnudo se arqueó hacia él.
—¿Ilógico? Te he dado todo lo que querías para que perdiera el encanto —protestó Helena, sus ojos brillantes con lágrimas de frustración y deseo—. ¡Te dejé ver y tocar mis senos! ¿Qué más quieres para que me veas solo como tu madre?
Lucas llevó su mano al rostro de Helena, acariciando su mejilla y luego su mentón.
—Quieres que te vea como solo mi madre, pero te vistes y te comportas como la mujer más deseable que he conocido —dijo Lucas, con la voz suave, pero llena de reproche—. Me pides que te quite el encanto, pero ese encanto es real. Y no se va a ir con una caricia de un minuto.
Lucas miró fijamente el pantalón de yoga que aún cubría sus caderas y muslos.
—La lógica de conjuntos que acabas de explicar se aplica a esto. Hemos quitado la camiseta, el sujetador… eso son los conjuntos A y B. Pero aún queda la intersección, mamá. Lo que une todo.
Helena miró el último obstáculo de tela que la cubría. —No sé de qué hablas.
—Hablo de la tensión acumulada. De la honestidad. Y de la falta de total liberación. —Lucas bajó su mano al borde del pantalón de yoga en su cadera—. No me voy a concentrar en la escuela si sé que tienes una necesidad que te estás negando. Y esa necesidad no se resuelve viendo. Se resuelve sintiendo.
—¿Y cuál es tu propuesta, Lucas? —preguntó Helena, sintiéndose totalmente derrotada y excitada por la descarada honestidad de su hijo.
—Mi propuesta es la Diferencia Simétrica —dijo Lucas, su mano se deslizó bajo el borde del pantalón de yoga, tocando la piel de su vientre—. La parte que te queda por liberar.
Lucas no esperó la respuesta. Usó el mismo tono de voz firme y negociador que usó para explicar las matemáticas.
—Si me dejas terminar con la lección y quitarte estos pantalones y las bragas, para que tu cuerpo quede totalmente liberado de la tensión, te prometo que mañana por la mañana nos vestiremos juntos y hablaremos de cómo podemos seguir siendo cercanos sin este juego de la atracción prohibida. Te daré el espacio de la mañana, pero la noche es para terminar con esta necesidad.
Lucas hizo una pausa. —Solo quiero terminar con la lección, mamá. Quiero desvestirte por completo para que te liberes.
Helena cerró los ojos, la lujuria y la culpa chocando violentamente. Su hijo la estaba desnudando con argumentos lógicos, y ella estaba cediendo porque su cuerpo desnudo ardía por más.
—Si lo haces, Lucas, no hay vuelta atrás —susurró Helena.
—Lo sé. Y te prometo que después de esto, buscaremos una solución. Pero ahora, déjame terminar con la lección de la desnudez —dijo Lucas, y sin esperar una respuesta verbal, deslizó sus dedos sobre el elástico del pantalón de yoga.
Lucas bajó la cremallera imaginaria de la cintura del pantalón. Con una lentitud desesperante, Lucas deslizó los pantalones por sus caderas anchas y nalgas firmes, hasta que la tela y la última braga de encaje negro cayeron a sus pies.
Helena se quedó completamente desnuda, vulnerable y expuesta, solo a la luz tenue de la sala. Lucas se inclinó y la besó con una pasión sin límites, sus manos tomando posesión de todo su cuerpo.
Helena se encontraba completamente desnuda frente a Lucas, su cuerpo magnífico expuesto a la tenue luz de la sala. El pantalón de yoga y las bragas de encaje reposaban en el suelo. La rendición de Helena era total, su cuerpo temblaba por la excitación y la audacia de lo que acababa de permitir.
Lucas la miró por un instante, saboreando el triunfo. La visión de su madre, su piel suave, sus nalgas grandes y redondas, sus muslos firmes y sus pechos pesados, lo abrumó. Su deseo era incontrolable.
Lucas se inclinó y la besó. Este beso fue diferente a todos los anteriores. Fue profundo, posesivo y sin ninguna reserva. Lucas no buscaba persuasión; buscaba conquista y respuesta.
Su boca se abrió con urgencia sobre la de ella, su lengua explorando cada rincón de la boca de Helena. Su aliento era caliente, mezclado con un gemido grave de triunfo. Lucas la sujetó con una mano detrás de la cabeza y la otra en la base de su columna vertebral, presionando su pelvis contra la de ella.
Helena respondió al beso con una necesidad salvaje. La vergüenza desapareció, reemplazada por una lujuria ciega. Ella sintió la dureza de su cuerpo masculino contra su vientre y entendió la magnitud de lo que estaba sucediendo. Sus labios estaban magullados, pero deliciosamente estimulados. Ella gimió en el beso, sus manos aferrándose desesperadamente a los hombros de Lucas.
Sin romper el beso, las manos de Lucas comenzaron a explorar el torso desnudo de Helena, siguiendo el camino que antes había marcado la tela.
Lucas deslizó sus manos por los costados de Helena, sintiendo la suavidad de su piel, y luego se detuvo en su abdomen plano. Acarició esa zona por un momento antes de subir. Con lentitud, sus manos tomaron posesión de sus grandes pechos. Lucas los amasó con suavidad y firmeza, levantando el volumen de su busto con sus palmas, mientras sus pulgares rozaban y excitaban sus pezones.
Ella arqueó la espalda, su pecho hinchándose ante el contacto. Sintió un calor abrasador extenderse desde sus senos hasta su vientre. Sus pezones se endurecieron dolorosamente, pero el dolor se mezclaba con un placer insoportable. Ella separó sus labios del beso para soltar un gemido ahogado de pura excitación. El sentimiento de ser tocada así por su hijo era una descarga eléctrica, una liberación de años de represión.
Lucas se separó del beso, su mirada fija en el rostro de Helena, ahora marcado por el deseo. Luego bajó su mirada, concentrándose en la parte baja de su cuerpo. Lucas deslizó sus manos por su espalda y luego las posó directamente sobre la piel suave de sus nalgas grandes y redondas. Él no solo las acarició; las apretó, sintiendo la firmeza y el volumen completo de su trasero bajo sus palmas. Sus dedos exploraron la curva inferior, levantando ligeramente la masa de su carne. Luego, deslizó una mano hacia adelante, tocando la base del muslo interno de su madre, cerca de su intimidad.
Helena tembló. El contacto directo de las manos grandes y calientes de Lucas en sus nalgas y la proximidad a su sexo la hizo temblar incontrolablemente. Sintió un fuerte espasmo en su vientre bajo. El placer era tan intenso que sintió que iba a desmayarse. Un grito ahogado de placer y rendición escapó de su boca. Su cuerpo se rindió, inclinándose hacia adelante, buscando más presión.
Lucas sabía que no había vuelta atrás. Se separó del cuerpo de Helena solo para rodearla con sus brazos y levantarla en un abrazo firme.
—Mamá… Ya no hay lecciones. Solo esto —susurró Lucas, su rostro enterrado en el hueco de su cuello.
La levantó fácilmente, su cuerpo desnudo y suave presionándose contra su torso fuerte y caliente. Lucas la abrazó con una posesividad total.
Helena cerró los ojos y rodeó el cuello de su hijo con sus brazos. Se sintió liviana, deseada y completamente a merced de la situación. El contacto de su piel con la de él, torso contra torso, pecho contra pecho, fue el sello final de la rendición. Ella sabía que su hijo la llevaba al dormitorio para terminar lo que habían empezado con la lección de matemáticas.
Lucas comenzó a caminar hacia el dormitorio, llevando a su madre desnuda y temblorosa en sus brazos.
cas llevó a Helena en sus brazos, su cuerpo desnudo y suave presionándose con fuerza contra su torso caliente. La breve caminata hacia el dormitorio se sintió como un ritual inevitable. Lucas entró, cerrando la puerta con el pie. Depositó a Helena con delicadeza sobre la cama, cuyas sábanas blancas ofrecían un contraste dramático con su piel. Se inclinó sobre ella y la besó de nuevo, un beso largo y profundo que prometía el clímax inminente.
Las manos de Lucas recorrieron el muslo interno de Helena, su cuerpo se cernía sobre el de su madre. El ambiente estaba cargado de deseo, y Lucas estaba a punto de terminar el juego.
Justo cuando Lucas iba a llevar su mano más allá y su peso sobre ella, Helena hizo acopio de una última, desesperada, y fugaz ráfaga de razón.
Helena puso sus manos en los hombros de Lucas y lo empujó suavemente, forzándolo a separarse apenas un centímetro, interrumpiendo el beso.
—¡Espera, Lucas! —su voz era un susurro roto y desesperado, mezclado con jadeos—. No. Tenemos que parar aquí.
Lucas se detuvo, su cuerpo tenso, su respiración agitada. Su rostro era una máscara de frustración y deseo.
—¿Parar, mamá? ¿Después de desnudarte y de que me has besado así? —preguntó Lucas, su voz ronca.
Helena, aunque totalmente expuesta y excitada sobre la cama, luchaba por mantener el control. —Sé lo que siento, Lucas. Y lo que sientes tú. Pero si vamos más allá ahora, no habrá forma de volver a la normalidad. La culpa nos va a destruir. Necesitamos una solución, no un arrebato.
Helena tomó la mano de Lucas, la que antes había acariciado su piel, y la besó. —Me has demostrado que eres inteligente. Eres racional. No quiero que esto sea solo un impulso prohibido. Quiero que hablemos sobre esto.
—¿Hablar de qué, mamá? ¿De que te deseo? Ya lo sabemos —presionó Lucas.
—De cómo vamos a manejar esto a partir de ahora —dijo Helena, con una resolución renovada—. Tienes razón, el deseo no se va. Y yo ya no puedo fingir. Pero si rompemos esta última línea, todo se desmorona. Prometimos buscar una solución. Yo ya te di el cuerpo. Ahora tú dame la palabra.
Helena hizo una propuesta firme:
—Levántate, Lucas. Vístete. Vuelve a la sala. Yo me quedaré aquí, desnuda, por un momento, asimilando lo que acaba de pasar. Y tú harás lo mismo. Mañana por la mañana, cuando las luces estén encendidas, vamos a negociar un acuerdo. Vamos a ver cómo podemos satisfacer esta necesidad sin que destruya nuestra vida. ¿Aceptas que la solución es más importante que el momento?
Helena le estaba pidiendo que aplicara la misma lógica fría de las matemáticas a su pasión.
Lucas se quedó inmóvil, mirando el cuerpo desnudo de su madre sobre las sábanas. El desafío era claro: control sobre deseo.
Lucas se levantó lentamente de la cama. Miró a su madre una última vez, su cuerpo perfecto y expuesto. Se inclinó y besó su frente, un gesto de reconocimiento a su autoridad.
—Bien, mamá. El control es tuyo. Y tienes razón. La solución es el último ejercicio.
Lucas se dio la vuelta, salió del dormitorio y cerró la puerta, dejando a Helena sola, desnuda y temblando en la cama, el destino de ambos pendiente de la negociación matutina.