Sandra me observa fijamente mientras avanzo con mi verga en la mano dirigiéndola a la entrada tan deseada.

Su frente está perlada de sudor, la falda a la altura de su cintura, sus calzones botados en alguna parte y sus senos al aire.

Sus piernas abiertas esperan el visitante que goloso está presto a penetrarla, a hacerla mujer, a desflorarla. Si, desflorarla.

Sandra tiene veinte años y soy el primer hombre al que se entrega. Soy quien recibe su virginidad y la hará mujer y también soy su tío.

La miro a los ojos, para encontrar en ellos la fortaleza que me permita continuar con este incesto, olvidando prejuicios y moral.

Y ella continúa con sus ojos enormemente abiertos fijos en mí, dispuesta a ser penetrada por vez primera, a que sea yo el depositario de su preciosa joya, a ser completamente mía. Dispuesta a ser mujer.

Mientras avanzo dispuesto a penetrarla, no puedo evitar recordar el momento en que la vi por vez primera: pasó por mi lado a abrazar a su madre, mi prima, que lloraba desconsolada.

Estábamos en el velorio de mi tía y el ambiente era de profundo dolor. Pero entró con sus veinte años y sentí que el corazón aceleraba su marcha en mi pecho.

¿Cómo era posible que a mis sesenta años pudiera sentir esa mezcla de intensa emoción y desasosiego, de inquietud y tranquilidad, de exaltación y deseo, que en definitiva es la atracción por otra persona? ¿Sería su juventud?

Su imagen se me clavó a fuego en el corazón, aunque no fuimos presentados ni ella se fijó en mí. Y claro, ella estaba sumida en el dolor y yo ni nadie podría lograr su atención en esos momentos.

Me acerco con mi instrumento dispuesto a explorar la intimidad de su cuerpo, con los ojos semi cerrados, intentando guardar en mi mente todo este momento único para ambos, para ella su primera vez y para mí la única, pues no creo que vuelva a tener esta oportunidad con ella.

Es que cuando reaccione temo que se vaya a recriminar el haber cedido a mis deseos, aunque las circunstancias fueron tan especiales que difícilmente podría haberse negado a satisfacerme.

Cuando la conocí me hice muchas fantasías, pero nunca pensé en una posibilidad como la que estoy viviendo: poseerla. En mis sueños ella se enamoraba de mí y vivíamos un romance hermoso y pletórico de besos y abrazos, en el que no había sexo, ya que esa posibilidad estaba absolutamente fuera toda posibilidad.

Después del funeral se produjo un acercamiento con la familia de mi prima, pero Sandra seguía sin fijarse en mí.

Solamente al final de una reunión familiar logré captar por unos breves momentos su atención y ello bastó para que todos los sentimientos que estaban en germen explotaran como en una erupción juvenil de amor y pasión.

Ya no me sería posible apartarla de mis pensamientos, pues a la primera imagen llorosa se le agregó la risa de nuestro segundo encuentro, su mirada límpida y serena, sus gestos cariñosos pero sin malicia, sus palabras pletóricas de inocentes intenciones que yo transformaba en insinuaciones.

Y fue así que un día en casa de sus padres, durante una reunión social, se me dio la oportunidad de charlar más en extenso con ella mientras revisaba su computador para solucionarle un problema técnico.

Hablamos de cosas intrascendentes, pero ella junto a mí me hizo sentir que mi amor por esa muchacha se hacía incontrolable. Pero ella actuaba con absoluta naturalidad, sin ninguna doble intención, pues me veía como un tío al que recién venía conociendo.

Y la frescura de su juventud, lo espontáneo de su actuar, sus gestos y su risa, su cuerpo y sus ojos, sus senos y su sonrisa, su mirar intenso y sus palabras, todo, absolutamente todo, me hicieron perder el juicio y sumirme en una pasión descontrolada por ella.

Y fui alimentando esta pasión con visitas a su casa, con cualquier pretexto. Y ella me recibía informalmente, incluso en una oportunidad estaba en pijama y conversamos en su dormitorio.

Para ella todo era normal, para mí un infierno de deseo, viendo sus grandes senos cerca de mi rostro cuando yo estando sentado viendo su computador ella se acercaba por el lado para indicarme algo, o cuando sus piernas se insinuaban entre los pliegues de su vestido y yo intentaba disimuladamente ver algo de sus muslos.

O cuando podía ver a trasluz su imagen si ella se paraba con su bata frente al ventanal y los rayos del sol delineaban su cuerpo.

Y cuando hablábamos por teléfono, ella invariablemente se despedía con un «besitos, tío» que yo recibía como si fueran verdaderos, los que me sumían en un vértigo de felicidad pues me sabía correspondido, aunque Sandrita nunca tuvo otra intención que ser amable conmigo.

Ella también cierra los ojos, preparándose a recibir el intruso que se acerca raudo, mientras sus senos se mueven acompasadamente al ritmo del aceleramiento de los latidos de su corazón, presintiendo que en unos segundos su vida cambiará radicalmente en manos de su tío. En la verga de su tío, para ser más precisos.

Y así viví tres meses sumido en una pasión solitaria que mi bien amada no sabía y a la cual no había contribuido para nada. Todo en ella siempre fue inocente, sin ninguna doble intención.

Toda la maldad siempre estuvo de mi parte, imaginándola en mis brazos, correspondiendo a mi amor, a mis besos, a mis sentimientos.

Y yo era feliz viviendo este amor en solitario, sin pensar que un encuentro casual entre ambos cambiaría nuestra relación totalmente, llevándola a mis brazos y haciéndome conocer la increíble felicidad de tenerla toda para mí.

Siento la tibieza de sus labios vaginales que hacen resistencia a la penetración, pero al mismo tiempo rodean la cabeza de mi verga como invitándome a entrar a pesar de la oposición de la entrada inviolada hasta ahora.

Ella siente la fuerza del pedazo de carne que se pone a la entrada de su sexo, pugnando por penetrar, pero su virginidad se lo impide aunque ella desea tenerlo ya adentro.

Era un día de primavera, cuando la frescura de la brisa empezaba a reemplazar el calor reinante, haciendo de la tarde un agradable momento para pasear, especialmente cuando no se tiene panoramas por delante.

Mi familia había salido fuera de la ciudad y no me entusiasmaba para nada pasar esa velada en solitario, así que decidí ir al cine.

Estaba intentando decidir la película que vería, cuando una voz me dice alegremente «hola, tío» y me la encuentro a Sandra junto a mí, más linda que nunca, tan alegre como siempre, enfundada en una falda de grandes pliegues y luciendo una blusa que la hacían ver más joven aún de lo que era. Pero tan deseable como siempre.

Y a partir de ese momento mi vida cambió radicalmente, la realidad superó largamente a mis fantasías y descubrí la mujer que había escondida en mi joven sobrina.