Capítulo 2
Esa noche, Julieta y Martín cenan en el departamento. Traen vino y comida casera.
—Seguís con la heladera vacía, ¿cómo hacen para vivir? —dice Martín, mientras guarda las cosas.
—Pará no la jodas, mirá que ordenada tiene la casa ahora, —tercia Julieta.
Se sientan en el living. La puerta del cuarto de Leo permanece cerrada. Después de varias copas de vino, Clara baja la voz.
—No sé qué hacer, sigue bravísimo y encima… el otro día revisé su computadora… está viendo páginas porno.
Martín se encoge de hombros:
—Y, Clarita… Déjalo en paz. Ya tiene demasiados quilombos con su duelo como para que vos le sumes otro.
Julieta mira a Clara, con la cara iluminada:
—Quizás lo que necesitan es cambiar de aire. ¿Y si se van a la cabaña de la costa?
—¿Me estás jodiendo? —responde Clara cortante.
—¿Por qué no? —Insiste Julieta
La imagen de la casa aparece en su mente y los recuerdos la apabullan. Clara mira la puerta cerrada. Busca en su mente argumentos, pero se queda callada.
Leo tampoco quiere ir. Lo deja en claro con un portazo. Pero Clara insiste, inflexible. La semana siguiente carga un bolso para cada uno en el auto y espera con el motor en marcha hasta que él baja, arrastrando los pies.
El viaje en el Renault Clio es largo y silencioso. Leo mira el paisaje chato de la ruta 2 con los auriculares puestos.
Cinco horas después, estacionan. La casa es tal como la recuerda, pintada de blanco y azul, a una cuadra del mar. Elsa, la casera, una mujer robusta y de sonrisa fácil, los recibe con un abrazo.
—¡Clarita! ¡Qué lindo verte!
Entran. El olor a madera y a mar la golpea. Todo está limpio, ordenado. Leo se quita los auriculares y mira alrededor.
—Está buena —dice, casi en un susurro.
—Es la única manera de alquilarla —responde la casera con una sonrisa.
Esa tarde bajan a la playa. El otoño ha vaciado la costa y el viento sopla frío. Caminan en silencio por la orilla. El mar ruge, indiferente. Leo junta caracoles y los lanza con fuerza contra las olas. Clara se mete las manos en los bolsillos y lo deja hacer.
Al mediodía, encuentran el único restaurante abierto. Clara pide pescado; Leo, una hamburguesa. Él la desarma con el tenedor, pero apenas prueba un bocado.
—¿No te gusta? —pregunta ella. Leo se encoge de hombros.
Siguen en silencio hasta que Clara intenta de nuevo:
—Leo, por favor. No podemos seguir así.
Él levanta la vista del plato.
—¿Cómo era mi mamá de chica?
La pregunta la descoloca y se toma un rato para responder.
—Era… mi mejor amiga —dice, la voz temblorosa—. En esta playa pasamos los mejores veranos.
—¿Y por qué dejaron de hablarse?
Clara suspira.
—Es complicado. Tu mamá tenía un espíritu aventurero. Se fueron con tu papá a recorrer Latinoamérica. Y yo me quedé. Y la distancia… lo enfría todo. Después te adoptaron, eras el bebé más querido de todo el mundo, y se instalaron en Lima. Pero un llamado se convierte en un mail, y un mail se olvida.
—¿Se dejaron de hablar porque no se contestaban los mails? —pregunta Leo.
—Nos dejamos de hablar por estúpidas, —confiesa Clara.
Leo la escucha con atención. No dice nada.
Esa noche, prenden la chimenea. El fuego chasquea. Ponen una película de terror. Se sientan en el sillón, compartiendo pochoclos. En un momento de máxima tensión, Leo, casi sin darse cuenta, se acerca a ella. Clara lo abraza y él se deja contener.
Más tarde, cuando el fuego es solo brasas, salen a la galería. El cielo está despejado, lleno de estrellas.
—Mirá —dice Clara—. ¿Ves esas tres estrellas en línea? Son las Tres Marías. Y esa que brilla tanto es Sirio. Su luz tarda años en llegar hasta acá.
—¿Y eso es todo? ¿Puntos de luz lejanos?
Clara sonríe en la oscuridad.
—No, es mucho más. Es el origen. El hierro en tu sangre, el calcio en tus huesos… todo se cocinó adentro de una estrella que explotó al morir. Somos polvo de estrellas, Leo. Literalmente.
Él no responde. Sigue mirando el cielo fascinado.
A la madrugada, un grito la despierta. Corre al cuarto de Leo. Él está sentado en la cama, temblando por una pesadilla. Clara se sienta a su lado. Él se gira y la abraza con una fuerza desesperada. Llora un largo rato. Cuando se tranquiliza, le ofrece un té y van al living. Leo aprieta la taza y la mira. Clara se da cuenta de que solo tiene un camisolín diminuto y casi transparente. El chico la mira, extasiado.
—¿Estás mejor? —pregunta ella.
Leo asiente sin dejar de verla. Ella recuerda lo que encontró en su computadora. Lentamente, cruza las piernas y se inclina un poco hacia adelante para dejar su taza sobre la mesa.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, decime.
—¿Vos me sacás fotos cuando estoy distraída?
—¿Cómo lo sabés?
—Me pareció haberte visto con el teléfono —miente ella y abre apenas un poco las piernas.
—No te enojes, es que me parecés muy linda.
—No me enojo. Me halaga. ¿Me las querés mostrar?
El chico toma su celular y se sienta a su lado. Ella desliza las fotos. Clara trabajando, cocinando, pensando. Las siguientes son más insinuantes: saliendo del baño, cambiándose, primeros planos de sus labios, de sus pechos.
—Son muy buenas.
—Hice un curso el año pasado —responde él, poniendo una mano sobre el muslo de ella.
Clara siente una humedad que no sentía hacía mucho tiempo. Se asusta y le besa la frente.
—¿Vamos a dormir? —dice.
En el cuarto, acostada, piensa: «Dios, como puedo ser tan perversa, se supone que es mi sobrino, no puedo excitarme así».
El sol de la mañana parece borrarlo todo con el desayuno. Medialunas recién hechas y café con leche.
—¿En qué pensás? —Pregunta Clara.
—En la otra noche —dice Leo
—¿Qué noche?
—Esa en la que estabas desnuda en tu cama.
—Ah —responde Clara colorada —bueno, sí, es algo que a veces pasa.
—¿A veces pasa?
—A veces, cuando estamos tensos nos relajamos así, tocándonos. Es algo normal.
—Me gustó verte.
—Bueno, pero no lo hagas más, ¿sí? No está bien que me mires. Soy tu tía.
—¿Por qué no te puedo mirar?
—Vamos a caminar mejor.
Los dos salen. Cae una leve llovizna que cala los huesos. El paseo dura poco y vuelven a la casa.
Al día siguiente la lluvia sigue cayendo con fuerza. Sin nada para hacer, ambos se meten en sus computadoras. Clara abre un mail: “Clara, lamento informarte que hemos tenido que cambiar el cronograma para el uso del telescopio, va a tener que terminar en una semana. El próximo turno es para dentro de siete meses”.
—Puta madre, —dice y abre el cronograma para ver si llega.
Un ruido fuerte la distrae. Es Leo jugando con su computadora a todo volumen.
—Toma puto, ahí tienes. —dice.
—Leo el auricular por favor, tengo un tema del trabajo.
—No me jodas ¿no ves que estoy concentrado?
—¡Leo, por favor! Estoy con un tema del trabajo. Andá a bañarte ¿querés?
—Ahora no. ¡Toma maldito, eso!
—Dale, Leo, a la ducha en un rato preparo la comida —dice Clara sin poder abrir el archivo.
—No jodas, no eres mi madre.
Con fuerza cierra la notebook: —¡Estás sucio, olés mal, vas a bañarte ahora!
Lo toma de un brazo. Forcejean. Lo arrastra hasta el baño y abre la ducha con furia.
—¡Bañate! De aquí no me voy hasta que te metas.
Él se quita la ropa y se mete bajo el agua. Ella mira su cuerpo, delgado pero fibroso.
—¡Te estás bañando pésimo! —dice enojada y le saca el jabón.
—¿Qué hacés?
—Lo que vos no hacés —responde, y empieza a enjabonarle el cuerpo.
Al principio él se resiste, pero luego se deja. Clara le pasa el jabón sin pudor, le limpia la cola y luego los genitales. Una tremenda erección aparece al instante, pero ella actúa como si no lo notara.
—Te odio —dice Leo.
Clara tira del prepucio y enjabona el glande con firmeza.
—Está todo sucio, ¡qué asco mirá todo eso blanco que tenés ahí!, ¿no te enseñaron como limpiarte? Enjuagate ahora.
Almuerzan en un silencio espeso. Clara no puede dejar de pensar en el miembro de su sobrino y en ese olor penetrante y fuerte cuando se acercó. La culpa puede más y piensa: «soy una animal, ¿cómo pude haberlo humillado así?, y encima se la bancó en lugar de mandarme a la mierda». Cuando Leo se sienta frente a su notebook, ella se acerca, dudando:
—Mostrame a qué jugás.
Él suspira, pero gira la computadora. Le muestra un juego de estrategia.
—¿Me enseñás? —Él la mira, desconfiado, pero asiente.
Juegan durante una hora. En una pausa, Clara respira hondo.
—Leo… perdoname te traté mal, estaba nerviosa, pasó algo en el trabajo.
Él levanta los hombros: —Está bien. Igual me gustó lo que me hiciste.
Clara sonríe: —Mirá qué pícaro saliste. Decime una cosa, y no te enojes, el otro día vi que anduviste por lugares… complicados en internet. No te voy a retar pero soy tu tía y quiero que sepas que si tenés dudas, podés hablar conmigo.
Leo no la mira, pero asiente.
—¿Por eso me bañaste?
—Te bañé porque soy una bestia y además tenías un olor asqueroso —responde ella sonriendo. Él también sonríe.
Al día siguiente después de un paseo, los dos se tiran en el sofá, cansados. Leo duda y luego dice señalándose la entrepierna:
—Tengo preguntas, sobre… eso.
—Decime.
—Cuando te veo, siento cosas raras. Un hormigueo ahí abajo. Se me pone dura, pero se supone que somos familiares.
—Comprendo. ¿Qué partes de mi cuerpo te producen esa sensación?
—Ayer, tus piernas. O cuando me estabas bañando, tus pechos.
Clara duda y se queda callada. Sabe que es el momento de cambiar de tema. Se muerde un labio para tratar de volver en sí, pero su excitación es más fuerte, y finalmente dice:
—¿Querés mostrarme lo que sentís cuando me ves?
El chico asiente. Ella se para delante de él y se quita el pantalón y la blusa. Luego se desabrocha el corpiño. Queda en tanga.
—Sacate la ropa, quiero verte.
Leo se saca la ropa. De nuevo, la erección.
—¿Ves lo que me pasa?
—Hay una manera para que largues toda esa tensión que tenés.
—¿Me mostrás?
Clara se arrodilla. Apoya una mano en el muslo de Leo. Él se estremece. Sube con caricias hasta rozar los testículos. Escucha un leve gemido. Desliza la mano sobre el pene y lo sujeta.
—A esto me refiero. ¿Te gusta lo que sentís?
—Sssi —responde él en un susurro.
Con suavidad, lo recuesta en el sofá. Se coloca arriba de él y lo besa.
—No fui la mejor tía del mundo, pero te voy a compensar.
Se humedece la mano con saliva y acaricia el glande de Leo. Sabe que es un terreno virgen siente su inocencia en cada pliegue. Decidida a que esta experiencia sea inolvidable se mueve sin ninguna dirección, para un lado y luego para el otro. Él se retuerce desesperado por un placer que jamás había experimentado. Sonríe cuando se percata de que los ojos de Leo están clavados en sus pechos, pero no se detiene. Cuando se sabe segura de que el miembro está completamente excitado empieza a moverse con ritmo y velocidad, de arriba hacia abajo. Ansía verlo eyacular, quiere sentir el semen del muchacho y ser ella la protagonista de ese desenlace.
Va más rápido, ya sin preocuparse por lubricarlo. Contempla como Leo junta las piernas preparándose para lo inevitable. Aprieta con su otra mano el perineo para retrasar la eyaculación. Con un estertor un chorro de semen brota, con suavidad, como de un manantial desparramándose sobre la mano de su tía.
Cuando vuelve de lavarse Leo la abraza y llora. Ella lo aprieta con fuerza y también llora.
—¿Te gustó? —pregunta Clara en un susurro.
El chico asiente con la cabeza y responde al oído de la mujer: —¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿No te vas a acariciar?
Clara sonríe.
—Me parece que vos querés un espectáculo completo, mirá si serás pillo. Sentate más atrás.
Clara se acomoda contra el apoyabrazos y abre bien las piernas. Se corre la tanga y desliza los dedos por su sexo. Está completamente húmeda y excitada.
—¿Eso hacías la otra noche? —pregunta Leo.
—Sí, mirá esta es la parte más sensible —responde Clara abriendo sus labios vaginales para dejar descubierto su clítoris.
Acaricia la vagina con movimientos suaves. Primero deja que sus dedos se paseen por el borde del clítoris hasta que el deseo es más fuerte y empieza a masajearlo directamente. Cada tanto baja los dedos llevándolos a su interior para recoger flujo y luego volver a empezar ese perverso frote. No sabe qué la excita más, si masturbarse de esa forma o el hecho de hacerlo delante de su sobrino. Sin poder contenerse, estira una pierna y apoya el pie sobre el pene del chico. Al sentir ese miembro erecto en la planta del pie, una convulsión recorre su cuerpo volviéndose en una avalancha de placer incontrolable. Sin aire y completamente excitada, se corre delante de Leo, que la observa con la boca abierta.
Los dos se quedan sentados, con los ojos cerrados, recuperándose.
Se escuchan golpes en la puerta.
—La puta —dice Clara— ¿Sí, quién es?
—Soy yo querida, te traje algo para la merienda.
—Elsa, ya voy —responde nerviosa poniéndose el pantalón y haciendo señas al chico para que se meta en el cuarto.
La casera le deja una torta que Clara agarra con una mano ya que con la otra esconde la ropa interior de ambos.
Meriendan, y se tiran a ver una película. El le da un beso en la mejilla y dice:
—Sos perfecta.
Clara sonríe y le devuelve el beso pero sigue. Introduce la lengua en la boca de Leo y lo besa durante un rato largo. Cuando termina apoya la mano en el bulto de Leo:
—Vos también sos perfecto —dice.
Oscurece. Clara se levanta a cocinar. Pone los platos en la mesa. Leo se sienta sin que tenga que llamarlo.
—La base del enemigo es débil por el flanco norte —dice él.
Clara lo mira, confundida.
—En el juego —aclara—. Tenés que mandar la caballería por ahí.
Comen. Él sigue hablando del juego. Y en medio de una frase, sonríe. Es una sonrisa pequeña, la primera que Clara le ve.
De pronto un viento fuerte y frío se levanta golpeando con fuerza la cabaña, haciendo temblar los postigos. Los dos cierran con dificultad todas las persianas y se van a dormir.
—Leo, —dice ella desde su habitación.
—¿Sí?
—Durmamos juntos, vení.
Leo se acuesta en la cama de Clara. Los dos se quedan enfrentados y ella lo besa en la oscuridad. Él tantea el pecho en la penumbra y siente los pezones erizados de la mujer. En un rápido movimiento ella se saca el camisolín y se quita la braga. Luego desnuda a su compañero de cama y deja que su miembro la apoye. Gime y recuerda a su hermana en esa misma habitación masturbándola sin ninguna vergüenza.
Excitada con ese pensamiento lo rodea con las piernas, atrayéndolo en un gesto posesivo. Se gira para que Leo quede encima y con habilidad toma el pene para introducirlo en su vagina. Otro gemido cuando el miembro entra con velocidad en la caverna húmeda y caliente de la mujer.
Con movimientos de cadera guía a Leo para que la penetre con más fuerza y él, instintivamente, sigue la danza entrando y saliendo con desesperación. Ella lo besa, paseando la lengua por todo el interior de la boca del chico. Siente como su flujo inunda la vagina cuando saborea la saliva de Leo. Excitada, le aprieta los glúteos para avivar el ritmo. Leo, obediente, aumenta la velocidad y ella lo rodea con fuerza con las piernas. Clara siente ese pequeño cuerpo apenas desarrollado completamente pegado a su pubis, y se emociona al escuchar el suspiro desesperado de su sobrino. Clara lo alienta a seguir, quiere sentirlo en su interior cuando se venga. Le clava las uñas en los glúteos y aprieta aún más. Sus paredes vaginales presienten el momento del orgasmo, ese momento en que el pene empieza a crecer para liberar todo su líquido. En un grito desesperado, Leo eyacula. Al sentir el fluido caliente en su cuerpo ella aprieta con fuerza el cuerpo del chico, y acaba con un gemido ahogado. Se besan suavemente y se duermen en la misma posición, abrazados. Clara comprende que acaba de cogerse a su sobrino, pero no siente ningún remordimiento. Por primera vez en muchas semanas puede dormir profundamente.
El desayuno fluye animado. Ambos hablan sobre el colegio, el trabajo, el futuro.
El teléfono de Clara vibra, y ella lo toma. Abre los mails. El primero es de su trabajo, pero lo ignora. Abajo un correo de una dirección desconocida. Intrigada lo abre. Un estudio de abogados la contacta para pedirle los datos para transferirle la liquidación del seguro de vida de Sofía y su marido. Ella es la única beneficiaria. Clara lee el número, una cifra absurdamente alta. Se queda mirando la pantalla. Enfrente, Leo sigue hablando. Cierra el mail. Apoya el teléfono boca abajo.
—Contame otra vez lo de la caballería —dice.