Capítulo 1
Todos la llaman Lau. Su estatura baja y cuerpo frágil le daba siempre un aspecto de nena eterna. Pero su nombre de pila es Laura Patricia, aunque solamente su madre cuando estaba enfadada era quien la llamaba por esos dos nombres. Mi tía Lau, era la menor de tres hijos que tuvo mi abuelo con su segundo matrimonio. Y al momento de los acontecimientos que les voy a narrar, ella tenía cuarenta y cuatro años, vivía solo con su único hijo, mi primo Adolfo y se había separado de su marido desde hacía ya tiempo.
A la tía Lau yo la había visto solo unas cuantas veces en la vida. La última vez que yo recordaba haberla visto fue en el funeral de mi abuelo, cuando yo apenas iniciaba la adolescencia. Ella, por razones de trabajo, se había ido a vivir a Barranquilla, así que poco pude interactuar con ella, más allá de escasas reuniones familiares decembrinas. Era en realidad una tía lejana, casi una extraña para mí y de igual manera, yo un extraño para ella.
Un domingo lluvioso de agosto llegué yo empapado a su apartamento del cuarto piso de un edificio de esa calurosa ciudad. No me sentía cómodo con la situación. Yo debía completar una pasantía universitaria de tres meses y medio, aprobar un curso y así poder ganarme el cupo para continuar una carrera. Mi padre insistió que me quedara donde mi tía, su hermana, al menos durante la pasantía universitaria y si lograba ganar el cupo, pues entonces buscaríamos donde quedarme permanentemente para continuar una carrera como tal. Acepté a regañadientes. De todos modos, no tenía opción.
La tía Lau me recibió con amabilidad al yo llegar de un penoso viaje en autobús de más de nueve horas y media desde mi pueblo pequeño. Al verla, me pareció tan diferente a como la recordaba desde que la había visto en el funeral de mi abuelo. Ahora era más señora, más bajita de lo que yo la imaginaba en los recuerdos, pero con un aire más citadino. Su rostro no era bello ciertamente. Tampoco particularmente feo. Tenía esos rasgos marcados, bien óseos, como mi abuelo y mi padre que, si bien convenían mucho en rostros masculinos, no favorecían tanto en una cara de mujer. Sin embargo, sus ojos de cejas pobladas, negros y grandes, eran acuosos y tiernos.
Su sonrisa y su voz nasal me sacaron de mis cavilaciones fisonómicas. Me dio un abrazo. Me instaló enseguida en una habitación chica en donde había una cama plegable para visitas ocasionales. Me presentó a mi primo Adolfo, que me miró con ojos extraños y que yo lo recordaba apenas como un bebé todavía de brazos. Me sentí extraño de estar tan lejos de mi pueblo, de mi casa amplia de campo y sobre todo en una ciudad lejana, y en medio de una familia desconocida.
La gran ventaja de estar allí era que la universidad distaba a unas pocas cuadras. Debía caminar poco menos de media hora. No había gasto en transportes y para un joven, una gran ciudad es todo un mundo por descubrir. Mi tía tuvo la amabilidad de indicarme y acompañarme el primer día a la universidad, antes de irse a su trabajo. Era una mujer organizada que laboraba en el mundo financiero para un banco de inversiones.
Con los días, nos fuimos conociendo. Mis buenas costumbres, fueron creando un clima de confianza y buen entendimiento entre mi tía y yo de manera espontánea. Yo era un chico rutinario, que me levantaba temprano, hacía mi cama, daba los buenos días, salía a trotar, ayudaba a cocinar, lavar los platos, hacer el mercado y hasta a pasear a la perrita Mini, la mascota de la familia. Mi disciplina y personalidad tranquila no daba problemas sino más bien alivios. Cosa que los mayores aprecian. En definitiva, yo era el típico chico de pueblo, medio inocente y juicioso. Así que cualquier duda o temor que mi tía podía haber tenido antes de mi llegada a su hogar, por temporal que fuera, se había esfumado a la segunda semana de mi estancia al ir conociendo mi comportamiento.
Ella, por su parte, era una mujer muy ordenada, de poco hablar, seria, pero no amargada. La casa la mantenía limpia y organizada. Era una trabajadora disciplinada y una madre abnegada. Desde que se había separado de su marido Tomás, el padre de Adolfo, mi tía había asumido el rol de madre cabeza de hogar con mucha seriedad. Si bien no era la mujer bonita, tampoco era desagradable físicamente. Era bajita, de tez clara, casi pálida, de cuerpo delgado, pero cargaba unos senos bastante abultados que, combinados con sus nalgas escasas y caderas poco sinuosas, le daban un cierto aire caricaturesco, casi cómico si se quiere, pero que también, podía generar morbosidad al gusto de muchos hombres.
Al culminar mi primera semana en casa de mi tía. Debía lavar mi ropa acumulada. Mi tía me indicó cómo utilizar la lavadora. Ésta se ubicaba en un espacio estrecho y contiguo a la cocina, en la zona de labores del apartamento. Aprendí a lavar mis prendas de vestir, cosa que, en el pueblo, nunca había hecho. A la semana siguiente, siendo un viernes por la tarde y aun estando a solas, antes de que mi tía y mi primo llegaran, decidí lavar las ropas mientras estudiaba. Busqué mis prendas sucias de la semana que estaban en un cesto dentro de mi habitación. Me fui a la zona de labores, como la primera vez que mi tía me indicó. Pero no encontré el detergente de inmediato. No estaba a la vista. Por pura casualidad noté que al lado de la máquina había un cesto pequeño con tapa. Lo destapé para ver si acaso allí encontraba el detergente. No. No había nada allí, pero si había ropa sucia. No pude evitar el llamado de atención de las prendas íntimas de mi tía. Había varias en la superficie. Un sostén morado, otro negro y un par de pantys femeninos, una morada que hacía juego con el sostenedor y otra rosada. El morbo y la curiosidad me abrumaron de inmediato. Ese fetiche tan intenso e inevitable que todos los hombres tenemos con las prendas femeninas se me activó y me hizo pecar.
Tomé el sostén de copas amplias de mi tía. Olí con morbosidad el aroma de su cuerpo. Era una rara mezcla entre cremas femeninas y sudores. Una erección fue la consecuencia. Al acercar la tanga rosa de encajes sedosos a mis narices, el olor a sexo femenino fue intenso. Me escurrí como bandido a esconderme en el baño con la tanga en la mano y la frote varias veces contra mi pene duro. Después aspiré los aromas íntimos de mi tía masajeándome el miembro con la otra mano hasta que mi primera eyaculación desde que había llegado a Barranquilla se estrelló sin piedad contra la cerámica de la taza blanca en donde yo estaba sentado. Una suerte de culpa me invadió. Me sentí estúpido por un instante, pero el placer fue intenso. Eso no podía negarlo. Me apuré a deshacer la escena del crimen. Dispuse la prenda en el puesto nuevamente y me di cuenta después que los detergentes estaban puestos justo detrás del cesto, algo escondidos. Me puse a lavar y a los pocos minutos, mi tía apareció en el umbral de la puerta, con su rostro cansado después de una dura semana de trabajo. No sé por qué, pero a partir de ese instante, la miré con otros ojos.
Eso se volvió una rutina o más bien un vicio obsceno. Casi a diario, secretamente me masturbaba asiduamente con la prenda sucia del día anterior que mi tía dejaba en la cesta al lado de la lavadora. Solo cuando ella lavaba la ropa los sábados, no había prenda sucia para inspirar mis pajas irremediables. Se las conocí todas. Me sorprendió la variedad siendo ella una mujer poco agraciada y de temperamento serio y vestir conservador. Había tangas, cacheteros con encajes, tangas de algodón, hilos con encajes, calzones tipo bikini, clásicos de abuelitas etc., de varias tonalidades. Me encantaba cuando hallaba vellos púbicos sueltos y manchas amarillosas en la zona del canal vaginal. Olían más intensamente. Aprendí a detectar cuando los había usado con o sin toallas higiénicas o protectores.
El olor de su sexo se registró a fuego en el núcleo de mi cerebro, al punto que cada vez que ese aroma inundaba mis fosas nasales, una asociación a sexo era inevitable, una erección potente y enfermiza era inminente. Solo podía calmármela con un pajazo desesperado y pletórico de pensamientos obscenos aspirando como droga pura los olores rancios a orines y vagina sucia de mi tía Lau.
Entre el estudio, la disciplina, el buen comportamiento y las pajas secretas, transcurrieron varias semanas. Me acostumbré a la vida citadina, fui haciendo amistades en la universidad y mi tía Lau parecía contenta con mi presencia en su hogar. No solo porque yo era una buena compañía, sino también porque yo la ayudaba incluso con las tareas de matemáticas de mi primo Adolfo, con quien por cierto me terminé llevando bien. De todos modos, a pesar de esas masturbaciones obscenas, yo sentía y profesaba un respeto profundo hacía mi tía. Raro era todo eso, pero ambas cosas convivían dentro de mí.
Casi siempre me masturbaba por las tardes, después de regresar de clases cuando aún ni mi tía ni mi primo habían llegado de su cotidianidad. No solo me sentía más en privacidad et intimidad, sino mucho más seguro, puesto que no corría riesgo de ser interrumpido o peor aún pillado en tan vergonzante faena.
Pero un jueves no tuve clases por la mañana. Así que me iba a quedar todo el día solo en el apartamento preparando una presentación académica. El bus escolar ya había recogido a mi primo y minutos más tarde mi tía, vestida muy conservadora pero elegante, se despidió para irse a su trabajo. Al saberme solo y en absoluta privacidad por puro vicio quise hacerme una buena. No estaba particularmente excitado en ese momento. Era como una orden inconsciente que venía del cerebro, que se había activado solo por el hecho de hallarme en soledad plena en el apartamento. Me fui a buscar los calzones de mi tía Lau al cesto como de costumbre. Estaban revueltos con otras prendas. Seguramente debía haber tres calzones sucios; el del lunes, el martes y miércoles. Efectivamente, en la superficie hallé la ropa del día anterior. Un pantalón negro y una blusa color vino tinto. Justo enredado en su pantalón había una tanga estrecha azul turquesa, bastante bonita, con un lazo y encajes en la zona de la vulva. Divisé enseguida una línea algo tenue y pálida en el camino vaginal y otra en la zona anal. Mi pene reaccionó con una erección instantánea. Realmente era como un estímulo automático típico de drogadicto.Hurgué un poco más al fondo entre prendas de mi primo y de mi tía y pude encontrar las otras dos piezas de la semana. Un hilo negro de sencillo diseño que olía a gloria y una pantaleta clásica de abuela color crema casi sin aroma. Tomé la tanga azul, el hilo negro y me fui dichoso a mi alcoba.
Como tenía la intención de masturbarme en la ducha, no me desesperé. Entré en mi habitación para coger la toalla e irme al baño, pero en la radio que yo mantenía en la mesita de noche justo al lado de mi cama, sonaba una canción que me encantaba. Me senté al borde de la cama para alzar el volumen de la radio. Me sentí cómodo allí y decidí mejor reclinarme en la cama. No tenía afanes. Yo estaba sin camisa, en calzoncillos y con las prendas sucias de mi tía en la mano. Las comencé a oler. El estímulo auditivo de la canción y olfativo de olores vaginales me embriagaron al instante. La excitación fue creciendo aún más. Dejé la tanga bien dispuesta encima de mi cara, como tapa narices para respirar profundamente los aromas femeninos. Eran olores profundos, bellos y enloquecedores. Imágenes de todo tipo se me venían a la mente. Recuerdos de Cecilia la vecina culona del pueblo, de Claudia mi primera novia, de Sofía la tetona del colegio. Imágenes obscenas todas. Pero también, imaginaba muchas cosas de mi tía. Sus tetas grandes ciertamente era lo que más me inspiraba, pero ¿qué geometría tendrían sus aureolas? o ¿cómo debían verse esos pezones?, ¿qué figura hacía su pelaje púbico? ¿sería abundante o escaso y recortado? Todo eso pasaba en segundos por mi mente sucia mientras mi otra mano meneaba juguetonamente la verga enredada en el hilo negro. Respiraba profundamente para intentar robarle el último vaho del sexo de mi tía al trapo que cubría parte de mi rostro. Me hundí en un abismo de placeres. Estaba siendo sin duda la paja más intensa y sabrosa que me había permitido desde que vivía en ese piso.
- ¡Ay! ¿qué haces?
Fue como un torpedo que me sacó de mi estado de éxtasis. Me tomó unos cuantos segundos comprender la realidad. Por un instante pensé que era una pesadilla o algo que yo estaba imaginando. Pero desafortunadamente no era así. Todo era real. Era mi tía con su voz nasal y su rostro de sorpresa que no sé por qué carajos se había devuelto al apartamento. No sé cómo no escuché ni la puerta al abrirse ni sus pasos al entrar. Bueno, fácil de explicarlo con la música tan elevada. Sí. Era ella bajo el umbral de la puerta de la habitación. Por primera vez la vi grande como si fuera una mujer de dos metros de estatura. La vergüenza más grande del mundo me aplastó como una mosca. Sentí que toda mi vida se estaba yendo por un sumidero. Di un salto torpe de la cama. Me subí mi calzoncillo aun con mi pene duro y enredado con su diminuta prenda negra, escondí estúpidamente la tanga azul bajo mi almohada como si ella no la hubiera ya visto y bajé por completo el volumen de la radio. Mi tía, atónita, con su mano en el pecho y sus ojos acuosos dilatados me miraba con su rostro serio.
Me llevé las manos a la cara temblando como un niño chiquito. Sentí que la vida se me había partido en dos.
- Tía que pena. Dios mío, que pena. Qué vergüenza – ni sabía que decir.
Hubo un silencio de ultratumba por unos largos segundos. Ella respiraba profundamente y después con voz aun algo alterada, pero con un tono esforzadamente claro y calmado dijo:
- Asegúrate de que esta situación no vuelva a pasar y por favor respeta mis cosas. Devuelve eso al cesto de ropa sucia y ve lavarte la cara que debe estar bien cochina.
Se alejó. Entró en su alcoba. Tomó algo. Seguramente aquello olvidado por lo que había regresado a buscar, por desgracia para mí. Caminó deprisa, estaba atrasada para llegar a su oficina, cerró la puerta con fuerza, quizás con enojo y se marchó. Un silencio de muerte se apoderó de ese espacio y también de mí por dentro. La vergüenza sobrepasaba mi capacidad de gestionarla. Temblaba como un chiquillo perdido y asustado. Maldije el momento en que decidí quedarme en esa cama y no irme a la ducha como lo había pensado. Así, ella ni se hubiera enterado de mis obscenidades. Pero ya de nada valía, era tarde.
Ese jueves septembrino fue quizás el día más largo y agobiante de mi vida. Después de tirar las dos prendas sucias de cualquier forma dentro del cesto, no pude concentrarme en nada más que en lo terrorífico que sería mi futuro inmediato. Apenas lograba caminar avergonzado y asustado como un loco furibundo por los espacios de ese piso. Temblaba, lloriqueaba, mi corazón se mantenía alterado. Me sentí como un criminal farsante que había sido descubierto. Me mataba el alma el saber que había decepcionado a mi tía, por quien, al fin y al cabo, yo sentía respeto y un cariño que se había ido construyendo con el paso de los días. Me sentí miserable. No tenía ni idea de que hacer o de que iba a suceder. Pensaba que mi tía, muy seguramente me correría de su casa. ¿A dónde iría yo entonces a vivir para culminar mi pasantía? ¿Como le explicaría todo eso a mis padres? Ellos inocentes de todo esto, allá en el pueblo. ¡Qué dilema!, ¡qué mierdero había formado en mi cabeza! Estaba asustado. Estaba perdido.
Llegó mi primo del colegio por la tarde poco antes del crepúsculo. Se encerró a jugar videojuegos como de costumbre. Tuve que hacer un esfuerzo para hacer los quehaceres y parecer como si todo estuviera normal. A los pocos minutos escuché los tacones de mi tía al entrar. Me asusté. Yo estaba en la cocina. No sabía qué iba a suceder. No sabía si debía mirarla a la cara. No sabía si era mejor dejarla hablar o yo tomar la delantera y ofrecerle disculpas, aunque estas no sirvieran ya para nada.
Ella entró a la cocina. Puso una bolsa con panes que había comprado seguramente en la panadería de la esquina. Me saludó con un “buenas” algo seco. Le respondí con voz pasita sin mirarla. Ni me escuché casi a mí mismo por el ruido de los tumbos ensordecedores que daba mi propio corazón. Parecía querer romper mis costillas para salir. No me dijo más nada, aunque normalmente es de poco hablar. Se fue de inmediato a saludar y hablar brevemente con su hijo. Yo me apuré a terminar de arreglar bien las cosas de la cocina que no pude hacer durante el día perdido en mis preocupaciones. El miedo y la incertidumbre me abrumaban.
Ella se encerró en su cuarto, como de costumbre, para desvestirse y ponerse ropa cómoda de estar en casa. Al rato regresó ya con su envoltorio de ropa del trabajo, entró en el cuartito de labores y en el cesto, ese cesto mágico de mis problemas echó además sus prendas íntimas, sucias del día. Yo estaba sirviendo la cena. No sé qué era más grande en mi interior, si el miedo o la vergüenza. Hice un esfuerzo y pregunté sin mirarla: – ¿Va a cenar? Ella me respondió que sí pero que teníamos que hablar antes.
Allí estábamos, ambos de pie, en la cocina. Yo me giré apoyándome en el mesón. Ella, pequeña, se dispuso frente a mí con sus brazos cruzados un poco por debajo de sus senos carnosos. Tenía una vieja blusa azul de tirantas delgadas que mal tapaban los hilos del sostenedor y que afloraban un bonito escote. La falda blanca simple era volada hasta poco más encima de sus rodillas, le daba hasta cierto aire juvenil. Me miró a los ojos con una mueca de desapruebo en su boca delgada. Yo con la tensión en máximos, apenas si lograba hacer un esfuerzo para no desplomarle del susto. Empezó entonces con voz muy baja a hablarme para que mi primo distraído en su juego no tuviera la más mínima sospecha de que algo transcendental había sucedido.
- Lo de esta mañana no me lo esperaba de ti. Eso estuvo muy mal hecho. Es una falta de respeto que tomes mis cosas íntimas para hacer tus cosas. Te pido el favor de que no lo vuelvas a hacer. Al menos de que yo no me entere, o peor aún de que Adolfito tampoco lo sepa, por Dios. Yo sé que ustedes los hombres, son así. Cochinos y morbosos. Tu eres un hombre joven con necesidades como cualquiera. Se que es normal que tú te toques el cuerpo, pero es algo tuyo en tu intimidad. Asegúrate de que nadie tenga por que enterarse de eso. Solo te pido eso por favor. No tengo nada más que decirte.
No la interrumpí en ningún momento. Sus frases eran certeras, claras, como estudiadas. Pero me sentí algo aliviado pese a lo fría que fue.
- Tía. Estoy muy avergonzado. No tengo nada que decir. Si cree que deba irme a otro lugar, prefiero que me lo haga saber.
- No, no. Tampoco es para tanto. Simplemente respeta las cosas ajenas y ya. Yo no te estoy juzgando ni veo mal que te jales tu cosa. Eso es asunto tuyo. Eso es normal y sobre todo en hombres jóvenes. Solo asegúrate de que lo hagas en privacidad. Es todo. No tienes que estar tomando mis prendas. Eso es todo.