Familia capturada.
La familia Andrada regresaba a casa tras las vacaciones y todos estaban bastante cansados, pero el cansancio era de diferentes tipos. Fernando Andrada, con las manos firmes en el volante de la Cherokee 97 que había comprado usada para el viaje, se sentía orgulloso de haber podido permitirse al fin el viaje a través del país que siempre había prometido a su familia. Un viaje a Bariloche, dos semanas, aunque hubieran tenido que dormir en cabañas pedorras y comer milanesas que ellos mismos llevaban en una heladerita. Para Fernando, esto era la prueba, el trofeo concreto de que después de años de laburar como administrativo en una fábrica de caños, después de ver cómo Romina se mataba limpiando casas ajenas, por fin podía darles algo. El orgullo, sin embargo, tenía un regusto amargo. Lo notaba en el silencio pesado que llenaba el auto, un silencio que el rugido del motor no lograba tapar.
Habían estado fuera dos semanas, habían ido a la Patagonia y ahora estaban a sólo un par de cientos de kilómetros de su casa en el conurbano. La ruta 40, tras la Cordillera, se extendía monótona y desolada. Romina, en el asiento delantero, no dormitaba; fingía hacerlo. Con los ojos cerrados, sentía la vibración del auto recorrer su cuerpo, un cuerpo que a sus 38 años aún mantenía la firmeza de sus orígenes italianos, pero que cargaba con el peso de la rutina. Sus tetas, que no eran las monumentales «lomas de Playboy» de otras, sino más bien medianas, quizás hasta chicas, pero perfectamente redondeadas y con unos pezones oscuros, grandes y sensibles, testimonio de haber amamantado a dos hijos, rozaban la tela de su remera holgada. Cada bache del camino le recordaba otras vibraciones, otras manos más rudas que las de Fernando.
Dos semanas. Catorce noches en camas separadas, con la excusa del cansancio. Ni una mano que buscara la mía bajo las sábanas. Ni un susurro. Solo el ronquido parejo de él. ¿Y para esto me tragué las ganas con el Poli? ¿Para volver a esto?
En el asiento de atrás, la tensión era de otra naturaleza. Santiago, «Santi» para la familia, con joven edad y su metro ochenta y cinco de adolescente que prometía ser un ropero, miraba fijo por la ventana. Pero su mirada no seguía el paisaje agreste de la meseta; se clavaba, sin ver, en el vidrio empañado por su propio aliento. Su jean le quedaba incómodo, siempre le quedaba incmodo. No por la talla, sino por el volumen que alojaba. Un volumen que no era vanidad, sino una carga pesada, literalmente. A su lado, a apenas unos centímetros que sentía como un abismo eléctrico, estaba Guadalupe. Guada, petisa como su madre pero con una explosividad en las curvas que parecía burlarse de la genética. Su remera ajustada, una de esas que Romina le regañaba por usar, se levantaba un poco, mostrando un triángulo de piel canela y el borde de su bombacha. No miraba a su hermano. Pero su pierna, desnuda bajo el short denim, rozaba la de él cada vez que Fernando tomaba una curva.
Santi recordaba la cabaña de San Martín de los Andes. El ruido de la ducha de sus padres. La toalla que Guada había «olvidado» fuera del baño. Su cuerpo goteando, sus tetas, más grandes que las de mamá, pesadas, con pezones chiquitos y rosados. No había dicho nada. Solo lo miró, con esa media sonrisa que no era de hermana. Después, en la cama de arriba del entrepiso, los quejidos ahogados. No de sus padres. Eran otros. Más jóvenes. Más urgentes. Él se había tapado la cabeza con la almohada, sintiendo su propia carne, enorme y dolorosamente tensa, palpitar con un ritmo propio, ajeno a su voluntad.
De pronto, como si el cielo hubiera decidido reflejar la tormenta interior del auto, sobrevino la tormenta real. No fue un cambio gradual. Fue un desgarro. El cielo, antes de un azul deslavado, se volvió de un negro pizarra en cuestión de segundos. Un viento cruzado, feroz, sacudió la Cherokee como si fuera de papel. Luego, el agua. No lluvia, sino un diluvio a cántaros, un muro líquido que golpeó el parabrisas con tal fuerza que el limpiaparabrisas, a toda velocidad, sólo lograba abrir momentáneos y distorsionados boquetes de visibilidad. Los relámpagos no iluminaban; cegaban, congelando el paisaje en instantáneas blancas y fantasmales de arbustos retorcidos y alambrados. Los truenos no seguían a los relámpagos; eran un solo estruendo continuo, ensordecedor, que hacía vibrar la carrocería.
«Fernando, tenemos que encontrar un lugar para guarecernos, ¡no hay forma de seguir con esta locura!» Romina ya no fingía dormir. Se había incorporado, agarrando el pomo de la puerta con una mano blanca de los nudillos. Su voz no temblaba sólo por el miedo, sino por una ansiedad más profunda, la de sentirse atrapada en una lata con las tres personas que encarnaban todas sus frustraciones.
«¡Ya lo sé, Romi! ¡Pero mirá! ¿Ves algo? ¡No hay un carajo!» Fernando esforzaba la vista, inclinado sobre el volante. La ruta se había convertido en un río marrón. No había postes, no había carteles, sólo la llanura infinita y la cortina de agua. «No hay ni una estancia de esas, ni un galpón… Nada.» La frustración en su voz era un puñetazo. El hombre que debía proveer, proteger, guiar, se sentía completamente impotente.
Fue entonces. Un relámpago, diferente, más largo, como una descarga que quisiera partir la tierra en dos. No iluminó, sino que *reveló*.
Por un instante, el mundo blanco y negro mostró, recortada contra el cielo de pesadilla, una silueta. No era una casa humilde. Era una construcción de dos pisos, de ladrillo visto y madera oscura, con un techo de chapa a dos aguas que parecía enorme. No había alambrado, no había árboles, ni siquiera un camino de acceso. Estaba ahí, plantada a escasos diez metros del borde de la ruta, como si hubiera brotado de la tierra en ese mismo instante. Las ventanas, vacías, reflejaron el relámpago como ojos ciegos y momentáneamente conscientes.
«¡Ahí, papá! ¡A la derecha!» El grito fue de Guadalupe. No era un grito de miedo, sino de urgencia, casi de excitación. Señalaba con un dedo cuya uña, pintada de un negro descarado, brilló por un segundo.
«La vi. Voy a intentar acercarme.» Fernando, con el corazón en la garganta, redujo aún más la velocidad. El auto patinó, derrapando sobre el barro, pero logró encarar hacia el costado, hasta detenerse frente a un portalón de madera podrida, semi-desencajado.
Romina giró la cabeza hacia su esposo. En la tenue luz verde del tablero, su perfil se veía anguloso, vulnerable. Le puso una mano en el brazo, sobre la camisa manga larga remangada. Fernando sintió un escalofrío. No era el toque cálido de una esposa; era el agarre frío de alguien que se aferra a un salvavidas.
«Por favor, Fernando. Paremos ahí. Gente de campo, gente laburadora… tienen que ser buena gente. En el medio de la nada, la gente se ayuda.» Sus ojos, grandes y marrones, suplicaban. Pero Fernando, que había olvidado hace tiempo cómo leer en esa profundidad, sólo vio el miedo. Un miedo que, sin saberlo, escondía capas de deseo reprimido y resignación.
«Sí. Sí, vamos.» Fernando asintió, más para sí mismo que para ella. «¡Bajen! ¡Corran!»
Salir del auto fue una paliza. La lluvia no caía, azotaba. Era fría y parecía venir de todos lados a la vez. Corrieron los cuatro, encorvados, la mochila con las pertenencias más valiosas al hombro de Fernando, hacia el enorme portalón. El viento intentaba arrancarles la ropa del cuerpo. Romina sintió su remera de algodón, clara, pegarse instantáneamente a su torso, delineando con obscena claridad la silueta de su sostén deportivo y la forma de sus tetas, compactas, con los pezones endurecidos por el frío y la adrenalina. Guadalupe, con su top ajustado, estaba prácticamente desnuda; la tela se había vuelto una segunda piel que dejaba ver el color oscuro de sus pezones y el volumen desafiante de sus senos juveniles, más grandes que los de su madre. Santi, al correr, sintió la incomodidad usual multiplicada por diez.
Fernando, empapado, golpeó la puerta principal, de madera maciza con herrajes oxidados. No había timbre. Gritó «¡Hola! ¡Buenas!» pero su voz se la llevó el viento. Probó el picaporte. Con un chirrido de protesta, la pesada puerta cedió hacia adentro.
Se precipitaron al interior, cerrando la puerta a sus espaldas con un golpe seco que ahogó parcialmente el rugido de la tormenta. Quedaron de pie, jadeando, en una oscuridad casi total. El único sonido era el golpeteo de la lluvia en el techo de chapa y el gotear de varias filtraciones. Olía a polvo, a humedad, a madera vieja y a algo animal, como cuero rancio.
«¡Qué frío, por Dios!» Romina se frotaba los brazos, tiritando. Su remera, pegada, le ofrecía cero abrigo. En la penumbra, Fernando pudo ver, y no pudo evitar fijarse, cómo la tela clara se transparentaba, mostrando la sombra de sus pechos, pequeños pero con una forma perfecta, y el círculo oscuro y dilatado de sus pezones. Una punzada de algo que no era deseo, sino una nostalgia agria, le atravesó el pecho. Hacía años que no la miraba así.
«Dios, está con frío», pensó Fernando, desviando la mirada hacia su hija. Guada, también empapada, parecía una estatua de bronce húmedo. Sus curvas, exageradas para su edad, se dibujaban bajo la tela como un mapa de tentaciones prohibidas. «Tiene el cuerpo de Romina cuando la conocí… pero sin la timidez.» El pensamiento lo asustó y lo atrajo a la vez.
Santi miraba a su hermana. Y a su madre. La comparación era inevitable y lo llenaba de culpa. Su madre era como una fruta madura, conocida, segura en su tamaño modesto. Guada era un explosivo, exuberante, peligroso. Y ambas estaban ahí, mojadas, vulnerables, con sus pezones marcando la tela. Tragó saliva, sintiendo un calor que nada tenía que ver con la temperatura del lugar.
«Hay una mesa… y una lámpara.» Fue Guada quien, con los ojos ya adaptados a la oscuridad, señaló un rincón. Sobre una mesa de madera tosca, una lámpara de kerosene, antigua pero con vidrio relativamente limpio.
Fernando se acercó. Sacó de su bolsillo el encendedor plateado, barato, que usaba para los cigarrillos que fumaba a escondidas. Lo encendió. La pequeña llama iluminó su rostro cansado. Acercó la llama a la mecha de la lámpara. Chisporroteó, y luego una llama amarilla y danzante nació, creció, y empezó a luchar valientemente contra la oscuridad.
La habitación era enorme, un living-comedor con piso de ladrillo y vigas de quebracho a la vista. Estaba casi vacía. Sólo había, en el centro, un sofá voluminoso de cuero marrón, agrietado por el tiempo, y un par de sillas dispersas. Las paredes, desnudas. No había cuadros, no había cortinas en las ventanas que daban a la negrura de la tormenta.
Sin decir palabra, los cuatro se acercaron al sofá. Era frío y húmedo al tacto. Se sentaron: Romina y Fernando en los extremos, Santi y Guada en el medio. El silencio, ahora que el estruendo exterior era un murmullo amortiguado, era aún más opresivo. Romina intentaba escurrir su pelo ondulado. Cada movimiento hacía que sus pechos, bajo la tela transparente, se movieran con una naturalidad que a Fernando le resultaba obscena en ese contexto. Guada, más descarada o simplemente más fría, se retorcía el pelo largo, levantando los brazos y mostrando, sin pudor, el suave vello de sus axilas y la curva completa de sus tetas bajo el top. Santi miró al frente, fijando los ojos en una mancha de humedad en la pared.
Fue entonces cuando el ruido los paralizó.
No era la tormenta. No era el crujido de la casa. Era un golpe seco, pesado, que venía del piso de arriba. Un ruido de pisada. Luego otra. Y otra. Pasos lentos, deliberados, que recorrían el piso superior. Se detuvieron justo sobre sus cabezas.
Todos contuvieron la respiración. La llama de la lámpara osciló, asustada.
La puerta que daba al interior de la casa, que ellos no habían notado en la penumbra del otro extremo de la habitación, se abrió de par en par.
Tres hombres emergieron del pasillo oscuro. No salieron; se *materializaron*, llenando el marco de la puerta con sus volúmenes. No eran altos, eran enormes. Anchos de hombros como alacenas, con barbas espesas, sucias, que les tapaban la boca. Vestían overoles de mecánico, desgastados y manchados de grasa, y botas de trabajo embarradas. Pero lo que heló la sangre no fue su apariencia, sino su quietud. Se quedaron ahí, parados, observando a la familia con una intensidad animal. El aire se espesó, llevando ahora un olor inconfundible: sudor masculino rancio, tierra, y algo metálico, como hierro o violencia.
El que estaba al frente, el más ancho, con una cicatriz que le partía la ceja izquierda y le bajaba por la mejilla, dio un paso adelante. Sus ojos, pequeños y brillantes como los de un jabalí en la noche, barrieron la escena: el hombre acongojado, la mujer madura y mojada, la adolescente provocativa, el pibe grandote. Se detuvo en Romina y Guada. Una sonrisa lenta, húmeda, se esbozó bajo la maraña de su barba.
«Bueno, bueno… ¿y este circo?» Su voz era grave, áspera, como dos piedras rozándose en el fondo de un pozo. «¿Qué carajo hace una familia de porteños de paseo metiéndose en mi propiedad?»
Fernando, impulsado por un último resquicio de instinto paterno, se puso de pie. Su ropa goteaba en el piso de ladrillo.
«Disculpe, señor. La tormenta… nos agarró en la ruta. La puerta estaba abierta. Sólo queremos esperar a que amaine un poco y nos vamos. No queremos molestar.»
El segundo hombre, más joven pero con los mismos ojos vacíos, se movió. Fue rápido, sorprendentemente ágil para su tamaño. En un instante, había cerrado la distancia y había sacado de la cintura de su overol una pistola larga, un viejo revólver de caño largo, oxidado pero mortal. Sin decir palabra, apoyó el cañón frío y húmedo de barro contra la sien de Fernando y, con una presión firme, lo empujó de vuelta al sofá, donde cayó sentado al lado de Romina, pegado a ella.
«Sentadito, che. Acá nadie te dio permiso para pararte.» El hombre sonrió, mostrando unos dientes amarillos y separados. Su mirada, sin embargo, no se quedó en Fernando. Se deslizó hacia Romina, que tenía los ojos desorbitados, la boca entreabierta. Su respiración, entrecortada por el pánico, hacía subir y bajar su pecho, y sus tetas, visibles bajo la tela pegada, seguían ese ritmo de manera hipnótica.
El tercer hombre, el más silencioso, ya estaba junto a Romina. Olía a tabaco negro y a grasa de motor. Sin mediar palabra, sin ningún preámbulo dramático, metió sus manos grandes, con los nudillos pelados y sucios, por el escote de la remera de Romina. Sus dedos, callosos como lija, encontraron la tela mojada. No la desgarró con un movimiento teatral; la *rajó*. Con un sonido seco y fuerte, la tela de algodón cedió desde el escote hasta la cintura, partiéndose en dos y cayendo a los costados de su torso.
Romina boqueó, pero no salió sonido. El aire frío de la habitación le golpeó la piel desnuda de la cintura para arriba. No quedó expuesto un escote profundo o unas tetas gigantescas. Quedó al descubierto su cuerpo de mujer madura, trabajadora: su piel trigueña, lisa pero con algunas estrías plateadas y discretas a los costados; sus costillas marcadas por la respiración agitada; y, por fin, sus pechos. Eran, como ella sabía, medianos. Tal vez, para los estándares de las revistas, chicos. Pero eran firmes, redondeados, con una gravedad digna. Y sus pezones. Ahí estaba la historia. Grandes, oscuros, del color de la ciruela pasa, areolas extensas y texturadas, testamentos físicos de la lactancia. En el frío y la descarga de adrenalina, ya estaban erectos, duros, sobresaliendo como dos puntas sensibles y vulnerables.
Los tres hombres los observaron. No fue la mirada de asombro ante un espectáculo descomunal. Fue una mirada de reconocimiento, de evaluación lujuriosa de algo *real*. El hombre que había roto su remera agarró sus dos tetas, no con las palmas, sino con sus manos en forma de garras, apretando la carne firme hasta que sus dedos se hundieron en ella. Romina soltó un gemido ahogado, un sonido que era puro shock. El hombre sonrió. Con los dedos pulgar e índice, como quien prueba la madurez de una fruta, pellizcó ambos pezones a la vez y los retorció, no con un movimiento circular, sino tirando de ellos hacia afuera, estirando la carne sensible con saña.
Romina arqueó la espalda, no en placer, sino en un espasmo de dolor agudo y profundo que le recorrió como una descarga eléctrica desde los pezones hasta el bajo vientre. Un dolor que, en su confusión aterrada, se mezcló con un fogonazo de memoria: el Poli, mordiéndola ahí, haciéndola gritar de una manera muy diferente. La humillación fue tan intensa como el dolor. Sus hijos estaban viendo esto. Fernando estaba viendo esto, impotente.
«¡Alto!» El grito, estridente, desgarrado, fue de Guadalupe. Se había puesto de pie, temblando como una hoja, pero con los puños apretados a los costados del body que ahora parecía una segunda piel irrisoria. «¡Dejen a mi mamá! ¡No la toquen!»
El hombre que manoseaba a Romina se rió, una carcajada corta y sin humor. Soltó un pecho para golpear con el dorso de la mano al de la pistola en el hombro.
«Mirá ésta, Cacho. No veo la hora de meterme en algo así.» Sus ojos, ahora cargados de una lujuria palpable, se desviaron de Romina, con sus pechos medianos y sus pezones maduros retorcidos, hacia Guadalupe. Recorrieron su cuerpo adolescente, deteniéndose en el escote abultado del top, donde los pechos jóvenes, más grandes y pesados, prometían una textura diferente. «Pero ésta… ésta tiene pinta de ser un manjar. Una fruta recién cortada.»
El terror en los ojos de Romina se transformó en pánico puro, visceral. No por ella. Por su hija. Por esa nena que era el reflejo de todo lo salvaje y deseable que ella había reprimido o perdido. Trató de agitare, de cubrirse, pero las manos en su otro pecho la sujetaron con más fuerza, apretando hasta hacerla gritar.
«No, por favor…» Suplicó, y la voz le salió ronca, irreconocible, cargada de una emoción tan profunda que hasta Fernando, paralizado a su lado, sintió que le perforaba el pecho. «Por favor, no le hagan nada a mi hija. Ella… es una nena. No sabe nada. Déjenla. Hagan lo que quieran conmigo, pero a ella no.»
Los tres hombres se miraron. Una sonrisa lenta, cómplice, sádica, se extendió en sus tres rostros barbudos. El llamado Cacho, el de la cicatriz, se acercó a Romina, que jadeaba, con lágrimas de dolor y humillación empezando a recorrer sus mejillas. Metió un dedo sucio, que olía a tierra y a nafta, en su boca entreabierta, tocó su saliva caliente y luego se la sacó, brillando. Con ese mismo dedo húmedo, se lo pasó por uno de sus pezones retorcidos, que brilló aún más bajo la luz de la lámpara de kerosene.