Capítulo 1
La puta y su cornudo
Rosa era una morenaza de pelo negro, esbelta, con unos muslazos de miedo, unas poderosas caderas y un culo duro, túrgido y prominente que se movía al caminar llamando a filas.
Vestía siempre con pantalones ceñidos o con faldas muy cortas plisadas o con tablas, y que al caminar se movían al compás de sus andares y dejaban atisbar sus recios muslazos.
Yo me enamoré de ella nada más verla en la cafetería en la que coincidíamos todas las mañanas y cuando se marchó después de tomar café, la seguí hasta su casa procurando que no me viera.
Y así un día tras otro, aunque creo que ella sabía que la seguía porque de vez en cuando hacía como que se echaba el pelo por detrás de la oreja y me miraba.
Yo me escondía y luego la volvía a seguir hasta que llegaba a su casa.
Hasta que un día se volvió, se vino hacía mí y me preguntó porqué la seguía.
Y yo le dije que me gustaba mucho, que soñaba todos los días con ella, que la amaba platónicamente, pero que como era tímido, no me atrevía a decirle nada.
Ella sonrío y me dio un beso en la mejilla.
A partir de ese momento nos encontramos más veces, tomábamos café y luego dábamos alguna vuelta por el pueblo.
Yo un día le propuse que saliéramos en serio, que fuésemos novios, pero ella me contestó que no, que no podía. ¿No puedes? –le preguntó uno extrañado.
No, no puedo –replicó ella muy seria-, y no me preguntes más.
Y seguimos saliendo y paseando, disfrutando del momento de estar con ella y sin proponerla nada más, hasta que un día un conocido se acercó a mí y me dijo que la chica aquella, ¿tu novia?, trabajaba en una casa de masajes de la capital.
No lo creí, claro, estuve a punto de cogerlo del cuello, pero pensé que a él también le gustaba ella y que estaría celoso.
Pero la seguí.
Y comprobé que, sí, que por las mañanas cogía el autobús y se iba a la capital para trabajar allí en un piso de putas y por la noche volvía a la localidad, sin que nadie pudiera haber sospechado nada.
Tenía horario laboral de mañana, como muchas de sus compañeras casadas que oficiaban de putas por el día y por la tarde, mientras sus maridos estaban fuera.
Pero ella era soltera. ¿Cómo se explicaba que una chica soltera, guapa y con un cuerpazo de ensueño, trabajara de puta? Se lo pregunté y sonrío. Por el dinero, obviamente, me contestó.
Y porque me gusta ser puta, sentir como un macho se pone cachondo al verme, cómo se le pone dura, cómo me desea y como anhela follarme.
Y si encima me pagan y bien, miel sobre hojuelas, aunque si no fuera así seguiría yendo al piso para hacerlo gratis, es superior a mis fuerzas, me gustan todos los hombres de verdad, los verdaderos machos y se me moja el coño nada más advertir que a ellos se les pone dura.
Me quedé asombrado, pero a esas alturas ya la amaba con toda mi alma, con todo mi ser y con cada poro de mi piel.
Y se lo dije. Ella contestó que también me apreciaba mucho, pero que las cosas estaban así y que no podían cambiar.
Ella no quería que cambiaran, pues era feliz sintiéndose puta y gozando como una puta.
Y yo, sorpresivamente, le dije que no me importaba, que la quería tanto que no me importaba compartirla con otros y que siguiera sintiéndose puta.
¿Seguro?
Sí, seguro
¿No te importa ser un cornudo sumiso y consentido?
No, no me importa.
Ella cabeceó de un lado a otro, no se lo creía; pero cuando bajó la mirada y vio que el pantalón me abultaba, me echó mano a la polla y comprobó que sí, que efectivamente estaba dura, muy dura.
– Así es que además de cornudo, te gusta que te humille al recordarte que lo eres –me dijo, mientras se abrazaba a mí y me besaba-. Somos la pareja perfecta: la puta y el cornudo –añadió.
Y nos casamos, porque ella insistió en ello porque así no tendría que esconderse tanto para sus viajes a la capital, tendría coartada porque al único que se suponía que tendría que darle explicaciones, a mí, no se las iba a dar obviamente.
Y porque los verdaderos cuernos son el matrimonio, los legítimos, los que de verdad se lucen -según me decía ella-, los más honrosos, los cuernos de verdad.
«Para preciarte de ser cornudo, para sentirte humillado de verdad al serlo y que yo pueda humillarte recordándote cada día que lo eres, tenemos que casarnos», me dijo con una lógica aristotélica. Y yo comprendí que era así, que para mi verdadera felicidad como cornudo, tendríamos que casarnos.
Nuestra noche de bodas fue muy clásica, si exceptuamos que era entre una puta y un cornudo sumiso, y que por tanto ella se la pasó follando con unos gigolós compañeros suyos y yo, pajeandome, mientras miraba desde un sillón, porque ella a estas alturas me quería ya mucho, según me dijo y me prometió que me dejaría ver todas sus folladas como puta, que estaría siempre delante y que nunca follaría sin que yo lo viera.
¿Cómo? Pues habló con el dueño del piso de masajes y le explicó las circunstancias, por lo que llegaron a la conclusión de que lo mejor sería que ella prestara un nuevo servicio en el piso, que además estaba muy demandado por la sociedad.
Y así fue como un día salió un nuevo anuncio en la sección de contactos del periódico regional: «Mi marido es cornudo sumiso, le gusta ver como lo hago cornudo y sentirse cornudo, si quieres follarme a mí y que lo humillemos a él, llámame. Precios razonables».
Y con mucho éxito porque a partir de ese día ella fue una de las chicas más solicitadas para entrar en aquella habitación en la que sobre el cabecero de la cama colgaba, con un precioso marco dorado, la fotocopia de nuestro libro de familia en la que aparecían las fotos de los dos, para que ningún cliente tuviera dudas de que ponía los cuernos.
Verdaderos cuernos.
Y ellos siempre miraban primero la fotocopia, luego a los dos, y entonces ya se desnudaban complacidos.
El nuevo servicio fue de lo más solicitado desde que se ofreció al personal y aumentó cuando se le añadieron otros complementos como, por ejemplo, que el cliente pagara una cantidad mayor si, además del servicio normal de puta y cornudo, quería que ella me doblara sobre sus rodillas y me azotara el culo con una zapatilla y ver así como se me ponía la polla dura al sentirme literalmente «cornudo y apaleado», que es como se llamaba a este servicio. Y un servidor con la polla tiesa y ella con los labios de su coño húmedos y brillantes.
Tan húmedos que después de quitarme de sus muslos ella se echaba en la cama y se abría de piernas para ofrecerse a los clientes y que ellos pudieran meterle el dedo en su coño y sacarlo mojado, debido a su excitación, después de hacerme cornudo y además apaleado. Porque ella se excitaba tanto como yo o más, todo hay que decirlo. La verdad es que éramos la pareja perfecta.
«La puta y el cornudo», nos decían los demás compañeros del piso, porque era verdad ya que ella a partir de nuestra boda folló todavía más que antes, con más tíos y durante mayor tiempo, y yo era cornudo absoluto porque no había follado aún con ella.
No la había catado, porque ella misma me lo había prohibido ya que decía que los clientes, al saberlo, se excitaban más, repetían, y ella así se sentía más puta y gozaba más al hacerme más cornudo aún.
Porque según decía su placer no sólo estaba en follar con los tíos, sino en saber que su marido era feliz siendo cornudo sumiso.
Eso le daba un gozo añadido inusitado que no quería perder.
Se refirió incluso a que pensaba infibularme la polla con una anilla clavada en el prepucio para que jamás pudiera follarla, para que todos supieran que jamás podría follar con mi mujer mientras que cualquier macho, previo pase por caja, sí podía hacerlo.
Esto era aún más humillante para mí y más excitante para ella.
De hecho yo le preguntaba al cliente que la acababa de penetrar qué tal era su coño, si estaba cálido, estrechito, acogedor.
Y él me solía decir que sí, que muy bueno, muy confortable y que le daba mucho gusto porque mi mujer era tan puta que además lo cerraba y abría para acoger mejor su polla, para darle más gusto.
«No sabes el coño que te pierdes», me solía decir alguno de ellos, mientras seguía follándose a mi mujer.
Pero esa es otra historia, aunque sea parte de la misma, la de siempre, la que voy a seguir el resto de mi vida hasta que me muera: la de ser un cornudo consentido que se excita y goza viendo como su mujer folla con los demás machos, menos con él, y sabiendo que ella goza más todavía al hacerme cada día más cornudo sumiso.