El calor de agosto se pegaba a la piel como una manta de lana mojada. Javier apuró el último trago de su caña, sintiendo el líquido frío deslizarse por su garganta. Estaría más fresco en el interior del bar, pero estaba en la terraza, bajo una sombrilla de Cerveza San Miguel para poder fumar. El sudor le perlaba la frente, mezclado con el humo denso del cigarrillo. A sus cuarenta y dos años, se mantenía en forma: hombros anchos de tanto cargar sacos de cemento, manos callosas, una barriga incipiente que la cerveza y la falta de voluntad se empeñaban en hinchar, pero que las jornadas de ocho o diez horas en la obra la contenían. Era un tipo potente. Un lobo viejo, todavía con los dientes afilados.
—Otra, Sandra —dijo, sin levantar la voz. La voz era un ronquido grave, gastado.
La camarera se acercó, balanceando las caderas con la seguridad de quien sabe que es el plato fuerte del menú. Sandra. Veinticuatro años, el pelo rubio teñido de un azul chillón que competía con la luz fluorescente del local, unos leggings negros que se le clavaban en el culo como una segunda piel y una camiseta blanca tan fina que dejaba ver el negro del sujetador y el dibujo de los pezones. Una choni de manual, con la cara pintada de guerra y el aire de quien ha aprendido a sobrevivir a base de miradas y favores.
—¿Qué, la última ya?—le dijo, dejando la caña en la mesa con un golpe seco. La sonrisa era una fisura en su cara maquillada, una promesa y una burla al mismo tiempo.
—Pronto me quieres echar… —sus labios gruesos formaron una sonrisa torcida.
Ella se apoyó en la mesa, dejando que se viera el sujetador a través del cuello de la camiseta. Javier no se movió. Se limitó a disfrutar de las tetas contenidas en el sujetador negro e inhalar su perfume, un olor a vainilla y a desodorante mezclado con sudor dulce. Sentía la sangre hervirle en las venas. No por amor, ni por ternura. Era una urgencia en el bajo vientre, el instinto de un hombre que huele a carne disponible y siente la necesidad de tomarla, de sentir su calor, de dejar su marca.
De vez en cuando, cuando el alquiler apretaba o le apetecía un capricho, Sandra se ofrecía a sabiendas de que siempre habría un sí por respuesta. Cobraba, claro. Pero no era como una puta de carretera. Con ella era más sucio, más cercano. Una transacción en el almacén trasero del bar entre olor a aseo y a cerrado. A él le excitaba tener que pagar por follarla, ese dinero en la mano era la prueba de que él podía, de que era un hombre que trabajaba y que al final del día podía comprar un trozo de olvido.
—Mi hija no viene hoy —soltó Javier de repente, como si le pesara en la lengua.
Sandra arqueó una ceja.
—¿Es una proposición indecente?
Javier soltó una carcajada.
—Es muy decente, preciosa. Raquel irá al picadero con su novio… es viernes y estaré solo. Por si te interesa…
Sandra se relamió discretamente y se irguió, observando la mano de Javier en la entrepierna, donde bajo el pantalón se apreciaba el pollón que ya conocía.
—Salgo en una hora…
—No sé si tendré paciencia… porque me pones a cien meneando el culo por aquí… —musitó en voz baja, devorando con la vista el surco que marcaban los leggings.
—No seas cerdo… —rió ella, girándose y moviendo todavía más escandalosamente el trasero.
La espera fue de tres cañas más y algo más de una hora, hasta que Sandra pudo salir. Su jefe también la devoraba con la mirada desde la barra, cuando salía. Javier se preguntó si también la habría probado.
—Anda, vamos —le dio un toque en el hombro y pasó de largo.
Javier apuró de un trago la caña y la siguió. El calor del día ya remitía a esa hora, aunque no tanto como hubiera sido deseable. Javier se puso a la par de ella y se extrañó cuando Sandra le agarró de la mano unos instantes, antes de volver a soltarla cuando una pareja de ancianas se cruzaron por la acera.
—Tú verás si quieres en tu casa o en la mía —le dijo Sandra.
—Me da igual… pero mi cama es más grande.
—No voy a dormir, follamos y luego yo he quedado —anunció con naturalidad.
Llegaron al portal de Javier. Abrió la puerta y subieron por los escalones de cemento, él con el cuerpo pesado por la cerveza y el deseo. Abrió la puerta. Un olor rancio a tabaco, fritura y ambientador les dio la bienvenida. No se dijeron nada. Ella se quitó la camiseta y los leggings con una rapidez mecánica, dejando al descubierto un cuerpo blando, delgado y con ligeras trazas de celulitis en los muslos. Las marcas del sujetador clavadas en la espalda y de las copas bajo las tetas, llamaban la atención de Javier. Un cuerpo real, de carne y sudor.
Javier se desabrochó el raído pantalón vaquero y se lo bajó junto al calzoncillo. Se dirigieron al dormitorio, él metiéndole mano y magreando las tetas y ella agarrando el enorme pollón, mientras se besaban con salvajismo.
En la penumbra de la habitación, con los sonidos de la calle filtrándose por la ventana, fue un forcejeo húmedo. Él se aferró a sus caderas, hundiendo la cara en su pelo oliendo a lacas de dos euros, y pensó en todo. En su ex, en su hija, en el jefazo de la obra, en el sabor amargo de la primera cerveza de la mañana. Y mientras la embestía, sintiendo cómo ella gemía y aullaba, una calma densa se apoderó de él. El cuerpo de Sandra era solo eso, un cuerpo, y él estaba dentro. Y eso era suficiente.
Cuando acabó, se tumbó de espaldas, jadeando. Sandra se levantó sin mirarlo y fue al baño con el condón en la mano. Lo arrojó al inodoro y volvió con un papel de WC en la mano, limpiándose la entrepierna con indiferencia.
—¿Cuarenta? —preguntó ella, pensando que en realidad de buena gana lo hubiera hecho gratis. Le encantaba la animalidad con la que la empotraba y las corridas que alcanzaba con él.
Javier se incorporó, abrió la mesilla de noche y contó tres billetes de veinte para ofrecérselos. Sus dedos se rozaron.
—¿No quieres pasar la noche? —sugirió mientras ella se dirigía al salón.
—No, Javi, en serio… he quedado. Y gracias por la propina.
El se incorporó y la siguió. Ambos se vistieron en silencio. Por un instante, sus miradas se encontraron. Ella sonrió pícaramente.
—Eres una puta bestia… me has dejado el coño…
—Se lo dirás a todos, je, je, je.
Ella se abalanzó sobre él y le besó, apoyó la mejilla sobre su pecho y levantó la mirada.
—Te aseguro que no…
Volvieron a besarse y Sandra se despidió, bajó las escaleras observada por Javier, que encendió un cigarrillo y cerró la puerta. Olió su mano impregnada aún de Sandra y se dirigió al dormitorio para dar por finalizado el día.
Al día siguiente, Javier se despertó temprano. La cabeza le pesaba como un saco de cemento húmedo. Se vistió con la misma ropa del día anterior, que olía a tabaco y bajó al bar. Por supuesto, no estaba Sandra. La terraza brillaba bajo un sol todavía compasivo. Se sentó en su mesa de siempre y pidió un café cargado. Mientras esperaba, hojeó el periódico que el dueño le dejó sobre la mesa. Una noticia sobre una agresión de unos neonazis a un homosexual, le provocó un gruñido bajo. Se la leyó entera, masticando cada palabra. Putos fascistas… musitó para sí. Se bebió el café de un trago, sintiendo el amargo quemarle el gaznate y dejó las monedas sobre la mesa.
Le gustaba caminar por el barrio, cruzarse de vez en cuando con antiguos compañeros de la escuela y con mujeres con las que alegrar el ojo y la mente. A la tarde ya tenía plan con sus colegas: bar, cervezas y fútbol. Partido importante además, aunque el resto del día se le haría eterno como no encontrara algún aliciente. Compró una barra de pan y se tomó un par de cervezas de medio día, en otro de los bares cercanos a su casa. Mientras tomaba la segunda, un “hola Javi” de una voz conocida hizo que se girara.
Era ella. Adriana. La vecina del cuarto. Treintañera desde hacía años, con esa carne blanca y suave que parecía hecha para ser apretada, y esos ronchones rojizos en las mejillas que a él le parecían sexys. Llevaba un vestido de flores flojo, veraniego, que le llegaba justo por encima de la rodilla, y al caminar se le pegaba a las caderas. Unos buenos muslos firmes. Y al lado, el pequeño diablo con cara de su padre, tirándole del brazo.
—¿Qué Adri? —dijo él, dejando que su mirada la recorriera sin pudor, desde las sandalias de cuero gastado hasta el pelo recogido en una coleta que dejaba al descubierto la nuca, un lugar perfecto para dejarle una marca de dientes—¿De paseo con el chaval?
—Haciendo recados… —se acercó y se inclinó para darle los dos besos. Lo hizo demasiado cerca de la boca, dejando una estela de su perfume, algo agradable, caro, a jazmín y a limpio. Un olor que no encajaba en el barrio—¿Y tú?
—Je, je, pues ahora contigo, Adri… —Javier se recostó en la silla, un gesto de dueño del territorio, y señaló la silla vacía de al lado—¿No te tomas algo?
Adriana miró a su hijo, que ya empezaba a gimotear y a señalar la máquina de chucherías con un dedo acusador. Su cara se contrajo en una mueca de fastidio, una expresión que Javier conocía bien. La misma que ponía cuando su marido la llamaba por teléfono para preguntarle qué había para cenar.
—Tengo que hacer la comida… —dijo, pero no se movió. Se quedó allí, un segundo más, y sus ojos lanzaron una rápida mirada a los lados, como en las películas. Se inclinó un poco más hacia él, bajando la voz a un murmullo conspirativo—Mi marido no está… y al niño lo planto con los abuelos a la tarde… si quieres, puedes subir a tomar algo a última hora…
Javier sintió una punzada de satisfacción en el bajo vientre. La adrenalina del riesgo, de la puerta cerrada.
—Después del partido me paso —dijo, con una calma que no sentía. Su voz era grave, segura.
Adriana se enderezó de golpe, como si la hubieran pinchado. Una sonrisa mínima, casi invisible, se le dibujó en los labios.
—Vale. Pues ya me contarás si ganan —dijo, volviendo a ser la vecina correcta—. Vamos, Cristian, que mamá está cansada…
Le dio una tirada al niño y se marchó, con el culo meciéndose bajo el vestido, sabiendo que él la miraba hasta que dobló la esquina.
Javier se quedó solo otra vez, pero todo había cambiado. Tenía ya folleteo a la noche, y además Adriana era muy intensa. Mientras se terminaba la cerveza, su mente estaba en el olor a jazmín de Adriana, en sus pezones rojizos y duros, la textura de su culo y en el sonido de la cerradura de su puerta cuando él entrase a la noche sigilosamente. El partido de fútbol ya no era el plan. Era el prólogo. El aperitivo.
Se pagó la cerveza y salió a la calle. El sol ya no le pareció tan compasivo. Le quemaba la piel, le aceleraba la sangre.
Sobre las once y media, el móvil vibró en su bolsillo. Era un mensaje de Raquel. “No prepares nada, llego sobre las dos con Sonia. Llevamos pa comer pollos con patatas fritas”
Javier leyó el mensaje dos veces. Una sonrisa torcida se le dibujó en la cara. Sonia. La imagen de la chica le vino a la mente de inmediato: delgada, con unas piernas largas que parecían no terminar nunca, una risa fácil y unos ojos oscuros que parecían mirar siempre un poco más allá de lo que tenían delante. Un pensamiento se instaló en el bajo vientre, denso y pegajoso. Intentó apartarlo, pero se quedó allí, adherido a sus entrañas.
A las doce y media, ya en casa, se dio una ducha rápida y se puso unos pantalones cortos y una camiseta limpia. La casa olía a polvo y a aire viciado. Abrió las ventanas de par en par, intentando que entrara algo de vida que no fuera la suya.
Llegaron las dos en punto. El olor a pollo frito llenó el piso de golpe, un olor a grasa y a especias. Raquel entró riendo, con una bolsa de cartón en la mano.
—¡Hemos llegado! Espero que tengas hambre, que este pollo está para morirse.
Detrás de ella, asomó Sonia. Y el aire se espesó en los pulmones de Javier. Llevaba un top blanco, tan fino que el sol de la ventana se lo atravesaba, dejando ver la silueta oscura de sus pezones. No llevaba sujetador. Y abajo, unos shorts de algodón azul marino, tan cortos y tan justos que se le clavaban en el culo y en la entrepierna, marcando un surco continuo y profundo.
Javier se quedó parado en medio del salón, con la boca abierta.
—Hola, Javier—dijo Sonia, con su voz habitual, como si no estuviera desmembrándolo con la sola presencia de su cuerpo.
—Hola… Sonia —logró articular, sintiendo la garganta seca.
Se sentaron a comer en la mesa de la cocina, él frente a ella. Javier comió en silencio mientras Raquel y Sonia charlaban animadamente sobre la uni, sobre unos amigos, sobre un concierto al que querían ir. Él asentía de vez en cuando, acotando alguna cosa con voz ronca, pero toda su voluntad se concentraba en una sola cosa: no mirar. No mirar el top, no mirar los pezones, no mirar el surco. Pero era imposible. Sus ojos, volvían una y otra vez a ese punto de fuga, a esa carne joven. Y mientras masticaba una patata frita, sintió cómo la sangre se le iba a la cabeza, y a otro lugar mucho más bajo y peligroso.
Cuando Sonia se excusó para ir al baño, Raquel le dio un puntapié a su padre bajo la mesa.
—Eh viejo… córtate un poco, que te chorrea la baba—se carcajeó encendiendo un cigarrillo que le robó a su padre— eres un puto viejo verde…
—Claro, como a ti tu novio ya te ha repasado… y a este pobre viejo, sólo le queda mirar como un baboso— bromeó simulando voz compungida.
—Vete a la mierda… seguro que voy a tu dormitorio y huele a puta—echó el humo al costado y se rascó la teta derecha—oye, ¿igual me prestas 30 pavos?. El lunes me han dicho que me pagan y te devuelvo.
—¿Dónde vais?
—No sé, a pillarnos un pedo al Anclador y a zorrear supongo…—se encargó de hombros y cuando Sonia se acercó, volvió a patear a su padre bajo la mesa.
Tras recoger los restos de la comida y fregar, las chicas se encerraron en el dormitorio de Raquel con la música a tope. Javier cabeceaba en el sofá mientras veía una película y su mente oscilaba entre Sonia y Adriana.
Raquel le despertó con unos toquecitos en el hombro.
—Eh, viejillo… — se agachó y le dio un tierno beso en la mejilla y sonrió cuando el durmiente despertó en medio de un ronquido largo abriendo los ojos—nos vamos… te he cogido de la cartera los treinta pavos. No me esperes despierto, ja, ja, ja.
—Anda, dale un beso a tu padre…
Le besó en la frente.
—Te quiero, viejo… venga, me voy.