Decía al principio que uno de los cometidos del grupo al que pertenecíamos Dorian y yo era la de organizar diversos actos y sobre todo hacer de enlace para que la gente pudiera realizar sus aficiones.
Así que teníamos una sección deportiva en la que juntábamos a distintas personas para que practicaran su deporte favorito. Se me ocurrió que a la vez que coordinaba uno de los grupos de tenis podía apuntarme como una jugadora más. Y así lo hice. Este pequeño cambio, que me pareció intrascendente en ese instante, acabó siendo el detonante de las cosas más extraordinarias que me han pasado nunca.
Una vez apuntada, y conformado mi grupo, quedé a jugar con un chico una calurosa tarde de agosto. Era bastante interesante esta forma de proceder, porque los jugadores no nos conocíamos previamente y resultaba gracioso y atrayente el primer encuentro.
Cuando llegué a la pista de tenis, el chico ya estaba en ella. Era bastante alto, más joven que yo y realmente atractivo, con un pelo moreno y un rostro muy latino que lo hacía irresistible. Me imaginé que se llevaba de calle a todas las niñas de su clase, si es que estudiaba o a sus compañeras de trabajo, en su caso.
Comenzamos a jugar y para colmo de perfección, resultó ser un buen jugador, con golpes muy elegantes y finos, y con unos movimientos de piernas rápidos y ligeros. En los descansos, cuando íbamos a beber agua y nos juntábamos, noté que me miraba de forma pícara. Yo, por primera vez en mucho tiempo, tuve una extraña sensación al estar con otro hombre que no fuera Dorian. Me gustaba pero me hacía sentir insegura, tanto me había acostumbrado a estar con él que creía no estar preparada para otras emociones que no proviniesen de su persona. Además, cuando me dijo que tenía apenas veinte años, pensé en mi edad, que rondaba la treintena y me dispuse a jugar a tenis sin más complicaciones.
Estas llegaron cuando al salir de los vestuarios después de ducharnos tras el partido, sin previo aviso y ante toda mi perplejidad, el chico me dijo con una espontaneidad impresionante que si quería tomar algo. Desde luego, pensé, estos jovencitos de hoy en día no se cortan un pelo. Pero la verdadera sorpresa estaba por llegar, ya que al responderle que bien, que bueno, casi sin querer, por no ofenderle, me replicó que podíamos ir a su apartamento en la playa, que estaba muy cerca de las pistas de tenis.
Casi sin darme tiempo a contestarle, me dijo que le siguiera tras su coche, que llegaríamos en cinco minutos. Todavía obnubilada y perpleja me metí en mi coche y me dispuse a seguirle. En ese tiempo pensé que aquello me resultaba extraño pero al mismo tiempo incitante y agradable. No quise seguir con ninguna reflexión seria y cuando me quise dar cuenta él ya había parado su coche junto a la fachada de un apartamento.
Estábamos sentados en el balcón, bebiendo unos refrescos y contemplando el anochecer muy cerca de la playa. Lo cierto es que me sentía bien, ya estaba más tranquila y comenzaba a disfrutar de esta nueva situación. El chico era simpático y divertido, muy propio de su edad, en la que todo te parece una fiesta continua. Cuando acabé mi bebida y viendo que ya era de noche le dije que ya era hora de irme a casa. Me levanté y entré a la vivienda, él me siguió mientras me decía que todavía era pronto y que podíamos preparar algo para cenar. Me giré para contestar que no, pero no llegué a hacerlo, porque me encontré con su cuerpo pegado al mío, sonriendo travieso y juguetón y haciéndole esta sonrisa todavía más atractivo si cabe. Además, su altura y buen físico me llegaron totalmente, al estar tan cerca de mí, contrastando ampliamente con mi pequeña estatura. Nunca había estado con alguien tan bien construido, un pedazo de tío bueno, tan joven y tan arrebatador. Lo que durante la conversación trivial que habíamos mantenido en el balcón se había desvanecido, volvió a mi mente y no era otra cosa que me sentía totalmente atraída por él. No solo mi mente me lo estaba recordando, también mi cuerpo, que empezaba a sentir palpitaciones y calenturas por entre las piernas. Definitivamente no podía escapar de su red y ahora empezaba a sentir que tampoco quería escapar, que lo que deseaba era pasar un rato de sexo puro y duro con alguien que acababa de conocer.
Sus labios se acercaron a los míos, abrió su boca para dejar suelta su cálida lengua y me restregó toda su carnosidad por mi boca, por mi cara, por mi cuello. Juntamos totalmente nuestros cuerpos y por la diferencia de altura su cintura casi tocaba mis tetas, con lo que mi vientre notaba su endurecido sexo. Tuve una sensación de admiración porque aquello parecía enorme, tanto como él, su corpachón estaba en consonancia con su gran polla. Mientras me manoseaba por todo el cuerpo, en especial mis redondas y turgentes tetas se bajó levemente el pantalón corto que llevaba y sacó a relucir su grandioso taladro. Me separó un poco para requerirme que se la chupara, yo me agaché y en cuclillas me agarré a su imponente picha con ambas manos, que apenas podían abrazar semejante miembro. Me la metí en la boca tan desesperada que tuve una leve arcada, mis babas empapaban la piel tersa y llena de venillas de su magnífico cilindro. Chupé y chupé como nunca lo había hecho, atragantándome de polla una y otra vez. Entonces él me levantó cogiéndome de mis hombros y me señaló el sofá con un gesto de ordeno y mando que encontré excitante.
“Ponte de rodillas”, acertó a decir con voz jadeante y explosiva. Le miré estremecida porque nunca había disfrutado de esa postura, no me gustaba hacerlo así, porque me parecía algo sucio y demasiado animal, pero yo estaba en ese momento dispuesta a dejarme llevar y a que me tratara como una perra lúbrica y lasciva. Me coloqué de rodillas, a cuatro patas, giré mi cabeza para ver sus movimientos, para no dejar de admirar su colosal pollón.
Levantó levemente mi corto vestidito hacia la cintura y sin quitarme las braguitas minúsculas que llevaba totalmente inundadas de mis jugos desde hacía tiempo, me metió la polla de un solo golpe, hasta el fondo, notándole los huevos que chocaban en mi culo, perforando mi mojadísimo coño una vez y otra vez, sin descanso, con fuerza bruta, rápidamente… Así estuvo un buen rato, un tiempo que me pareció inacabable, extasiada como estaba ante una imagen para mí totalmente insólita, a cuatro patas dejándome taladrar por un chaval diez años menor que yo, un tío buenísimo y fornido, con una picha de caballo que hacía temblar las piernas solo con verla. Mis orgasmos se repetían como jamás había experimentado, mis jadeos se hacían cada vez más ruidosos y le pedía, le suplicaba que no parase, que me la metiera más fuerte, que me ordeñara el coño hasta que saliera toda la leche.
Salió la suya, un chorro de denso líquido untuoso recorrió mi espalda, desde la nuca hasta el culo, manchándome el vestido de su gelatinoso semen, semen que degusté por vez primera al acercar su todavía vibrante polla a mi boca, para que bebiese las últimas gotas de su fluido vital.
Estaba exhausta. Y definitivamente satisfecha. Le acaricié su miembro con cuidado, lánguidamente, absorta en su rostro joven y bello, como agradeciéndole la maravilla con la que me había obsequiado.
Unos minutos más tarde salí de su apartamento (él dijo que se quedaba un poco más para arreglarlo todo y que sus padres no sospecharan nada). Me hizo gracia, me sentí medio culpable, medio vampiresa al pensar que solo era un jovencito que tenía que preocuparse de esas cosas, aunque a decir verdad yo también seguía viviendo en la casa de la familia. Sonreí y me dispuse a conducir mi coche hasta casa con una mueca de felicidad absoluta en mi semblante.
En los días que siguieron no pensé demasiado en lo que había ocurrido. Al pasar momentos tan agradables con Dorian no tuve necesidad de recurrir al recuerdo de tan excitante día.
Dorian y yo seguíamos llevando una relación especial. No éramos formalmente novios pero todo lo que hacíamos llevaba a pensar a nuestros conocidos que sí lo éramos.
No nos complicábamos la vida, disfrutábamos de ella juntos y cuando nos apetecía estar separados y salir con otra gente lo hacíamos sin problemas. Además, el sexo que tenía con él era maravilloso, muy grato y sensual, con muchas emociones y sorpresas, era elegante y fino, cariñoso cuando tocaba y un poco salvaje cuando nos lo pedía el cuerpo. Realmente se podía decir que tenía una vida sexual muy satisfactoria…
Pero una tarde, sin saber cómo ni porqué, mientras estaba en un lugar tan poco voluptuoso como la oficina donde trabajaba, rodeada de papeles sin encanto, de tipos feos y viejos y con cierto aburrimiento, porque había terminado una faena muy concreta y me limitaba a esperar que dieran las siete de la tarde para salir… una tarde como esa, decía, comencé a pensar en él, el chaval que me había follado como nadie lo había hecho nunca. No lo había vuelto a ver, no tuvimos ningún contacto durante todos esos días, supongo que ambos nos habíamos hecho la idea de que aquella tarde fue algo único y sin posibilidad de repetición.
Pero en ese momento mi cerebro cambió drásticamente esa idea prefigurada. Estar sentada en la mesa sin tener nada que hacer me obligaba a pensar algo ocurrente, fascinante o hermoso para salir del hastío y creo que esa fue la causa de que mis pensamientos se volcaran hacia él y hacia aquella tarde loca. Comencé a notar cierta calidez entre mis piernas, esa humedad tan típica que llega sin avisar, casi sin sentido, sin haberla provocado. Me puse incluso algo tensa y nerviosa, mirando el reloj obsesivamente, al tiempo que me fijé en la mirada de uno de mis avejentados compañeros de trabajo, que se había clavado en mis tetas. No era la primera vez que ese tipejo me miraba las tetas, pero esta ocasión le noté algo distinto. Descubrí el misterio cuando yo misma dirigí la vista hacia mis senos y vi como los pezones se marcaban estrepitosamente debajo de mi blusa ajustada. Los tenía increíblemente duros y creo que fue eso lo que me hizo tomar consciencia de la gran calentura que me invadía por momentos.
Como tenía los números de teléfono de los jugadores de mi grupo en la oficina, por si acaso los tenía que avisar de algo urgente, abrí el cajón y saqué un papel con los nombres y números, pero solo me interesaba uno, lo apunté en una nota adhesiva aparte y le llamé.
Era el número de su casa, descolgó el auricular una mujer, seguramente sería su madre y me contestó que él no estaba en casa, que todavía debía estar trabajando. Le pedí que me diera el número de teléfono de su trabajo, si lo conocía, porque tenía algo que decirle que no admitía demora y fue a buscarlo… pasaron pocos segundos, pero se me hicieron eternos, estaba empezando a impacientarme impúdicamente, mojada como estaba, nerviosa y terriblemente excitada… al final regresó la mujer y me dio el teléfono. Con las palpitaciones de mi corazón sonando en la oficina a mil por hora, pulsé las teclas del aparato telefónico como posesa, endemoniada por los sátiros lujuriantes, golpeando con inusitada fuerza cada uno de los números. Me contestó una chica y al preguntarle por él me respondió que acababa de salir. Le pregunté loca de deseo y de desespero, que imagino notó la muchacha, si sabía dónde había ido, si me podía dar alguna pista, pregunta un poco absurda porque casi nadie dice dónde va cuando sale del trabajo, pero esta vez tuve muchísima suerte, ya que le había visto salir con una bolsa de deporte donde sobresalían un par de raquetas… ya no necesitaba ningún dato más, tenía que estar jugando a tenis algún partido del torneo y seguramente lo estaba disputando en el mismo lugar donde habíamos jugado nosotros días atrás.
No había ninguna seguridad para esta conclusión pero tan alterada y sulfúrica estaba que no quise pensar en otra opción. La hora de salir había llegado entre las llamadas telefónicas y me precipité a la calle posesa y enloquecidamente buscona. Porque a eso iba, a la búsqueda de una polla, no una polla cualquiera sino a la polla que me había hecho sentir sensaciones inimaginables.
Cogí el coche y directamente me fui hasta las instalaciones de las pistas de tenis. Sentada en el coche, con el calor del sofocante verano, con las ventanillas abiertas para respirar aire puro que me llenara de oxígeno los pulmones y me calmara un poco el sofoco interior que brotaba en mi cuerpo, vestida con una falda de tela fina hasta la rodilla y con una blusa más fina todavía que prácticamente dejaba entrever mis recios pezones, pensaba en él y en las ganas de follármelo que me habían manado en una tarde tan insustancial como esa.
Llegué a las pistas de tenis y mi mirada escudriñó por unas y otras hasta que lo reconocí. Me acerqué y sin entrar dentro de la pista, a través de la valla metálica, me quedé apoyada por unos instantes hasta que se dio cuenta de mi presencia. Le noté su asombro y sorpresa y se aproximó hacia donde yo me encontraba, él dentro de la pista y yo fuera de ella.
Me saludó con un corto Hola y sonrió sorprendido. Yo le devolví la sonrisa con una carga de picardía y de deseo y le dije si podía salir un momento. Creo que en ese momento se percató absolutamente de mis intenciones, después de que sus ojos se clavaran en mis tetas y en mis erguidos y tersísimos pezones que parecían que iban a romper la blusa.
Desde lejos le gritó a su compañero de partido que tenía que salir y que volvería enseguida.
Finalmente dejó la raqueta en el banco y salió, yo empecé a andar lentamente antes de que se llegara a juntar conmigo, me dirigí hacia los vestuarios y él me siguió a unos pocos pasos detrás de mí. Esa sensación me ponía a mil, porque ahora era yo quien lo conducía hacia el sexo y él me obedecía sin rechistar…¡¡era una sensación magnífica!!
Entramos en el vestuario de las chicas porque no solía haber chicas jugando allí y de esa manera tendríamos libertad y tranquilidad total para enredarnos como animales en celo.
Cuando me cogió de los brazos y me manoseó bruscamente, solo acertó a decir con una mueca de vanidad y de macho orgulloso que si estaba tan cachonda que ya no me había podido aguantar más. Y en efecto, era eso lo que me pasaba, no se equivocaba en lo más mínimo. Le contesté que había llegado hasta allí para que me follara como una zorra.
Pasamos a la parte donde estaban las duchas y los cuartos de baño y en uno de ellos nos metimos, escondidos y ocultos de posibles visitantes a los vestuarios.
Sin más preámbulos, me quité las bragas y las colgué del pomo de la puerta. El muy cabrón sabía que yo estaba en celo y no hacía nada más que mirarme con ojos de sátiro, esperando que yo actuara, que yo llevara la iniciativa… eso le estaba excitando muchísimo.
Le desabroché los pequeños pantalones de deporte que llevaba puestos y de una sola bajada le despojé también de sus calzoncillos, mostrándose enhiesta y altiva su monumental polla, que ya estaba dura y rojiza. Esa visión me puso más desbaratada si cabe, se la toqué, se la meneé durante unos segundos, pero yo necesitaba otra cosa, era pura necesidad, no eran ganas ni deseo, era total urgencia de tener dentro de mi cuerpo ese pedazo de picha gigante.
Le dije que se sentara en la taza del váter y le quité la camiseta, quería verlo desnudo por completo, contrastando conmigo, que solo me había quitado las braguitas y seguía con la falda y la blusa puestas. Al sentarse, su polla quedó vertical como un mástil de barco, robusta, con la cabeza rojiza y desnuda de su glande ejerciendo de imán erótico que me empujaba hacia allí. Doblé mis piernas ligeramente hacia atrás para sentarme encima de él y justo antes de introducírmela en mi empapado conejito, requiriente, expectante, anhelante, le solté en su cara: “Hoy te voy a follar yo”.
Fue lo único inteligible que pude decir hasta el final, pues a partir de ahí solo salió de mi garganta un enramado de gritos, gemidos y suspiros que provocaba un enloquecido eco en las paredes del pequeño cuartito donde estábamos jodiendo. Yo estaba follándomelo, botando y botando como una amazona encima de su caballo, metiendo y sacando su largura en mis carnes, él quieto, impasible, mirándome como incrédulo ante mi nueva e insólita manera de abordar el sexo, con furia, con arrebato, sin ningún ápice de vergüenza, solo disfrutando y gozando de ese increíble momento extático. No dejaba de ir arriba y abajo, gimiendo, gritando, hasta el punto que pensaba que todos los jugadores allí fuera me estarían oyendo y se estarían poniendo calientes como leones. Por primera vez en mi vida tuve un flash mental, fugaz pero intensísimo, de pensar que varios tíos, que muchos tíos estaban alrededor mío, tocándome, cogiéndome, acariciándome, pajeándose unos, besándome otros, chupándome o follándome sin piedad…
Me corrí varias veces, llenando de jugos viscosos sus piernas cubiertas de negro vello, lascivo, sensual, y cubriendo también de lechecita caliente mi vulva depilada, suave, hinchada. El aguantaba sin derramar una gota, agarrándome del culo, de la cintura, de las caderas, subiéndome la falda para ver cómo mi coño escondía y descubría su pene alternativamente, sin parar, sin descanso, una y otra vez, embistiendo como poseída, llevada por el demonio de la carne y de la lujuria, empujando hacia abajo, retorciéndome cuando la tenía entera dentro de mí, contorneando mis caderas en esos mágicos instantes, echándome hacia atrás a veces, en otras ocasiones me abrazaba a él inclinada hacia delante, fueron tantas posturas, tantos movimientos, que me pareció que llevábamos horas así, de los orgasmos que estaba teniendo. Destrozada de tantas embestidas, decidí parar, ya no podía más, apenas podía respirar, exhalaba aire mezclado con gotitas de saliva que se escapaban sin querer, las órbitas de mis ojos estaban desencajadas, mis jadeos eran repetitivos, notarios de mi total cansancio y satisfacción máxima.
El, sin embargo, no se había corrido, pero le veía feliz y dichoso por lo que me estaba ofreciendo, le notaba orgulloso y satisfecho a su manera, pero no saciado, porque me insinuó que después del partido que todavía tenía que disputar…(ufff, el partido de tenis, ¿quién se acordaba ya?) y si no estaba molido, iría a mi casa, que le esperara allí si no tenía nada que hacer. Le contesté que no solo no tenía nada previsto, sino que aunque así fuera, no me apetecía nada más que tumbarme y relajarme.
Me levanté sacando definitivamente su picha de mi coño, al menos por el momento, y fui a lavarme un poco a la pila. Apenas podía caminar, las rodillas se me doblaban y al mirarme al espejo noté un rostro nuevo, desencajado pero complacido. El salió un poco después y me acercó su brazo extendido con algo que colgaba de su mano. Desbordada como estaba, no sabía qué era aquello que se me antojaba tan extraño y acabé riéndome cuando le oí decir: “Tus braguitas, tonta”.