Me había ido a dormir temprano, la baraúnda, los golpes y las maldiciones que acompañan al camión de la basura me despertaron.
Cuando levanté la mano y toqué mi frente, me di cuenta de que estaba empapada, mis cabellos bañados, liándose entre ellos en formas caprichosas sobre mis ojos como hiedra sobre la pared.
Mi piel calada, engomada a las sábanas convertía la cama en algo angustiosamente acuoso.
Era una de esas noches de verano en Barcelona singularmente tropicales, cuando las paredes arden, transpiran y su aliento cálido devora el aire del interior de las viviendas.
Me asomé a la ventana buscando un poco de aire fresco, mojando de sudor un alféizar que no había conocido ni la humedad del agua ni la proximidad de una bayeta desde que me había trasladado hacía un año.
El camión había desaparecido llevándose con él a la pequeña horda de tártaros dementes que lo alimentaba.
De él tan solo quedaba un eco de cachiporrazos y un motor que se alejaba, un rumor sordo disipándose en el interior de las callejas de Ciutat Vella.
Asomado a la ventana miraba sin ver la calle desierta, alumbrada por la luz pajiza de las bombillas de sodio de las farolas, adormecido por el ronroneo del tráfico en el Paral·lel, cuando un repiqueteo presuroso interrumpió mis ensoñaciones.
Por un extremo de la calle aparecieron un par de travestís cabrioleando con prisa por una de las aceras, encaramadas en equilibrio inestable sobre brillantes zapatos con finos tacones de aguja.
Lucían vestidos de vivos colores, terminados en escuetas minifaldas que, incluso en la distancia, realzaban apeteciblemente la rotundidad de sus culitos. Uno de ellos, una «mulatona» azabache de melena dorada, debía medir cerca de un metro noventa, tenía una hechura espléndida y bajo sus musculadas piernas de defensa central, los tacones se clavaban con poderío sobre el cemento de la acera.
La otra travestí, que casi quedaba oculta bajo la sombra de su colega, mediría poco más de uno setenta, sin embargo, realzado por el blanco de su vestido, su cuerpo era la esencia concentrada y purificada de la lascivia.
Me desvelé instantáneamente y desde la altura en que me encontraba me sentí fascinado por la perfecta cadencia de sus nalgas bamboleándose a uno y otro lado con frenesí, intentando mantener el paso, casi volando sobre la acera.
Sin dudarlo, de un solo salto, desde la ventana entré en el dormitorio, me puse una camiseta de algodón, unos tejanos viejos, cogí la cartera y las llaves de casa y bajé trotando las enormes y solitarias escaleras hacia la puerta de entrada principal.
En el silencio de la noche me asustaba oír el estruendo de mis propios pasos saltando los escalones de dos en dos. Intenté alcanzar a la pareja antes de que llegaran a la Ronda Sant Antoni.
Quería tantearlas con alguna ocurrencia, preguntarles si estaban dispuestas a acompañarme a mi apartamento – por supuesto, si mi presupuesto me lo permitía -, y, quien sabe, si no llegábamos a un acuerdo, quizá obtener uno o dos besos de regalo.
Sin embargo, no había descendido lo suficientemente rápido. La calle estaba tan yerma y muda como antes.
Cuando llegué hasta la esquina, ellas habían desaparecido. Supuse que tenían que haber cogido un taxi y estarían yendo hacia una conocida discoteca del centro de Barcelona, preparadas para iniciar la velada.
Desalentado, volví a subir a casa pensando que debía sosegarme lo suficiente para poder volver a dormir. Quizá miraría la televisión, quizá jugaría con el ordenador, o me abandonaría a la casi-vida virtual, o quizá escucharía algo de música y, casi con toda seguridad, me masturbaría con desesperación, en fin cualquier cosa que me serenase. Pero, mientras subía sudando los inacabables peldaños de la escalera, tramo tras tramo, la visión del delicioso balanceo del culito de la travestí más pequeña no abandonaba mi sobrecalentado cerebro.
Cuando abrí la puerta de mi apartamento y volví a sumergirme en el viciado aire caliente que parecía abrasarlo todo, lo decidí: iría a follar con él esa noche, costase lo que costase. Sin pensarlo busqué las llaves del coche, fui al «parking» y me dirigí al «Di-ver-ti-do», acelerando al máximo, sin respetar ningún semáforo, intenté llegar antes que su taxi.
Al entrar en el local, en la penumbra interrumpida por las luces multicolores no pude distinguir ni la melena vikinga de la grandullona ni a su apetitosa acompañante. Era la una y media de la madrugada y otras doce o trece travestís estaban ya en la sala, meneando con salero sus lindas posaderas al son pegadizo de la música de sevillanas. No obstante, lo excitante que pudiese resultar la imagen, yo ya había hecho mi elección esa noche.
Puesto que podía tardar en aparecer, resolví sentarme frente a la barra y a pedir una cerveza. Después de la primera cerveza y su consiguiente ración de ritmos andaluces, vino una segunda acompañada esta vez por los grandes éxitos de los años setenta, y después una tercera, adornada con ritmos caribeños, pero, después de las tres cervezas y la mixtura de ritmos cargantes, mi princesita seguía sin aparecer.
Estaba ya descorazonado, pensando en «desahogar mi lujuria» en compañía de cualquier otro de los travestís que pululaban por el local, cuando ella entró en la discoteca.
Tan solo abrir la puerta, debió darse cuenta de mi interés, ya que dio un rodeo para pasar junto a mí. Al pasar, me miró sonriendo y rozó mi pierna de una forma muy discreta. Mi polla comenzada ya a alborotarse con alegría dentro de mis calzoncillos. Los otros clientes de la barra, que a esa hora ya estaba abarrotada, parecían no haberse dado cuenta, concentrados en tararear el último éxito de Enrique Iglesias, asesinando cruelmente un inglés ya de por sí moribundo.
En un segundo pase, la menudita todavía se acercó por detrás y me pellizcó el muslo. Era la invitación que necesitaba. Cuando la miré mientras se alejaba, ella me hizo un gesto inequívoco con la cabeza para que la esperase fuera.
Llamé la atención del camarero lanzándole un beso con los labios, pagué la cuenta y salí tras ella. Una vez en la calle, entré en mi coche y, al ponerlo en marcha, ella se coló por la puerta del acompañante. Con solo mirar sus ojos supe que aquella noche no habría ternura, que no habría un beso en la frente, ni un mimo, ni una caricia. Supe que ella me perdería en un océano de vicio, sin una brizna de dulzura.
Bianca Fox – este, era su nombre –, cuando ya habíamos abandonado la calle Tusset y volábamos hacia mi apartamento, desabotonó la parte superior de su vestido, de modo que pude admirar sus pechitos. Parecían de una chiquilla de trece o catorce años y me hicieron recordar los tiempos del colegio, cuando jugueteaba con tetitas muy parecidas. Mientras meditaba sobre esto, su mano se deslizó hasta mis muslos, buscando un modo de abrir la enrevesada botonera de los tejanos.
Allí, mientras conducía de forma delirante mi coche, sacó mi polla, se inclinó sobre ella y comenzó a acariciarla con su boca y lengua. La lengua era de terciopelo, lamía con tanta suavidad, y su boca estaba tan caliente que en un momento me sumergí en un mar de sensaciones. Delante de mis ojos, entre los faros traseros de los otros coches, las luces de los semáforos y las imposibles motitas de los repartidores de pizza a domicilio, comenzaron a centellear nuevas lucecitas.
Empecé a sentir una serie de pequeñas descargas eléctricas y mi polla comenzó a alzarse aparatosamente. Ella me miró a la cara y sonrió con picardía, yo cerré los ojos para permitirle que siguiera, al tiempo que mi pie presionaba el acelerador, y la sensación que tuve cuando volvió a chupar me hizo pedirle que parara antes de que me corriera en su boca allí mismo o acabáramos con la mitad de la flota móvil de «Tele-Pizza».
No sé si fueron mis súplicas entrecortadas o la visión fugaz de su propia vida lo que hizo que estuviese de acuerdo. A partir de ese momento, y mientras cruzábamos la Gran Vía a más de noventa kilómetros por hora, empezó a acariciar mi pene con suavidad, conduciéndome a una sensación más relajada.
Cuando entramos como una exhalación en las angostas calles de la Ciutat Vella, aún no había conseguido reducir lo suficiente la velocidad como para afrontar el primer giro con garantías suficientes de salir con vida, así que pisé con fuerza el freno y las ruedas aullaron sobre el asfalto caliente. Busqué un hueco donde estacionar, con tanta fortuna que dejé el coche aparcado en el único paso cebra del barrio.
Abandoné el coche en aquel lugar, sin preocuparme del futuro próximo. Subimos a mi piso y en cuanto cerré la puerta la tomé entre mis brazos, y la besé en los labios. Su lengua se movía con maestría, y sus manos, dotadas cada una de ellas de voluntad propia, se paseaban sobre mi cuerpo con violencia.
Me cogió por el pelo y estiró mi cabeza hacia abajo, llevándola a su entrepierna. Me coloqué de rodillas, levanté su faldita retirando con dificultad la diminuta braguita que llevaba y pude comprobar por su pene oscuro en erección y la pequeña mancha que había dejado en la tela de la braga que ella estaba tan excitada como yo. Sentí el calor del pene desnudo de Bianca y toda la dureza de ese palo cerca de mi cara. El aroma salado y acre a sexo que despedía era embriagador.
Tomé su rabo con toda la delicadeza de que fui capaz y comencé a acariciarlo con los labios y la lengua: primero con el extremo de la lengua, la punta del pene y el meato, con un movimiento circular, muy, muy pequeño…después me deslicé con mi lengua hasta el pliegue del prepucio, recorriéndolo también en círculos… todo muy lentamente. En ese momento Bianca se apoyaba contra la puerta de entrada, gemía ruidosamente y continuaba estirándome el pelo con tanta fuerza que los ojos se me llenaron de lágrimas.
Descendí con la lengua ensalivada por el balano hasta llegar a sus testículos perfectos, aterciopelados y redondos. En ese momento abandoné la delicadeza anterior y de un solo golpe, introduje su polla en mi boca hasta que su vello púbico, teñido de rubio, golpeó contra mi nariz, sintiendo ese sabor y ese olor que tanto me gustan.
Bianca se apartó de mí bruscamente y me pidió que la dejase ir al baño. Cuando se lo mostré me ordenó que me arrodillase delante suyo, mientras ella se situaba de pie frente a mí. Con las dos manos apuntó hacia mí su polla erecta y mientras la miraba boquiabierto empezó a orinar sobre mí en un gracioso arco dorado.
Aquello me encantó. En un tiempo eterno sentí las gotas doradas de lluvia resbalar por mi cara, mi pecho, sobre mi vientre y mi propia verga. Cuando hubo acabado volví a lamer su polla, limpiando con la lengua las últimas gotas bruñidas que resbalaban sobre aquel tubo ardiente. A continuación me ordenó:
¡Date la vuelta, la frente en el suelo, las manos en la espalda y las palmas hacia arriba!
Hice lo que me pedía y quedé con la frente sobre las baldosas calientes del cuarto de baño, encharcadas por los meados de Bianca. Noté el calor acuoso de su lengua sobre mis nalgas. Podía sentir como se paseaba con lentitud y la humedad de su saliva. En pequeños círculos descendió hasta mi culo e introdujo la lengua con facilidad, una y otra vez, follándome sin piedad con ella.
En un momento se separó y masajeó el esfínter, preparándolo, luego introdujo un dedo poco a poco con movimientos circulares, lubricándolo con su saliva. Aquel dedo entraba y salía con una suavidad celestial. Mi agujero se fue relajando, y en muy poco tiempo permitió el paso de dos dedos.
Yo humedecí mis dedos con saliva y me lubriqué la polla con ellos. Cuando noté que su nabo intentaba abrirse paso dentro de mi culo comencé a acariciarme el capullo, sentía entrar su verga con suavidad y mi culo se abría ante la invasión sin oponer mucha resistencia. Miré hacia atrás y contemplé una escena gloriosa: el cuerpo moreno y delicado de Bianca, bañado en sudor, se arqueaba hacia atrás, de forma que proyectaba hacia adelante aquel rabo fogoso, que yo notaba desaparecer rítmicamente entre mis glúteos.
Sus manos se apoyaban y acariciaban mis costados, mi vientre y mis nalgas. Dirigí mi mano libre hacia atrás y agarré sus cojones, que golpeaban mis nalgas cuando su polla alcanzaba la máxima profundidad.
Bianca poco a poco aumentó el ritmo, el ímpetu de sus envites, la fuerza con que sus manos golpeaban mis nalgas que estaban en carne viva, y el volumen de sus gemidos, que ya se debían oír en toda Ciutat Vella.
Con una potencia sobrehumana empujaba mi cuerpo que se deslizaba con las piernas muy abiertas sobre las baldosas orinadas.
Yo seguía masajeando mi polla, aguantando aquella embestida feroz, y ya estaba a punto de explotar y descargar catarata de semen cuando Bianca, aullando, clavó sus uñas en mis nalgas, y sentí las convulsiones de su corrida en mis entrañas.
Se quedó de rodillas, con el culo apoyado en sus talones, la cabeza gacha, totalmente extenuada, y con cara de haber dado todo lo que tenía dentro.
Yo aún tenía munición en la recámara y la retención había sido excesiva.
No podía continuar resistiendo.
A pesar de mis esfuerzos me corrí con salvajismo.
El chorro de semen se disparó contra mi pierna, se deslizó y, finalmente, se mezcló con los orines del suelo.
Las contracciones de mi orgasmo estrangularon rítmicamente la polla de Bianca dentro de mi ano y pude escuchar un suave gemido cuando esas convulsiones exprimieron las últimas gotas de leche de su polla.