La puerta se cerró detrás de él. El calor del living contrastaba con el frío que calaba en el patio. En el antiguo sofá de cuero estaban sentadas su madre, María, y su tía, Adriana. Las dos conversaban sin prestarle atención.

—¿Me llamaste? —preguntó él, mirando a su madre.

María se acomodó la pollera mientras se cruzaba de piernas. Puso las manos sobre la rodilla y dijo:

—Sí, vení. Tu tía te tiene que decir algo.

Observó los ojos de su madre y luego los de su tía. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Adriana se levantó y caminó hasta él. Se veía imponente con esos tacos y esos pantalones de jean elastizados que la hacían más alta aún de lo que era. Metió la mano en el bolsillo trasero del jean y sacó un pedazo de tela negra. Lo extendió hasta ponérselo delante de la cara.

—¿Se puede saber qué es esto? —dijo Adriana.

—No sé —respondió él.

Era una tanga.

—No trates como tarada a tu tía —intervino María.

Agachó la cabeza en señal de rendición. No valía la pena discutir.

—¿Se puede saber qué hacías con mi tanga bajo tu almohada? —insistió la tía.

—Naaa-da… me dio curiosidad —respondió él encogiéndose de hombros.

—¿Ves, María? No te digo yo, siempre fuiste demasiado blanda y aquí están las consecuencias.

—Puede ser, pero miralo como te contesta, ya es tarde —dijo la madre negando con la cabeza.

—Que va a ser tarde, mirá, si es machito para faltarme el respeto y encogerse de hombros también se tiene que bancar una buena paliza. Decime —continuó mirándolo a los ojos—, ¿vos te la bancás?

Él se puso pálido. Miró de reojo a su madre que seguía con las piernas cruzadas.

La tía intervino: —Te estoy hablando yo. Te mandaste una cagada, ¿te bancás las consecuencias, sí o no?

—Sí —respondió tímidamente.

—Mejor así —respondió Adriana tomándolo de la mano y acercándolo a la mesa del comedor—, bajate los pantalones.

—¿Qué? —dijo él.

—Lo que escuchaste, bajate los pantalones. ¿O tenés vergüenza? Como si fuera la primera vez que te vemos en bolas.

Él obedeció y se dejó caer el pantalón de gimnasia que llevaba.

María se acercó a la mesa y se puso del otro lado.

—¿Qué vas a usar? —preguntó la madre cuando su hermana fue al armario.

—La vieja chancleta —respondió la morocha acomodándose el pelo con una colita.

—Uh, ¿la que usaba la vieja? —preguntó Adriana.

—Esa misma —mira—, la guardo desde entonces.

—Cómo ardía cuando nos daba con la chancleta, nos dejaba el culo rojo. Pero, ¿no será mucho? Debe estar toda reseca y dura

—Te aseguro que me va a doler más a mí que a él, pero tiene que aprender.

María lo tomó de las manos y lo estiró para que quede boca abajo sobre la mesa. Adriana, se aseguró de que los pies de él estaban bien apoyados en el piso.

—Mejor quedate quieto —le dijo la madre sosteniéndole con fuerza las muñecas—, si no va a ser mucho peor.

Él sintió que la tía le bajaba el calzoncillo dejándolo desnudo. Se retorció avergonzado, pero Adriana lo interrumpió.

—Esto es muy simple. Te voy a pegar 15 chancletazos. Si ponés la cola dura, lo voy a repetir hasta que la pongas blanda. Si gritás voy a repetir. Si gemís voy a repetir. ¿Te quedó claro?

—Sí —dijo en un susurro.

—¿Sí qué? —preguntó Adriana.

—Sí, tía —respondió armándose de un coraje que no tenía.

La madre lo sujetó con más fuerza anticipando lo que estaba por venir. Adriana, por su parte, apoyó la chancleta sobre los cachetes desnudos y él sintió el frío duro de la goma.

—Para mí no aguanta —dijo Adriana mientras medía la distancia y pasaba la mano suavemente por la cola.

—¿A nosotros nos pegaba veinte o más? —replicó María.

—A vos mucho más que a mí —respondió la hermana.

Un ruido silbó en el aire cuando la chancleta cayó con furia sobre uno de los cachetes, impactando con un estruendoso ruido que retumbó en la sala. Al principio él no sintió nada, pero casi inmediatamente toda la zona empezó a picar y escocer.

—Uno —dijo María.

Otro chancletazo cayó con violencia desde lejos, dejando la piel roja.

—Dos —replicó la hermana.

Tres, cuatro, cinco.

Cayeron golpes precisos y fuertes. El brazo formaba el mismo arco amplio cada vez que arremetía contra él, de modo que cada embestida, además de caer rápida y pesada, no dejaba por ello de ser disciplinada. Cada golpe era tan preciso que dejaba en claro que esa paliza no era un acto descontrolado, producto de un enojo pasajero. No, era la calculada y severa violencia de una mujer decidida a demostrarle el valor de su autoridad, para doblegar su voluntad. El dolor empezó a hacerse insoportable y, para el sexto golpe, él endureció los cachetes y trató de zafarse, pero no pudo porque su madre lo tenía con fuerza.

—Te dije que no pusieras dura la cola. Va de nuevo —protestó la tía.

—Seis —dijo su madre, cuando cayó nuevamente la chancleta sobre la cola.

Siete. Ocho. Nueve. Golpearon con fuerza y velocidad. Cada golpe caía en una parte distinta, haciendo imposible anticipar por dónde iba a venir el dolor.

Al principio fueron unas gotitas, pero luego un chorro de pis cayó entre las piernas. Intentó cerrarlas para evitar que se derramara. Finalmente, el miedo pudo más que la vergüenza y, así con las piernas ridículamente apretadas, vació la vejiga, mojándose completamente del vientre para abajo. Adriana miró el enchastre y le sonrió a su hermana.

—No cabe duda de que es hijo tuyo —dijo, y continuó—: y vos sos un cochino, por eso te voy a dejar el culo como un tomate.

Diez. Once. Doce. Los tres últimos chancletazos fueron tan fuertes que si esa mujer hubiera sido tenista y ese trasero una pelota habría volado a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Las piernas apenas podían sostenerlo. Adriana se detuvo y él pensó que lo había perdonado. La mano de ella empezó a recorrer la cola. Se convenció de que había terminado, y se sintió reconfortado por esas caricias tan suaves, a pesar de la picazón.

—Ya falta poco —dijo la madre—, esto es por tu bien.

No, no había terminado, estaba inspeccionando dónde no le había pegado. Cuando escuchó el silbido en el aire presa del pánico se mordió un labio hasta que sintió el regusto metálico de la sangre.

Trece. Catorce.

Los ojos se le empezaron a cubrir de lágrimas y agachó la cabeza para que no lo vean. No iba a resistir cinco golpes más.

Quince.

—¡Ah! —soltó un gemido, casi como un grito contenido.

Adriana negó y le abrió las piernas, dejándole los cachetes bien separados. Con más fuerza que nunca le pegó la última vez.

—Quince. Terminamos —dijo María agitada.

Él respiró aliviado y dejó que otro largo chorro de pis se le escapara. Nadie le dijo nada.

La tía volvió a acariciar la cola. Estaba colorada y sabía que a su sobrino le iba a costar sentarse por varias horas. Cuando vio el pequeño orificio que asomaba entre los cachetes, no pudo resistir la tentación ni la curiosidad y dejó que su dedo se deslice hasta ahí. Notó que, al sentir el contacto con la yema del dedo, el agujero se abría involuntariamente. Sabía que estaba tan adolorido que no se iba a dar cuenta y lo introdujo apenas un poco, lo dejó un rato viendo cómo el orificio se abría y cerraba como el pico de un polluelo reclamando alimento. Luego lo retiró y sonrió satisfecha.

—Parate y quedate así —le ordenó Adriana.

Él se incorporó y sintió que las piernas lo traicionaban.

—Dejaste un enchastre —dijo María sacándole la remera para tirarla con la otra ropa para limpiar el charco.

Al sentirse completamente desnudo, puso las manos sobre sus partes para taparse.

—¿Quién te dijo que te cubras? —dijo la madre sentada desde el sillón—. Dejá los brazos al costado y pedile disculpas a tu tía.

Él se acercó con miedo y, agachando la cabeza, dijo:

—Perdóname, tía.

—Está bien, espero que te haya servido de lección. Ahora dame un beso.

Se acercó un poco más, y superando la vergüenza, la rodeó con los brazos. Ella lo sujetó y le acarició la mejilla limpiándole las lágrimas. Deslizó la otra mano por la espalda hasta uno de los cachetes, provocándole un nuevo escozor y placer indescriptible. Cuando se separó, Adriana le sonrió y metió la mano por entre las piernas de su sobrino.

Subió delicadamente la mano por el muslo hasta apenas rozar los testículos. Ese leve movimiento hizo que la masa carnosa del pene se hinchara de sangre y empezara a latir con fuerza.

—Mirá cómo se le puso —dijo por fin.

—Viste, te dije que lo ví el otro día en el baño —respondió María.

La madre tomó de la muñeca a su hijo y tiró de él. Abrió las piernas para que pudiera acercarse más y luego las cerró un poco para sentir la piel desnuda entre sus muslos.

—Cuando yo tenía tu edad —continuó María—, mi hermana me enseñó todo lo que había que saber para ser mujer. Y ahora las dos te vamos a enseñar a vos lo que nadie te va a enseñar. ¿Estás de acuerdo?

Él no entendía lo que le estaban diciendo, pero asintió.

—Arrodíllate delante de nosotras —dijo la tía, sacándose el pantalón.

Mientras se arrodillaba, la madre abrió aún más las piernas y él notó que no llevaba bombacha.

—Mirá —dijo Adriana señalando con la cabeza a su hermana—, esto que ves ahí es la es la parte más sagrada de la mujer. Pero antes de llegar ahí tenés que recorrer todo un camino. No podés ir como esos animales directo al postre sin comer la comida. ¿Me entendés?

Él asintió. Y María continuó:

—Es muy importante que sepas besar. Prestá atención.

Ambas mujeres se besaron. Primero suavemente, rozando los labios, dejando que las salivas se mezclen y las lenguas se rocen.

—Vení, acercate —dijo la madre.

Cuando él estuvo a unos centímetros, María lo besó suavemente en la boca y con la lengua le abrió los labios hasta introducirla por completo. Nuevamente, ese miembro había crecido.

—Muy bien —dijo María acariciándole la mejilla—, enseñale a tu tía lo que aprendiste.

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que Adriana se había sacado toda la ropa y estaba sentada desnuda al lado de su madre. Se acercó y la besó. Ella devolvió el beso, con suavidad durante un largo rato.

—Es muy suave —dijo Adriana.

—Sí, es muy delicado —respondió María.

—Lo siguiente es explorar el cuerpo de una mujer —dijo Adriana cruzando las piernas—; donde yo señale, vos vas a besar, con los labios y la lengua.

Él, todavía de rodillas frente a las dos mujeres, asintió y le dio un beso en la rodilla a su tía. Luego vio cómo señalaba la pantorrilla y, obediente, besó esa parte del cuerpo.

—Más abajo —dijo Adriana con los ojos cerrados.

Besó los pies de la mujer, cada uno de los dedos, y luego empezó a chuparlos como si fueran caramelos, dejando que su lengua entre y salga por cada una de las uniones. Un gemido de placer inundó la sala.

—Muy bien —intervino la madre—, vení conmigo.

Él obedeció y se acercó a su madre, quien se sacó la blusa, dejando al aire sus pechos turgentes. Tomó uno y le acercó la cabeza para que chupe. Succionó el pezón hinchado mientras ponía una mano en el otro. Cuando levantó la vista, notó que su tía estaba besando a María en la boca.

Cuando las dos mujeres se separaron, él también se alejó un poco y se paró. María se inclinó para acercarse a su hijo y deslizó la mano por la entrepierna del joven hasta casi tocar los testículos. Al notar que el muslo aún estaba húmedo, ella se llevó los dedos a la boca.

—Sabe igual a vos —dijo María sonriéndole a su hermana.

La madre sostuvo los testículos acariciándolos muy lentamente. Con la otra mano tomó el pene y estiró el prepucio. Tomando el glande desnudo lo apretó suavemente. Él se estremeció: le dolía porque no estaba totalmente lubricado, pero sentía un placer infinito. La mujer se compadeció un poco y dejó que un hilo de saliva caiga sobre el glande. Luego siguió con ese masaje perverso.

—Esto es mío —dijo con voz severa.

Y mientras decía eso, apretaba más fuerte el glande, empujando para que toda esa piel hipersensible del pene de su hijo pasara por el agujero minúsculo que dejaba la mano. Luego aflojaba para volver hacia atrás, y tomando el fluido que salía de la punta, volvía a repetir el movimiento: lento y firme. El dolor y el placer eran demenciales cada vez que la punta del miembro se deslizaba dentro. En cada movimiento la mujer apretaba más el glande y estiraba más el prepucio. El placer y el ardor fueron tan grandes que sus piernas, ya débiles, terminaron de flaquear y se sintió caer.

Cuando María vio que el pene estaba a punto de explotar, se detuvo y esperó a que se calme.

—Vení, acompañame —le dijo por fin.

Fueron a la habitación y lo sentaron en la cama. Adriana se acomodó atrás para sostenerlo y dejó que se recostara lentamente sobre ella.

—Ahora viene la parte más importante. Es crucial el ritmo y la sutileza. ¿Está bien? —dijo María sacándose la minifalda.

—Sí —asintió.

—¿Sí qué?

—Sí, mamá —respondió contemplando fascinado el cuerpo de su madre.

Ya la había visto en ropa interior pero nunca completamente desnuda. Ella se colocó a horcajadas y se dejó caer hasta sentir como el miembro se introducía bien adentro. Él quiso moverse para sentir más, pero ella se quedó quieta y Adriana lo sostuvo por detrás, inmovilizándolo.

La madre notó cómo ese miembro latía espasmódicamente dentro de ella y, compadeciéndose, quiso agitarse para acabar con la tortura. Pero se contuvo. Antes quería dominarlo, que se sintiera desesperado, completamente dependiente de ella. Se preguntó qué era peor, si la paliza de Adriana o esta exquisita quietud con que lo estaba castigando.

—Vos ya estuviste ahí adentro, —dijo la tía.

Cuando alzó la cabeza, notó que su madre lo estaba mirando. No logró darse cuenta si en sus ojos había ternura y cariño, o el lascivo deseo de una mujer en celo. Tal vez fueran ambas cosas.

Ella notó cómo se le endurecían las piernas y, en un gesto magnánimo, apenas se movió unos milímetros para darle un poco de placer. Lo suficiente para que lanzara un gemido y quisiera más. Ella sonrió e inclinándose un poco le dio un beso en la boca, pero sus caderas permanecieron inmóviles.

—Shhh, tranquilo. Disfruta. Dejá que mamá haga el trabajo.

Nuevamente se contorneó apenas y las piernas de le empezaron a temblar.

Adriana dejó que se acostara sobre una almohada y pasó por arriba de él para besar a su hermana. Lentamente fue bajando el cuerpo sobre la cara de su sobrino, dejando que su parte trasera le cubriera la boca. Sintió la lengua entrar en su zona más íntima y excitada se dejó caer tapándole la cara con las nalgas.

Las dos mujeres se dieron un beso largo, pero luego ella se levantó para dejar que su sobrino respire.

—¿Qué se siente? —preguntó, señalando la entrepierna de María.

—Estuve con muchos hombres, pero esta es una sensación inigualable.

La tía se puso detrás de su hermana y empezó a acariciar los pezones de la mujer y los testículos del joven hasta que todo su cuerpo se puso rígido. María supo que esa era la señal y empezó a moverse muy lentamente. Ambas notaron que estaba desesperado, pero no hicieron ningún esfuerzo para acelerar el ritmo.

Al cabo de un rato, una ola de placer y adrenalina insoportable le anunció a María que pronto se correría. Al notarlo, Adriana lo acarició con más firmeza, deslizando los dedos desde el perineo hasta el ano, presionando, subiendo y bajando. Mientras lo acometía con perversos y atrevidos movimientos, María, excitada por los estertores de su hijo, sentía cómo el miembro llenaba cada célula de su interior. Estaba tan mojada que su clítoris, completamente empapado e hinchado, se deslizaba con soltura sobre su hijo. Finalmente, sintió cómo el miembro que tenía en su interior se agrandaba como un globo a punto de explotar y notó la erupción de ese líquido ardiente que la llenaba, presagiando el orgasmo. Sentir la eyaculación de su hijo, seguida de su grito, catártico y liberador, fue como caer de un precipicio de placer incontrolable, salvaje, violento. Apenas dos movimientos más, y con un grito sudoroso ella también anunció que había llegado al orgasmo.

Las dos mujeres se acostaron, exhaustas, junto y lo cubrieron con las piernas. Cuando estaba por quedarse dormido en el pecho de su madre, la escuchó decir: —Lo hiciste muy bien, mi amor.