María es una mujer educada en los valores clásicos comunes a su generación, cuando ella nació, allá por la década de los 60, casi cualquier comportamiento estaba condenado por uno u otro tipo de «pecado».

Desde tachar de «cualquiera» a una mujer si encendía un cigarrillo en público hasta el destierro, si fuese preciso, en los casos de «pecados de la carne».

María fue creciendo y haciéndose mujer, se casó y tuvo hijos. Vivía feliz, al menos, aparentemente y tenía cuanto se suponía, podía tener una mujer, es decir, un marido trabajador, unos hijos y una casa que llevar adelante.

María es una mujer coqueta, siempre tuvo un cuerpo muy afortunado tanto en sus formas como en su clase.

No siendo excepcionalmente guapa, tiene una belleza que se ha visto acentuada con el paso de los años y ya en esta edad madura es, si cabe, más hermosa que en su juventud.

María tiene unos pechos que no son ni grandes ni pequeños y los mantiene con cierta frescura y tersura gracias a los continuos cuidados y ejercicio físico.

Están coronados por unos pezones proporcionales al tamaño de sus copas, rosados con una aureola del mismo color.

Deben ser muy sensibles dado que es habitual verlos en erección cuando viste camisetas ajustadas y debido al roce de esta prenda, reaccionan marcando unos pechos mucho más que apetecibles.

María es alta, delgada y sus formas muy pronunciadas, aunque sin perder la proporcionalidad. No es que tenga medidas de modelo pero dada su edad es una bendición para la vista de cualquiera.

Como muchos otros matrimonios, el de María estaba en esa fase de «hermanamiento» en que la pasión dio paso a la costumbre; el marido y amante, era más un hermano que un objeto de deseo.

Para ella, todo esto era normal, su educación la había preparado para esto, sus objetivos fundamentales estaban cumplidos siendo esposa y madre.

Ya los contactos carnales, el sexo con su marido, se reducía a esporádicos escarceos amorosos, apenas sin preámbulos y una copulación rápida que, generalmente, le proporcionaba un orgasmo rápido con el que irse a dormir.

Todos contentos, nadie esperaba ni más ni menos que aquello que tenían y disfrutaban con dignidad.

Los años fueron pasando y los niños, como es lógico, se hicieron mayores pasando casi todo el día en el colegio, su marido trabajaba en una empresa familiar que regentaba y le absorbía buena parte de su tiempo.

Las mañanas de cada día comenzaron a hacerse muy largas para María que sumaba los minutos del reloj como si fuesen horas.

Así fue como se enganchó a las telenovelas que emiten en televisión, para rellenar su tiempo hueco que, día a día, la inundaba de una extraña sensación de cansancio y abatimiento.

Su sonrisa, su esplendoroso rostro de mujer alegre y feliz se fue tiñendo de una perceptible sombra de tristeza que ella no alcanzaba a entender. «Será cosa de la edad..» se consolaba a sí misma.

Varió sus costumbres y fue así, tomando café junto a otras amigas suyas como fue superando la soledad de sus mañanas y donde conoció a Luisa una joven de 22 años que acababa de abrir un pequeño centro de belleza en la zona centro de la ciudad.

Luisa, sobrina de una de las mujeres que se reunían en torno a la mesa de aquella cafetería, repartió unas tarjetitas para publicitar su nuevo establecimiento.

María tomó una de estas que le ofreció Luisa y la mantuvo entre sus manos jugueteando con ella mientras hablaban de los típicos chismes de casi todos los días.

La entrada de Luisa en el grupo de aquellas mujeres maduras aportó una frescura y alegría diferente, propia de la juventud de Luisa.

Luisa era una chica delgada, muy simpática, rebosante de alegría y guapa, excepcionalmente guapa. Con una piel tersa, suave y ligeramente dorada por los efectos del sol y de los rayos U.V.A. que tenía en su salón de belleza.

Tenía unos pechos pequeños, unas manos perfectas y una mirada cargada de picardía y bondad. Era una mezcla muy especial.

María estaba absorta pensando no se sabe qué, mirando a Luisa y un poco ausente de la conversación, aburrida por otra parte, del resto de sus amigas. La tarjeta de Luisa seguía entre sus manos que sin darse cuenta la habían doblado en forma de canuto de cartón.

Luisa se levantó pues era hora de ir al trabajo y cuando María se quiso despertar de ese extraño letargo que estaba viviendo, Luisa le tendió su mano con otra tarjeta y le dijo: «María, si la arrugas tanto no tendrás mi teléfono y no podré tenerte como clienta predilecta.»

María se sintió turbada, se disculpó balbuceando algunas tonterías y se puso colorada. Para que Luisa no se ofendiese, sacó su teléfono del bolso y dijo: «Mira, lo voy a apuntar en la agenda y así seguro que no me olvido.»

Luisa se marchó a la carrera y ellas, María y sus amigas se quedaron unos minutos más charlando de otras cosas.

Cuando María volvió a su casa, se desnudó para ponerse cómoda y se miró en el espejo, detenidamente repasó su imagen que lucía espléndida apenas tapada por sus prendas más íntimas.

Se miró de perfil para observar su vientre plano, su busto. Se quitó el sujetador dejando sus tetas completamente desnudas.

Se las acarició suavemente como para despertarlas de su letargo y singular encierro tras el sujetador. Sonrió satisfecha pues mantiene ese pecho erguido que poco tiene que envidiar a una veinteañera.

Se puso una camiseta y sus pezones, erectos por el roce de sus manos y el contacto con la camiseta se marcaron a través de la fina tela de la prenda que ahora cubría parte de su cuerpo.

María se dispuso a ponerse los pantalones del chándal que usaba para estar en casa y se percató de que el vello de sus piernas comenzaba a aflorar.

Repasó cada centímetro de estas y cuando llegó a los muslos, comenzó a juguetear con las bragas, una espesa pelambrera asomaba por los laterales de su prenda. Se alisaba aquellos cortos pero rebeldes vellos de color negro azabache y rizados que se salían por todas partes.

El timbre de su casa la hizo dar un respingo, se puso el pantalón y salió a abrir la puerta. Era una vecina que venía a charlar con ella.

La invito a un café que María no tomó y comenzaron a hablar de los asuntos de la comunidad de vecinos y de los arreglos que quería hacer en su casa.

Traía una revista con ideas de decoración y se la estuvo enseñando a María. «Mira María, fíjate que bañera. Aquí cabemos mi marido y yo…uy, uy, uy… ya estoy imaginando los baños sensuales que nos vamos a dar.» Decía Pilar, su vecina.

María sonreía aunque a la vez se estaba preguntando si, realmente, se bañarían juntos su vecina y su marido y qué le encontraba de sensual a eso.

Mientras pensaba esto, pasaron las hojas de la revista y una foto de una chica en ropa interior hizo que María, repentinamente, arrebatase la revista de las manos de Pilar.

Observó detenidamente a la modelo de la fotografía y con especial atención se centró en la zona púbica que unas diminutas bragas tapaba con mucha ligereza.

«Fíjate Pilar, ¿para qué se depilan el pubis? Eso debe ser muy incómodo.» Dijo María que, no siendo una mojigata, a veces, lo parecía.

Pilar se quedó absorta mirando a María. «Pero mujer, ¿De donde sales tú?» inquirió Pilar. «Mira, te conozco desde hace años y tengo algunos más que tú. Físicamente soy espantosa si me comparo contigo pero mira.»

Y diciendo aquello, Pilar se abrió la bata que llevaba puesta y apareció en bragas ante María que, sorprendida, no supo qué decir. Pilar tenía un vientre lleno de arrugas, unos pechos caídos, descolgados, en sintonía con sus cincuenta años cumplidos. Pero se la veía orgullosa y coqueta en su forma de hablar.

«Mira bien María porque lo tuyo es preocupante.» Mientras dijo esto, tomó sus bragas y las bajó hasta medio muslo. María abrió los ojos de par en par, se llevó la mano a la boca y comenzó a reír divertida. «Pero, Pilar, si apenas tienes un pequeño caminito de vello!!» Dijo María entre divertida y sorprendida.

«Pues claro. Pero es que mi Antonio se pone como loco cuando me ve así de arreglada.» Respondió Pilar mientras se vestía de nuevo. «¿Qué te crees que por muchos años que cumplamos no tenemos ganas de un buen sexo?» sentenció Pilar.

Reían ambas divertidas pero Pilar no estaba diciendo ninguna tontería. Mientras apuraba su café le dijo a María que debía plantearse muchas cosas de su vida.

Aun entre risas se marchó Pilar y María se quedó sonriendo y divertida por la anécdota que acababa de presenciar. No le dio más importancia y siguió a sus quehaceres, hoy comería sola, los niños en el colegio y su marido con un cliente.

Vio las noticias en televisión y mientras estas aparecían en la pantalla, María entró en un agradable sueño.

Despertó para ir a por los hijos, fue a su habitación y se vistió. Iba a ponerse una falda pero recordó los vellos que asomaban por sus piernas y decidió colocarse unos pantalones tejanos.

Al hacerlo se vio en el espejo tan moderna y tan guapa como siempre pero algo le rondaba la mente que no alcanzaba a identificar.

Mientras conducía su auto en dirección al colegio María estuvo pensando en su vecina, se imaginaba a Pilar en la bañera con Antonio y se reía. Se acordó de su pubis y entonces identificó el motivo que la tenía intranquila.

Mientras los niños salían del colegio, María cogió su teléfono del bolso y encontró que había una llamada que no había atendido, era de otra amiga que le decía que esa tarde iría al salón de belleza de Luisa, etc… Y una luz iluminó los ojos de María.

Estaba claro, Luisa podría aconsejarle mientras le depilaba las piernas. En eso llegaron los niños y María se olvidó de llamar para reservar cita a Luisa.

Por la mañana del día siguiente, en la cafetería de costumbre se reunieron las amigas y cuando Luisa entró por la puerta María se acordó. «Ay, Luisa que te quise llamar ayer pero me olvidé.»

Luisa sonrió y le dijo que no se preocupase que no tenía ninguna reserva en toda la mañana así que podía ir cuando ella quisiera.

Cuando hubieron acabado su café, Luisa se levantó y le dijo a María que se iba al salón que cuando ella quisiera fuese para allá. María, mientras apuraba su café, le dijo que iría en 10 minutos pues tenía que pasar por una sucursal bancaria y hacer un par de cosas más.

María entró en la finca donde Luisa tenía su salón de belleza. Tomó el ascensor y en el trayecto su intranquilidad fue en aumento. Le daba mucha vergüenza decirle a Luisa que deseaba depilarse el pubis y no sabía bien cómo hacerlo.

Enredada en sus pensamientos llegó al piso donde un cartel iluminado indicaba que su destino estaba ante sí misma. Antes de llamar al timbre, se abrió la puerta y apareció Luisa.

Estaba radiante con su bata blanca. Era evidente que se había despojado de su ropa porque en la cafetería vestía pantalones y ahora, por la parte baja de su bata se veían las piernas morenas y desnudas de Luisa.

La tomó de la mano y le dio un sonoro beso en la mejilla y con su amplia sonrisa hizo pasar a María a aquel pequeño centro de belleza. Luisa cerró la puerta y le preguntó si tenía prisa pues quería enseñarle las instalaciones.

Al cabo de unos minutos Luisa hizo pasar a María a una habitación donde había una camilla y un sillón que parecía de barbería. Armarios y cantidad de aparatos, recipientes y cajas de cosméticos y otros potingues.

«Bueno, ¿qué desea la señora?» dijo Luisa con una sonrisa cálida ante la que cualquiera se derretiría. Luisa estaba radiante y muy ilusionada con su proyecto profesional, era una joven muy optimista y como ya dije antes, muy guapa.

María dijo que quería depilarse las piernas, hacerse la manicura y pedirle un consejo. Eso es, quiero pedirte un consejo pero me prometerás que será un secreto entre tú y yo.

Luisa miró sorprendida a María y le dio su palabra de honor, como hacen los niños en la escuela, besando sus dedos y con cara seria, cómicamente seria.

Se rieron ambas y María piropeó a Luisa diciéndole que era tan guapa porque siempre estaba de buen humor y eso embellece a las personas.

Luisa, mientras hablaba fue preparando los utensilios para la depilación de las piernas de María y cuando ya lo tuvo todo preparado le dijo a María: «Pero, ¿todavía estás así?»

María no entendió bien y su cara lo reflejó. «Claro, ¿quieres que te depile las piernas con el pantalón puesto?» María no se había desnudado, seguía tan vestida como cuando entró.

Luisa le indicó una cortina tras la cual se podría desnudar mientras le ponía una bata a su alcance para que cubrirse durante la sesión.

María salió de detrás de la cortina con la bata que le cubría un poco más abajo de las ingles. Sus bragas se veían a cada paso que daba y esto la estaba poniendo nerviosa, trataba de disimular poniéndose las manos delante.

Entretanto Luisa estaba metida entre sus potingues y no prestó demasiada atención a María, al menos no más allá de una rápida mirada de reojo.

María se quedó en pie delante del sillón y Luisa que ya no sonreía, la miró y suavemente le indicó, con ayuda de sus manos que se sentase. María estaba un poco azorada y se percató de que Luisa sonreía con un cierto nerviosismo pero no le dio mayor importancia, supuso que se debía a su concentración para realizar su trabajo como la profesional que es.

Luisa se colocó justo al lado derecho de María y comenzó a bombear con su pierna una palanca que elevó el sillón donde María esperaba el momento de ser depilada. Luisa estaba mirando las piernas de María que, a cada bombeo de la palanca, se elevaban colocándose en posición horizontal al suelo.

María observó a Luisa que estaba a escasos centímetros de ella y pudo ver entre los botones de su bata que estaba completamente desnuda, al menos, sus pechos pequeños lo estaban, pues pudo contemplar con absoluta claridad los pezones de color rosa que coronaban aquellos pequeños montes tan jóvenes y bellos.

María quedó absorta en su observación, tal vez recordando sus tiempos jóvenes, tal vez pensando que nunca antes había visto tan de cerca los pechos desnudos de una mujer tan explosivamente guapa como Luisa, pero… ¡¡qué está pasándome!! se estremeció María al darse cuenta de que estaba orientando sus pensamientos de un modo que nunca, ni en sus más remotos instintos se había, siquiera, planteado nunca.

Se sentía atraída por aquella chica joven, de sonrisa tan perfecta que la dejaba absorta cada vez que la miraba.

Se sintió mal, se ruborizó pensando que Luisa, quien seguía ajustando el sillón, se podía percatar de lo sucedido, se asustó como si Luisa hubiese escuchado sus pensamientos tan íntimos.

María movió la cabeza y observó sus piernas, aun con sus zapatos puestos y temió, por unos instantes que el color rojizo de sus mejillas delatasen los pensamientos impuros que acababa de tener.

Luisa, ajena a todo esto, le dijo a María si estaba cómoda en esta postura y le explicó que iba a reclinar ligeramente el respaldo.

Para ello, buscó otra palanca que estaba ubicada en el otro costado del sillón. Luisa pasó su brazo por delante de María hasta encontrar el artilugio que suavemente reclinó el respaldo del sillón.

Para asegurar el bloqueo del respaldo, Luisa tuvo que localizar otra palanca que estaba algo más lejana y para ello hubo de pasar parte de su cuerpo por encima de María, cuyo rostro quedó a la altura exacta de aquellos pechos que tanto desasosiego le estaban propiciando.

Exhaló un suspiro callado y cerró los ojos como renunciando a una tentación que, cada vez más, se hacía irrefrenable.

Luisa recuperó sus posición y María quedó semi-acostada sobre el sillón. Luisa la miró a los ojos y le preguntó si estaba cómoda así. María apenas pudo mover su cabeza afirmativamente pues no pudo pronunciar palabra alguna. Luisa le sonrió y acarició cariñosamente su frente, apartando el cabello de María de los ojos.

«Tienes unos ojos encantadores María.» Dijo Luisa sonriendo tiernamente, durante unos instantes que a María parecieron eternos, Luisa mantuvo su mirada cariñosa que, esta vez, estaba tintada de un cierto toque misterioso.

«Bueno, bueno… veamos qué tenemos aquí. » dijo Luisa rompiendo el hechizante momento.

Acercándose a las piernas de María, tomó un recipiente con una toalla jabonosa, se sentó en un taburete a la altura de las rodillas de María y comenzó a frotar aquella toalla por su piel.

La sensación era muy agradable para María que, un poco nerviosa, se dejaba hacer sintiendo el agua tibia recorriendo sus piernas.

María notó como Luisa le quitaba los zapatos y seguía aquel aseo tan placentero, tan lleno de sensaciones que María nunca antes había sentido.

Cuando Luisa comenzó a acariciar los pies de María, esta no pudo evitar que un pequeño suspiro se escapase de su boca. Azorada miró a Luisa con la esperanza de que no lo hubiese escuchado. Luisa la miraba tiernamente, con una sonrisa dulce que la invitaba a relajarse.

María se percató de que la corta bata que le había facilitado Luisa, no llegaba a cubrir ni su Monte de Venus quedando sus bragas completamente descubiertas.

María se sentía desnuda, tenía una extraña sensación que le estaba comenzando a erotizar. Todo aquello la comenzaba a excitar.

Luisa no aseaba los pies de María, los acariciaba, los mimaba y María observaba como Luisa se regocijaba pasando sus manos, ya sin toalla por entre aquellos dedos de María. Esta no sabía qué hacer, tan sólo que aquello le estaba gustando y mucho.

Miró las piernas de Luisa que, sentada en aquel taburete, la bata no se las tapaba, recorrió aquellas jóvenes y suaves piernas con sus ojos, hasta donde la vista le permitía llegar.

La bata de Luisa no permitía que la indiscreta mirada de María penetrase más allá de la mitad de sus muslos. María no sabía qué le pasaba, pero una fuerza desconocida la empujaba a mirar más allá de donde sus ojos alcanzaban.

Ladeó la cabeza buscando, tal vez, un mejor ángulo por el que escurrir su furtiva mirada pero no lograba avanzar ningún centímetro más de aquella, cada vez más, deseada piel de Luisa.

Suavemente, mientras las ávidas y expertas manos de Luisa seguían sus caricias en los pies de María, las rodillas de Luisa comenzaron a separarse, al principio de una forma imperceptible que no hizo sino aumentar el deseo e impaciencia de María que, en esos momentos se sentía emocionada por los escasos centímetros ganados en su visión.

Poco a poco las piernas de Luisa se separaron dejando ver toda su extensión, así estuvieron unos instantes pero María deseaba algo más, María quería llegar hasta donde acaban las piernas, quería ver el pubis, la vulva de Luisa.

María se encontraba inusitadamente excitada, María no entendía nada pero le daba igual, había desistido de entender aquella bacanal de sensaciones que le inundaban la mente y le nublaban la razón.

Fugazmente Luisa abrió sus piernas por completo y dejó ante los ojos brillantes de deseo de María, que toda su joven y fresca fruta apareciese brillante, casi depilada, ligeramente abierta de forma que pudo ver unos labios rosados y abultados que, apenas escondían una pequeña cueva húmeda y apetitosa.

Fue un instante, un par de segundos que Maria gozó como pocas veces lo había hecho. Las piernas de Luisa se cerraron de nuevo, como antes, muy lentamente. Lo que provocó que María respirase profundamente y ahogase en su interior una sensación tan intensa que se podía equiparar a un orgasmo pero que no era tal.

Luisa, si decir nada, se levantó y salió de aquella pequeña estancia. Maria tenía los ojos cerrados y se recreaba, todavía, en la suerte de emociones que había sentido en apenas unos minutos que estaba sentada sobre aquel sillón.

Escuchó que Luisa cerraba con llave la puerta que daba a la calle. Al cabo de unos segundos Luisa apareció ante María con una sonrisa nerviosa que delataba un estado de inquietud.

María ignoraba que Luisa la estuvo observando mientras ella admiraba sus piernas y que si María se congratulaba por su suerte al haber alcanzado a gozar de la visión del sexo de Luisa, fue porque esta lo consintió e intencionadamente, abrió sus piernas el tiempo justo para llevar a María a un punto sin retorno.

Luisa estaba tan excitada como María pero lo supo disimular mejor.

Luisa siguió con su trabajo, depiló las piernas de María y arregló las uñas de los dedos de sus pies. Cuando hubo acabado, de nuevo acarició sus piernas con otra tibia toalla y las secó con mimo. Comenzó a esparcir crema por sus piernas para evitar que se irritase su piel y esto desbocó los deseos de María.

Cuando sintió que las manos de Luisa se deslizaban por sus piernas, su respiración se agitó incontenible, se erizó toda su piel y de nuevo su excitación comenzó a aflorar por cada poro de su piel.

María no sabía cómo parar aquello. Temía que Luisa sacase conclusiones erróneas de aquello que ella misma no era capaz de entender sino en clave sexual.

«Hace calor.» dijo Luisa mientras desabotonaba su bata. «¿Te importa que abra mi bata? No han instalado aun el aire acondicionado y estoy muy acalorada.» Preguntó Luisa cuando ya estaban su tres botones desabrochados y su cuerpo, espectacular y completamente desnudo se hizo visible ante los ojos de María que no daba crédito a lo que estaba sucediendo.

María dijo que no le molestaba y disimulando, cambió su mirada en otra dirección.

«¿Qué tipo de consulta querías hacerme Maria?» preguntó Luisa con una voz tenue, casi inaudible y cuyo tono era más una propuesta que una pregunta en sí misma.

María no supo cómo reaccionar. Y tras unas tonterías que Luisa no creyó y ante la insistencia de esta, le confesó que tenía el pubis muy descuidado y que le gustaría arreglárselo, aunque propuso posponer el trabajo para cualquier otro día.

Luisa sonrió y dijo que esto era una tarea muy sencilla.

«Déjame ver.» Dijo Luisa, y sin esperar más, sus manos deslizaron la bata de María por encima de su vientre, como se resistía desabrochó los botones de la bata, incluso el que tenía más arriba y abrió la prenda que tapaba a María.

María quedó tapada tan sólo por su sujetador y su bragas. Luisa, recorrió el cuerpo de María con sus ojos y la piropeó diciéndole lo bien cuidada que estaba y lo bella que le parecía. Mientras dijo esto, Luisa tomó las bragas de María y se las retiró. María cerró instintivamente sus piernas, todos sus músculos estaban en tensión.

Luisa seguía a lo suyo, comenzó a acariciar el pubis de María y recorriendo con sus dedos todo el Monte de Venus que, hasta entonces, nadie más había tocado excepto María y su marido, Luisa dijo, déjame hacer, te va a quedar precioso.

Luisa se colocó con su taburete entre las piernas de María que permanecía en aquel sillón articulado. Aquello obligó a Maria a abrir sus piernas. Estaba muy cortada y le dijo a Luisa que lo dejase estar hasta otra ocasión.

Luisa la tranquilizó y antes de que María pudiese, siquiera, argumentar nuevas objeciones, Luisa había comenzado a enjabonar el pubis de María.

María se abandonó, pero no al placer sino a sujetar como podía su pudor, le preocupaba que Luisa pudiese adivinar su excitación, sin embargo, todo esto se fue volatilizando cuando Luisa enjuagó con agua tibia el jabón que acababa de distribuir por todo el sexo de María, desde su Monte de Venus hasta sus labios vaginales.

Aquel diminuto arroyo de agua tibia que recorría su sexo y las caricias de Luisa ordenando los vellos de su espacio más íntimo llevaron a María en un viaje por encima de las nubes.

Se sentía tan relajada y tan bien que se dejó llevar sin intentar identificar sus emociones, dejó que su cuerpo y su mente sintiesen cuanto ellos quisieran gozar.

Apenas disimulaba su agitada respiración, sus suspiros que se convertían en pequeños gemidos de placer cuando Luisa rozaba sus labios y se acercaba con sus dedos al clítoris que no ocultaba su abultamiento.

María creía explotar de placer cuando Luisa acercó su boca a su sexo, creyó desfallecer cuando Luisa sopló levemente sobre sus labios que, en esos momentos, no podían contener la inmensa marea de flujos que se destilaban en su interior y se deslizaban por entre ellos hasta el exterior de su vagina.

Aquello que María temió que sucediese no ocurrió. Luisa no besó el sexo de María, tampoco era su intención. Luisa, simplemente jugueteaba esperando que el vello púbico de María estuviese listo para ser recortado.

María no ocultó su decepción mientras estaba encerrada en sus propios pensamientos. Decididamente, María deseaba aquel beso, su cuerpo le pedía que aquella hermosa jovencita de sonrisa impecable y llena de alegría posase sus labios sobre su sexo.

María se contuvo pero su deseo estaba desbocado, ya no pensaba en nada más que gozar como nunca antes lo había hecho. Atrás quedaron sus pensamientos puritanos, a los que, más pronto que tarde se debería enfrentar, pero no en este momento.

Luisa comenzó su paseo por el pubis de María, esta sentía, sin mirar, como las manos expertas de aquella joven le estaban limpiando su particular jardín.

Primero con una pequeña tijera recortó, como un jardinero, las grandes hierbas que en sus treintaytantos años habían campado a sus anchas por aquella selva íntima de María.

La tijera comenzó su paso firme en dirección a los labios de la vagina, con mucho tacto, Luisa limpió cada rincón y cuando hubo acabado, enjuagó con agua tibia aquella poda púbica.

Luisa desenfundó entonces una maquinilla de afeitar y tras enjabonar de nuevo el coño de María le pidió que no se moviese para evitar hacerle daño. María sentía como aquel cacharro acariciaba su piel y se llevaba consigo cuantos vellos encontraba a su paso.

Al cabo de unos minutos, el rastrillo limpió sus labios, los pliegues que escondían su preciado clítoris, Maria no quería moverse pero aquellos roces de los dedos de Luisa la estaban excitando de una forma espectacular.

Luisa tocaba y tocaba cada vez con más descaro el clítoris de María que apenas podía disimular el incipiente orgasmo que amenazaba con estallarle en sus propias manos.

Luisa intensificó aquellos movimientos y retiró la maquinilla de la piel de María para no cortarla, Luisa movía y removía el clítoris de María como buscando vellos escondidos pero, en realidad, aquella búsqueda no era otra cosa que una masturbación en toda regla.

María gemía y cuando se percató que no podría dejar explotar su orgasmo, instintivamente, tomó la mano de Luisa con firmeza y se la retiró de su clítoris. Apenas un instante mantuvo la mano de Luisa entre sus manos.

María le dijo: «Por Dios Luisa, no sigas que se me irrita la piel.» Fue la excusa más estúpida que se le ocurrió pues María, en realidad, no sabía si todo aquello era un sueño de su imaginación y que Luisa, tan sólo estaba cumpliendo con su trabajo.

Tal vez si María le decía a Luisa lo que le estaba ocurriendo, esta pensaría que era lesbiana o vaya usted a saber qué pasaría.

Luisa sonrió y le dijo a María que se tranquilizase: «Perdona María, no me había dado cuenta de lo sensible que es esa zona. A mi un solo roce me eriza toda la piel.»

María no respondió, trataba en esos momentos de recuperar su ritmo cardiaco y su respiración pero se dio cuenta de que Luisa vio con normalidad que aquellos roces la estuvieran excitando.

Instantes después Luisa volvió a recortar el vello de aquella zona, rozó unas pocas veces el clítoris erecto de Maria, pero no insistió demasiado. Cogió un espejo de mano y le dijo a María: «Bueno, dime qué te parece lo que hemos conseguido.»

María inspeccionó su recién depilado sexo, apenas le había dejado una carretera que pasaba, en forma de punta de flecha, por encima del Monte de Venus hasta el principio de su rajita y no más ancha de un par de centímetros. María sonrió y dijo que le gustaba mucho.

«Me siento extraña. Es la primera vez que me depilo y fíjate.» Decía ilusionada María.

«Yo me lo rasuro cada semana, ¿Te gusta cómo lo llevo?» dijo Luisa poniéndose ante María y abriendo su bata que dejó caer al suelo, quedando completamente desnuda.

María la miró de arriba abajo y le dijo que sí, que le gustaba mucho y que tenía un cuerpo extraordinario. A Luisa se le erizaron los pezones al escuchar aquello y María se percató.

«Lo siento, pero una no es insensible tampoco…» dijo Luisa. «Acabemos el trabajo, si a la señora le gusta así, sólo queda repasar y ya está.»

Diciendo esto, Luisa se sentó en su taburete y desnuda como estaba comenzó a recortar los últimos pelillos que quedaban por el pubis de María. De nuevo sus dedos comenzaron a acariciar por entre los pliegues de sus labios en busca de vellos escondidos.

Esta vez eran sus dos manos las que repasaban cada milímetro del sexo de María. Uno de aquellos dedos se deslizaron hasta encontrar el clítoris de María y comenzó a acariciarlo suavemente, María cerró los ojos y se dejó hacer.

Luisa mientras aplicaba una loción de base acuosa para eliminar la irritación del afeitado con la mano que le quedó libre.

Aquel dedo acariciaba cada vez con más descaro el clítoris de María, esta, al notar que la otra mano ya no la estaba tocando, abrió los ojos y quedó estupefacta cuando vio que Luisa estaba acariciando su vulva con su otra mano y tenía los ojos cerrados. Su rostro reflejaba el infinito placer que se estaba proporcionando.

La sorpresa de María le provocó un pequeño respingo que hizo que Luisa abriese los ojos. Luisa Miró a María y sin dejar de acariciar su sexo, simplemente acercó sus labios al clítoris de María y comenzó a soplar sobre él.

Retiró el dedo que tanto placer estaba proporcionando a María, la volvió a mirar y cerrando los ojos, depositó un beso cálido sobre el clítoris de María.

Por un instante María quiso evitarlo, pero al sentir la lengua de Luisa acariciar su punto de placer, no pudo evitar emitir un sonoro gemido de placer, de pronto sintió que un dedo de María se deslizaba por entre sus húmedos labios y se introducía en su vagina.

María se derretía de placer, se retorcía de gusto ante las expertas caricias de aquella jovencísima mujer que la estaba trasladando a un universo de placeres indescriptibles.

Los labios de Luisa aprisionaron la cabeza del excitado clítoris de Maria y comenzaron a mordisquearlo con mimo, la lengua lo acariciaba. María ya no podía contener su excitación y ya se sentía penetrada por dos dedos de Luisa que seguía lamiendo el clítoris cuando un gemido inmenso, casi un grito, salió de María descargando una oleada de intensas sensaciones que desembocaron en un orgasmo increíblemente largo.

María se arqueaba, jadeaba y gemía mientras aquel impresionante orgasmo amenazaba con durar eternamente, cada caricia de la lengua de Luisa sobre el clítoris de María era una renovada oleada de placer, los dedos que entraban y salían de las entrañas de María era una nueva e intensa descarga de emociones que se acompañaban de más y más flujos vaginales.

María escuchaba de fondo la respiración agitada de Luisa que estaba anunciando su orgasmo, María atrajo hacia sí a Luisa y tomó posesión de aquel clítoris joven que estaba siendo acariciado por su dueña, María colocó allí sus dedos y acabó masturbando de una forma completamente desbocada a Luisa que para entonces estaba totalmente acostada sobre el cuerpo desnudo de María.

Su respiración, sus gemidos estaban ahora a la altura del oído de María que se excitaba más y más con el sonido de aquella hembra en celo que estaba corriéndose en sus manos gracias a la suculenta masturbación que le estaba dando ella misma.

María quiso ver la cara de gozo de Luisa, quiso ver el rostro de placer que Luisa tenía dibujado y ladeó su cabeza para poderlo hacer. Luisa se incorporó un poco y sus labios rozaron los de María que estaban a muy pocos milímetros, Luisa abrió sus labios y besó apasionadamente en la boca a María quien respondió con tanta pasión o más que su joven amante.

Mientras se besaban, la intensidad de sus respectivos orgasmos fue cediendo hasta dejarlas exhaustas, la una sobre la otra. Los cuerpos desnudos de ambas mujeres enlazados por el más hermoso e intenso placer que jamás antes habían conocido, reposaban sobre aquel sillón que, en esos momentos, era como una cama en las mismísimas nubes.

Se acariciaban. Sus labios aun se rozaban y con los ojos cerrados entraron en un relajante y placentero sueño.