La dependienta de la tienda de lencería
Una tarde estábamos paseando mi esposa y yo y pasamos por una tienda de lencería.
Me encantan esas tiendas.
Por casualidad me fijé en la dependienta y su cara me resultó familiar.
Mi mujer logró quitarme del escaparate a empujones y me llamó vicioso y degenerado.
Le dije que estaba mirando a la chica, que su cara me sonaba de algo.
No me hizo mucho caso.
Ya por la noche, viendo la tele en la cama con Paula, caí en quién era: era Marisa, una compañera de colegio y a quien no veía desde octavo de EGB. Ella fue mi mejor amiga entonces.
No la había reconocido porque ahora tenía el pelo oscuro y ondulado (antes era castaña y de pelo corto). Su cara seguía siendo muy bonita, aunque se había quedado algo pequeña.
Me decidí al día siguiente, al regresar del trabajo a mediodía, pasarme a verla.
La iba a gastar una broma, recordaba que tenía un excelente sentido del humor. Así lo hice y entré en su tienda, que a esas horas estaba vacía.
Me había estado preguntando si me conocería, pero era improbable: ahora yo tenía barba y gafas y soy muy alto y mi voz muy distinta.
No me reconoció cuando le pedí que me aconsejara qué conjunto íntimo comprarle a mi novia.
Me sacó varias cosas y me preguntó por la talla de mi mujer. La mentí y la dije que era más o menos como la suya, aunque algo más grande (mi esposa es una mujer escultural, de medidas de vértigo y ella, aunque era muy atractiva, no tenía nada que ver).
– Es que verá, dentro de unos días es nuestro aniversario y quería sorprenderla, pero al no saber su talla, usted me podía hacer el favor de probarse el conjunto para saber qué tal le quedaría. Quiero que todo sea perfecto.
Ella se negó y me miró como a un degenerado. Ante mi insistencia, ella me dijo que iba a cerrar y que o lo compraba o nada, pero que ella no hacía de modelo. Se puso bastante nerviosa y me empujó para que me fuera. Cuando ya salía por la puerta, dije:
– Vaya, ya veo que no conservas tu buen humor, Marisa, cómo te has puesto conmigo.
Entonces ella paró y me miró extrañada.
– ¿No me conoces?
Ella me miró más detenidamente y sonrió con fuerza.
– ¡Joaquín! ¡Cuánto tiempo! Qué susto me has dado, imbécil.
La invité a comer y ella aceptó, aunque diciéndome que a las seis tenía que abrir. Teníamos muchas cosas de las que hablar, además yo a las cinco tenía que estar en mi despacho.
– Conocía un buen restaurante y regamos los platos con un buen vino tinto. Parecía como si no hubiéramos estado sin vernos más de veinte años. Seguía igual de simpática. Me contó que estaba casada, que le iba muy bien, que si las cosas en el negocio marchaban tendrían un hijo. Yo le conté que me iba muy bien en mi empresa, que tenía dos hijos, lo perfecta que era mi vida. Fue inevitable recordar la anécdota que había marcado nuestra infancia: nuestra incursión en el sexo con seis años:
– ¿Recuerdas? Tú habías visto a tus padres montárselo y me dijiste que se lo pasaba uno en grande. Nos desnudamos y tú te tumbaste encima mío y empezamos a gritar las cosas que habías oído.
– Fue buenísimo. Cuando comento mi primera experiencia sexual digo que fue a los seis años y me quedo con la gente.
Se nos pasó el tiempo volando y cuando miramos el reloj eran ya las seis y cuarto.
Yo dije que no me pasaría por la oficina. Marisa tenía que abrir. Le dije que le quería comprar algo.
Me gustaba mucho el camisón corto malva que transparentaba todo. Ella me dijo que eso era para no llevar nada debajo. Sólo con pensarlo me excité. Le dije que quería comprarle toda la tienda.
– Pero tienes que comprobar si le vale a tu mujer. Venga, como eres tú, me pruebo la ropa para ver qué tal le quedaría.
No sé si fue el vino o qué, pero no le dije la verdad y la seguí la corriente. Había estado mirándola de reojo, sin atreverme a inspeccionarla bien, pero ahora podría tener mi ocasión.
De cara, seguía tan preciosa como siempre, con sus ojos verdes y sus rasgos orientales. Vestía unos vaqueros ajustados y su culo se veía muy bien. El jersey era más holgado, pero sus pechos no parecían grandes.
Ella mismo eligió los conjuntos.
– Pasa adentro, que no tengo cortinas.
Pasamos a las habitaciones interiores y me senté en un sillón. Empezó con un conjunto de encaje, bragas y sostén y una especie de gasa.
Paseaba por el pasillo y se giraba, caminando enseñándome su precioso trasero. Me encantaban sus piernas y su culo.
Sus pechos tenían muy buena pinta, sabía elegir sostenes que los realzaban. Pese a que no quería, estaba empalmado con el espectáculo de Marisa. Bromeé con ella:
– Si no te va bien el negocio, puedes desfilar como modelo.
– Venga, no te burles, Joaquín, que este cuerpo no le gusta ni a mi marido.
– ¿Qué dices? Estás muy bien, Marisa.
Aunque lo dije para animarla, poco a poco me estaba convenciendo de ella: con ligueros estaba de infarto.
– Muchas gracias, pero no hace falta que seas amable. El descuento te lo voy a hacer de todas formas.
El conjunto de encaje rojo, fiu, cómo la sentaba. Empecé a desear también sus pechos. Yo, que hasta entonces no me había fijado en otra mujer, estaba cachondo hasta el punto de querer bajarme los pantalones para masturbarme.
– No te lo digo para quedar bien. Me estoy excitando como nunca.
Me miró a la cara. Aunque el vino se le había subido a la cabeza y entre nosotros había un rollo muy especial, no lo había hecho hasta entonces y estaba algo sonrojada. Miró a mi entrepierna y sonrió. Sonrió como una niña pequeña y traviesa. Me decidí:
– Todavía no te has provado el camisón malva que tanto me gusta.
– Vale, vale, pero ése no necesita demasiado a la modelo, así que me lo pruebo con un conjunto debajo.
– ¡Pues vaya gracia! Así no me hago una idea.
Todo esto en un tono medio en broma y con una sonrisa maliciosa.
– Esto vale para una mujer que esté de buen ver.
– Entonces no puedo buscar mejor modelo.
– Muy bonito. Tú me vas a ver de arriba abajo y yo nada, ¿no?
– ¿Me estás proponiendo algo?
– Tu en calzones, bonito, vete desnudando, que como no te vea en gayumbos, no hay espectáculo.
Se fue y me empecé a quitar la ropa. La decía en voz alta que no se asustara si veía tamaños desproporcionados en mis interiores.
Ella se reía y hacía el sonido de nueve semanas y media. ¿Estás preparado, nene? Si tienes problemas cardíacos, abstente de mirar. Yo estaba con mis bóxer que tanto me molestaban.
Mi polla pugnaba por salirse. Apareció Marisa con esa prenda, que era como no llevar nada.
Guau! Me fijé en su coño, peludo pero cuidado, muy apetecible. Sus pechos me dejaron loco: aunque su tamaño era normal, se movían bajo la tela y se notaban firmes. ¡Y qué pezones más increíbles!
Eran tan grandes como sus pechos. Ella no dejaba de mirarme el tamaño de mi paquete. Aunque había empezado dubitativa, ahora se estaba exhibiendo con maestría. Al darse la vuelta le vi su espléndido culo, qué nalgas, vaya forma de mover los cachetes…
Me bajé el calzón y me empecé a masturbar como un loco. Mis 18 cms y medio estaban muy excitados y mojados, me caían líquidos por el tronco. Le daba a la manivela con un ritmo frenético.
Se dio la vuelta y me vio. Sus ojos se abrieron y empezó a caminar hacia mí de un modo muy sensual. Yo apresuraba mis movimientos.
Para, me dijo. Abrió sus piernas levantándolas sobre las mías y se sentó sobre mí de golpe. Mi polla se encajó en su estrecho coño de un golpe y los dos gritamos. Ella impuso el ritmo y yo le acariciaba los pechos por encima de la tela.
Nos besábamos apasionadamente, en la boca y en el cuello. Se dio la vuelta y me dio la espalda.
Le quité el conjunto y le amasé las tetas. Ambos nos decíamos cosas sucias que nos excitaban aún más.
Yo le alababa su cuerpo, su culo, que no le dejaba de apretar, y ella me contaba que no había visto una polla igual, que quería que la jodiera bien, que la follara como nunca. También nos referíamos a nuestra primera vez, cuando éramos pequeños.
Le dije que apoyara la cabeza en el sofá y la puse a cuatro patas. Llevaba un rato metiéndole un dedo en el ano y, aunque era estrecho, se estremecía y vibraba como una loca. Dos dedos, igual.
El tercero costó más, pero le arrancó un orgasmo brutal. Me quedaba muy poco para correrme. Se la saqué y le dije que venía el premio gordo. Ella no quería al principio, pero no se quejó demasiado.
Estábamos tan empapados que no necesitábamos lubricantes. Me costó menos de lo que pensaba y ella se arqueaba para gozar más de mi palo.
Ambos chillábamos con la follada y no nos acordábamos de nuestras respectivas parejas. Se la saqué y buscamos otra pose.
Quería correrme en su cara y que tragara mi leche. Ella vio mis intenciones y me pidió que la inundara de semen. Me corrí sobre ella y la embadurné de mi lefa.
– Mañana te espero y te haré un nuevo pase.
– Aquí estaré después de comer.
La besé, me vestí y volví a casa.
Quiero mucho a mi mujer, pero Marisa sigue volviéndome loco y no dejé de verla y follar con ella tras un bonito pase íntimo. Juntos hacemos lo que con nuestras respectivas parejas no nos atrevemos.