Aquel se perfilaba como el peor verano de mi vida.

No tenía dinero para viajar a ninguna parte, y todas las búsquedas de trabajo para intentar ocupar el tiempo y, de paso tener plata para divertirme, habían fracasado.

Finalmente, casi de milagro, me llegó una oferta para ir a arreglar una casa en el campo.

Su dueño, pariente lejano mío, se acordó de mi situación y me recomendó para ir a pasar todo el verano allá, remozar la casa, disfrutar de aire fresco… y ganar un sueldo miserable.

En cuanto me instalé comencé a averiguar discretamente si había veraneantes o vecinas guapas para poder hacer más interesante mi estadía.

Sin embargo todo fue un fracaso. Las vecinas eran todas ancianas y las pocas turistas eran argentinas o chilenas de clase alta que ni siquiera me miraban.

Conforme fui avanzando en los trabajos, pintura, limpieza, jardinería, decidí llamar a un amigo, Manolo, para que me ayudara.

El día que llegó estaba muy alegre porque al fin iba a tener alguien con quien conversar y me iba a facilitar el trabajo, aparte que llegó muy bien premunido de vino, para hacer más animadas las cosas.

Lamentablemente su arribo fue algo decepcionante, pues, si bien era muy simpático y gran conversador, lo único que hacía era dormir y comer, quejándose de lo cansado que había quedado del año de trabajo, así que esto me terminó de sumir en la depresión por tener un veraneo de mierda.

Estaba pensando en pedirle que mejor se fuera cuando, esa tarde me comentó que había invitado a alguien a la casa.

-¿Invitando gente? Oye, esta no es tu casa, yo estoy al mando aquí.

-Sí, pero es que mi polola (así se le dice a las «novias» en Chile) se está quedando en Rancagua, y como está cerca la invité a quedarse.

Acepté a regañadientes, sólo porque era su novia y además la compañía femenina siempre es agradable. Daniela, la polola, llegó esa misma tarde.

Yo estaba bastante transpirado y sucio porque había estado trabajando en el techo y la verdad es que la saludé algo avergonzado y no la miré mucho.

En la noche nos sentamos a tomar unas copas de vino y allí pude mirarla mejor. Era una mujer delgada, de tez mate, pelo negro rizado y labios carnosos.

Pese a su delgadez tenía una perfecta silueta de mujer, un trasero muy redondo y unos pechos pequeños pero bien formados. Conversamos mucho rato, ella era muy simpática y nos fuimos a dormir pasada la medianoche.

Allí pensé que había sido un error invitarla, pues en el silencio nocturno y debido a que la casa era de madera, pude escuchar perfectamente como Daniela y Manolo hacían el amor.

Me sentí solo y, además me di cuenta que ya hacía meses que no disfrutaba de la piel de una mujer. Al menos el trabajo en algo me distraía y desviaba mis energías, pero la situación era incómoda.

A la mañana siguiente, me levanté muy temprano a hacerme el desayuno.

No esperaba a Manolo pues siempre se despertaba pasado el mediodía. Entré a la cocina, con lo ojos entrecerrados por el sueño y rascándome las bolas.

-Buenos días -dijo Daniela.

Allí terminé de despertar, estaba ella también haciéndose desayuno.

Rápidamente saqué mi mano de mi entrepierna y la saludé.

Daniela Estaba con una polera larga, que la tapaba justo abajo del trasero. Sus piernas se veían de una piel tersa y estaban maravillosamente bien formadas.

Conforme tostábamos el pan y hacíamos té, sutilmente traté de averiguar si andaba con ropa interior. Al parecer no tenía sostenes, pues sus pezones muy parados, quizá por el frío de la mañana, se veían nítidamente.

En un momento, mientras hablábamos boberías, se dio vuelta a sacar leche del refri y pude adivinar unas pantaletas que apretaban su delicioso culo.

Comencé a tener una erección, y tuve que sentarme para disimularlo. Esta chica estaba realmente deliciosa, envidié a Manolo y también me sentí culpable por desear a su novia.

Un par de veces rocé sus manos al mover los servicios en la mesa. Me conversaba de su vida, de su relación con Manolo, de sus intereses.

No sólo era muy linda sino que además me parecía inteligente y muy instruida. Otro par de veces su intensa mirada de ojos negros e quedó fija en los míos.

Tras ese terrible y maravilloso desayuno, comencé mi diaria faena. Seguí arreglando el techo. Cuando estaba subido en la escalera, en un momento llegó ella y me empezó a mirar desde abajo.

Se había puesto una camiseta con tirantes que realzaba sus hermosos pechos, y abajo unos jeans.

Desde arriba se realzaba su cadera en la que soñaba perderme y también me deleitaba con su escote y el espacio que se adivinaba entre sus pechos. Me tenía nervioso y si el trabajo no hubiera sido tan pesado, me habría excitado bastante.

Me preguntó cosas del trabajo y luego se fue. Hacia mediodía terminé y bajé para descansar. Estaba cochino y transpirado. Manolo estaba recién tomando desayuno, con Daniela sentada en sus rodillas.

No me sintieron entrar justo cuando comenzaban a besarse. Él le acariciaba su culo mientras ella lo despeinaba y veía sus lengua juguetear. Luego él metió su mano bajo su camiseta y acarició sus pechos.

Yo quería quedarme admirando a Daniela, pero por otro lado lo correcto era dejarlos en paz. Me volví sobre mis pasos y, un segundo antes de abandonar la sala, me volteé para mirar a Daniela.

Manolo me estaba dando la espalda de manera que ella estaba frente a mí. Tenía su camiseta a medio subir, se asomaba uno de sus pechos. Pero eso no fue lo que más me impresionó.

Daniela me miraba, fijamente, a los ojos, con una expresión de deseo en sus labios humedecidos. Estaba despeinada y ese aspecto salvaje y semidesnudo me trastornó.

Todo el resto del día estuve profundamente perturbado por esa mirada y por el bello cuerpo de Daniela que se entregaba a su novio pero en realidad se me entregaba a mí.

Durante la cena ella se comportó como siempre, y ni siquiera cuando nos quedamos solos un momento insinuó nada. Yo intentaba adivinar algún mensaje en cada cosa que decía o en alguno de sus gestos. Pero nada.

Esa noche decidí que no podía más, y, cuando nos fuimos a dormir, yo primero pasé al baño a masturbarme imaginando a Daniela desnuda sobre mí, su pelo salvaje sobre mi pecho y sus deliciosos pezones en mi boca.

Estaba en eso cuando se abrió la puerta del baño.

Era Daniela, con la polerita que usaba como pijama, sus exquisitas piernas y su tobillo derecho con una cadenita, su figura recortándose contra el negro del fondo.

Yo me quedé congelado, con mi pene tieso en mi mano, jadeando. No atiné a vestirme ni nada. Ella me miró un momento y luego caminó hacia mí.

-Mira como me tienes -le dije.

-Es algo muy malo desear a la mujer de tu amigo. Es algo muy malo -me contestó mientras se acercaba a mí.

Mi corazón se aceleró al límite del infarto cuando llegó a mi lado y se agachó.

-Tú no debes pensar en esas cosas -me dijo mientras tomaba mi pene y comenzaba a masturbarme lentamente -. Sólo somos amigos.

Si bien ya tenía una erección, al sentir su pequeña mano en mi caliente falo, se me agrandó a un tamaño que no le conocía. Su mano apretaba mi pene y comenzó a pajearme cada vez más rápido.

Ella me miraba mordiéndose el labio inferior y esa mirada me enloquecía, más abajo veía a sus tetitas estremeciéndose con el movimiento.

-No podemos engañarlo, sería algo muy feo -me seguía diciendo, aunque casi no la escuchaba. Ella también comenzó a jadear.

Repentinamente, me soltó y se sacó su polera. Admiré por un segundo su piel morena, sus pezones coronando unas tetas maravillosas, su vientre maravillosamente formado, con un arito en el ombligo.

Andaba con una pantaletas verde oscuro, que realzaban sus caderas, algo anchas para su delgadez pero por eso muy lindas. Me acerqué a ella pero me rechazó suavemente y volvió a agacharse.

-No podemos hacer más que esto, no podemos engañar a tu amigo -siguió diciendo -. Ufff, no sé por qué, te estoy masturbando pero la que se calienta soy yo. Ummm.

Su mano se movía con destreza, y ella cada cierto rato escupía mi pene, para mejor lubricación.

Cuando comenzó con eso no pude más. No pude ni avisarle cuando chorros de semen brotaron de mi pico. Uno la golpeó directamente en la cara, otro en la pera. Cayeron muchas gotitas blancas sobre sus pechos.

No paraba nunca de eyacular. Un chorro pasó sobre su cabeza y dio en la muralla, casi un metro más allá. Otro en su pelo. Ella seguía moviendo mi pene, ya más suavemente.

Le llegó otra descarga en el cuello. Di un último suspiro y me senté en el borde de la tina, exhausto. Del otro lado de la casa se escuchaban los ronquidos de Manolo.

Ella me miró, caliente y llena de moco. Lamió sus labios, degustando algunas gotas de mi leche. Se lo esparció por la cara y luego humedeció sus pezones con lo que le había caído en las tetas.

-Me dejaste súper caliente -me dijo.

Se sacó sus pantaletas y admiré su precioso triángulo, una linda motita de pelo entre dos muslos de antología. Se sentó en la taza y comenzó a masturbarse. Se untaba sus dedos con semen y se frotaba su clítoris quise ir a ayudarla y nuevamente me rechazó.

-No seas mal amigo -me dijo -. Yo me las arreglo sola. Ya me dejaste lo bastante mojada, mira, mira -me mostraba su concha abriéndosela con los dedos.

Casi inmediatamente sentí que mi pene reaccionaba de manera violenta. Comenzamos a masturbarnos mirándonos fijamente, de vez en cuando ella admiraba mi cuerpo y yo el de ella, su vientre que se ondulaba con las oleadas de placer, su mano frotando casi violentamente su clítoris, su cuello largo y fino, chorreado de mi semen, con gotas que corrían hacia sus pechos que se estremecían y sus pezones cada vez más duros. Su rostro lleno de deseo, donde la transpiración mezclada con mi leche lo hacían brillar. Se veía cochina, caliente y deliciosa.

-Mira, mira, ¿te calienta? Estoy demasiado excitada, si supieras lo mojada que estoy – me decía, frotando su sexo, abriéndolo de vez en cuando y mostrándome su vagina. Yo seguía con lo mío, mi pene chorreando líquido preseminal, duro, brillante y caliente. Sentí que llegaba mi hora.

-Avísame cuando te vayas, para que lo hagamos juntos…-le dije.

Justo en ese momento me dijo «¡Ahora!», abriendo los ojos , mordiéndose el labio inferior y ahogando un grito de placer, remeciéndose violentamente al frotar su mano contra su concha. Acerqué mi pene hacia ella y esta vez bañé su vientre, inundé su ombligo con mi semen y mis últimas descargas mojaron su perfecto triángulo, mientras ella gemía suavemente.

Ambos nos quedamos mirando, como despertando de un sueño. Nos limpiamos y nos fuimos cada uno a su pieza, mañana había mucho trabajo que hacer.