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Debajo de una sombrilla

Debajo de una sombrilla

Antes de levantarme, cuando mi mente aun es un revoltijo de las imágenes que antes fueron sueños, acuden, sin buscarlos, recuerdos lejanos.

En estos momentos, pasado y sueños, forman un caleidoscopio que sólo puede existir en la oscuridad.

Me quedo quieto, en la penumbra que anuncia el amanecer.

Son los restos de mis vampiros de la noche, obligados a vivir en mis sueños.

Historias breves, algunas de tan sólo un instante. Imágenes, risas, llantos que construyen un puente con el presente sobre el abismo de la nada.

A esta temprana hora los pájaros pían su existencia, en mi casa han encontrado la comida necesaria y las ramas donde posarse.

Gorriones, pasarells, caderneras y mirlos se han convertido en mi despertador.

Cada madrugada pían que están vivos, felices y asombrados de no haber sido el aperitivo de alguna lechuza.

Hace tiempo que no hay lechuzas, pero ellos siguen teniendo miedo a la noche.

Hoy, unas nubes grises despuntan por encima de la cordillera. Hace meses que no llueve.

Ocurrió en los aledaños del camposanto, donde cada año, en las fiestas de Pascua, los feriantes montan sus casetas y los niños, al son de campanillas y sirenas, cabalgan caballos de cartón.

En tiempos de la guerra, a los pies de sus muros de piedra color ceniza, fueron fusilados cientos de inocentes. Imaginé corazones atravesados por balas asesinas.

Hace más de veinticinco años, cuando los vivos aún temíamos a los muertos y a los cementerios se llegaba por un camino solitario, la antigua diputación dispuso que sus pobres fueran vecinos de este lugar.

Junto al cementerio construyó el Psiquiátrico, trazando un estrecho camino entre los dos; y, como los terrenos eran baratos, pegado a la loquería, edificó el asilo para ancianos abandonados junto a dos edificios más: uno para niños incluseros y otro para rebeldes adolescentes sin progenitores.

De esta idea faraónica nació un conglomerado de edificios que encierran huérfanos, locos, niños, viejos y muertos.

Fue en este camino, entre los campos yermos del manicomio y el alto muro del cementerio donde aparqué el coche.

Me sorprendí al notar mi mano mojada cuando inicié una caricia entre sus piernas; y que después, sin siquiera pedírselo, escondiese su cabeza entre mis piernas para chupar mi sexo.

Atónito, giraba la cabeza de un lado a otro oteando posibles testigos vivos. ¿Qué hacia allí mi pene enhiesto entre locos y muertos?… Y es que en el deseo caben la locura y la muerte.

Sentada a horcajadas, encima de mí, la camisa abierta, introdujo el pene en su vagina. Sus botones color carne quedaron a la altura de mis labios.

Mi boca lamía el sudor que derramaba. Agotado el deseo, sólo quería huir de allí, de ella, de mi.

Y es que el deseo sexual, atado e indomesticable, sigue confundiéndome. Ahora ya soy viejo, hace tiempo desistí ponerlo al servicio de la razón o del sentimiento.

Apoyado en el quicio de la puerta que da al jardín, me sonrío. Un día el hombre llegó a la encrucijada.

Se dio cuenta de que, razón y deseo, tendrían que convivir mientras hubiera vida; y fue este día, cuando los hombres añadieron un nuevo miedo -igual que los pajaritos en la noche a la inexistente lechuza- decidieron fortalecer la razón, más domeñable, a costa del deseo.

Así nació la autoridad, la ley y el rito.

Este día se dieron cuenta de que el amor necesita ser devorado por el deseo.

Y si se consume, está obligado a renacer de nuevo, sino quiere caer en manos de la anodinia, la melancolia y la muerte.

Se ha levantado Usa. Me gusta llamarla así. Asi se llamaba la diosa con la que Pravajati –

El creador de todo- tuvo su primera relación sexual ” …cuando antes todo era creado por la mente”.

Fue el sexo creador de improvistos el que aniquiló el aburrimiento de la espera hacia la muerte.

Fue el sexo que agarró la vida engulliéndola en el torbellino de placer que sigue al deseo. Juntos, placer y deseo, aprendieron a consumirse mutuamente. Eran otros tiempos.

Vamos a ir a la playa cuando aún es el territorio de los jubilados que pasean mansamente por su orilla. Hace un día esplendoroso. Es Trenc es una playa mágica de arena blanca y fina.

Allí el mar es una alfombra iluminada de verdes y azules.

Desnudo, cobijado debajo de la sombrilla, sigo escribiendo acariciado por la brisa y el murmullo del aire.

Levanto la vista y vuelo entre los pequeños racimos de nubes, como algodones de feria.

Dibujan manchas sobre el cielo apagado por el sol. Mi vista alcanza hasta la línea del horizonte nítido y plateado.

A mis pies la palida arena precede al mar de verdes y azules.

Necesito estas sensaciones tanto como el aire.

Aquí mi cuerpo se rebela y se despierta para fundirse en todo, aquí me siento materia y el ruido de las olas me arrulla como una nana.

Me siento feliz en estos momentos en que no existe lo otro, en los que sólo me siento parte de esta materia azul, verde, amarilla…

¡Es tan limpia el agua! ¡Tan nítido el fondo!. Me sumerjo en él y chapoteo con fuerza. El mar es un gran útero que acuna mi violencia. Regreso junto a Usa, cojo mi cuaderno y escribo recuerdos.

Era un domingo, uno de estos primeros días nítidos de primavera que alegran el alma.

Fui a comprar el pan y el periódico. A la vuelta, la casa seguía quieta. Su voz somnolienta me respondió desde la habitación:

-Eres tu?.

Aprovecha estos días para retozar entre las sábanas añorando la pereza imposible.

A ella le habría gustado que hubiera subido, que le hubiera mesado el pelo y la hubiera besado dulcemente en los labios.

Salí a la terraza a leer el periódico.

Pocas veces me sorprende lo escrito, pero me gusta leer los artículos, espacios llenos de sarcasmo y belleza entre tanta desgracia, Adoro a estos cínicos privilegiados que se han convertido en los cronistas de nuestra historia.

Ella seguía en la cama, y yo, resignado, me colgué la desbrozadora al cuello.

Queda mucho terreno por desbrozar. He aprendido que muchas cosas, como el jardín, pueden dejarse a medio hacer, como pasa con la vida.

Gotas de sudor caían por mi frente. Volví a sentarme.

Sentí el latigazo del deseo. Me duché para limpiarme las briznas de hierba pegadas a mi cuerpo.

Quieto, delante del espejo, volví a ser testigo de cómo mi abdomen sigue creciendo.

Cada día descubro nuevas manchas en mi piel que se separa de la carne, como si los años la hubieran convertido en el gastado envoltorio de mi cuerpo.

Al salir del baño estaba sentada, la mirada perdida frente a la puerta de cristal que da a la terraza. Vestía un deshilachado albornoz blanco. No me gustan los prolegómenos.

-Vístete – susurré- mientras le daba un suave beso en la nuca.

Ella necesita un inicio lento.

Me miró. Esbozó una cómplice sonrisa; y contestó:

-Aún es pronto!. Voy a arreglarme.

Eran casi las doce. Mientras la esperaba, encendí la barbacoa.

Tardó mucho tiempo enlentecido por el deseo. No subí a verla. A pesar de mi impaciencia, no quería asesinar la sorpresa.

Detesta las cosas prefabricadas, manipuladas por la mente. No estamos muy de acuerdo. Cuestión de matices.

-Si esperas nunca haces nada, le digo

-Si esperas -responde- las cosas se te ofrecen.

Soy de una manera, ella de otra. Para ella la vida es una lucha por acercarse a un mundo soñado. Yo en cambio, sólo me siento un depredador de estos sueños posibles.

La mujer es más resistente que el hombre, mas adaptable. Las hembras, en cualquier especie, luchan más que los machos.

La maternidad las hace tiernas, fuertes y pacientes.

Es así desde que el mundo es mundo. Todas las pasiones están descritas en los mitos griegos, o en los hindúes. La modernidad tan sólo ha conseguido mujeres más reprimidas y hombres más deformados.

Fui colocando las verduras en la parrilla. Cebolletas tiernas, espárragos trigueros, dos tomates, dos alcachofas, un calabacín y unas setas que ya humeaban cuando apareció. Minifalda, medias negras y un chaleco -también negro abotonado hasta el cuello- sin camisa.

La besé levemente mientras desabrochaba dos botones del chaleco.

Comimos despacio uno frente al otro. Por dos veces mi pie desnudo escaló entre sus muslos. No deje de mirarla. Succionaba una cebolleta o dibujaba con la mano gestos en el aire con una hoja de alcachofa bañada en aceite. Brindamos dos veces chocando las copas.

Tenía una erección suave.

Seguimos en silencio dejando que nuestras miradas hablasen.

Me senté en el sofá. Se acercó. Dejó quieto su cuerpo a unos centímetros de mi cara y se subió la falda.

Sobre el tanga por encima de unos pantis sin refuerzo (los pantis con refuerzo debieron inventarse en un convento de abadesas de santas costumbres) se percibía un reflejo húmedo, como una moneda brillante. ¡A veces se moja tanto!.

-Quítame las bragas – susurro

Las yemas de mis pulgares trazaron dos líneas inventando un camino hacia sus pies. Descendí despacio hasta el dedo corazón de sus pies. Mi aliento callado en sus muslos.

Ella retiró las revistas encima de la mesa de centro y se sentó con las piernas separadas. Apoyó su cuerpo sobre los codos.

Recostado en el sofá la recorría con la mirada turbia, engullido por la extraña profundidad de sus ojos.

Estuvimos así tiempo. El ritmo es femenino. Su mano jugueteó con los pliegues de su sexo.

Absorto, hipnotizado por sus dedos viajeros, que dibujaban senderos desde su sexo a sus pezones, vi como se perdía su dedo en su vagina.

Meció su pecho en la mano la derecha y succionó el pezón grande y rosado.

Sopesó mis testículos sin dejar de acariciarse. Sentí el roce, el dorso de su mano hasta llegar al glande. Se lo introdujo en la boca. Loco vaivén de su lengua en mi sexo.

-Espera -ordenó, señalando una silla del comedor- Siéntate.

Se quitó los pantys, despacio; y se puso de rodillas encima del respaldo acolchado del sofá. Sus dos orificios se me ofrecían abiertos, distantes, dentro de mi.

Su mano recorría, febril primero, luego mansa, el espacio que los une. Entre sus pies en alto lamí enfebrecido. Introduje mi lengua.

Con mis labios mordí los pliegues de su sexo. Mi alocada lengua, toda mi boca, fue empapándose con sus jugos.

Me cogió de la mano y me condujo al dormitorio en el piso de arriba. En el trayecto palpe sus muslos húmedos.

La penetré dulcemente. Ella no dejó de acariciarse el clítoris. Contuvimos el orgasmo lo indecible.

Nos declaramos nuestro amor enloquecidos de placer. Un largo estallido de gozo tensó su cuerpo estupefacto, la sensación de no terminar nunca.

-¡Cuanto me gusta tu vagina cuando se ha corrido! – le susurré.

Seguí moviéndome mientras me daba múltiples y suaves orgasmos. Liberé los últimos resquicios del deseo. Ella, ahora amoldada a mi ritmo, arqueó sus caderas para que pudiera penetrarla mas hondo. Sentí mi cuerpo derramarse.

Aquella mañana, durante un tiempo, convertimos el placer en el centro de nuestras vidas. Durante unas horas nos alejamos de la monotonía y fuimos otros en una piel conocida.

¡Tantos años juntos!. Nostalgia y amnesia.

Años de repetir lo mismo, recibir los besos de la misma boca, entrometerse en el sexo de la misma manera, dejar de decir las pequeñas verdades que hacen daño al otro.

Años en los que nos hemos revolcado cientos de veces en la misma cama, en los que hemos podido comprobarnos otras tantas. Años que han terminado enclaustrando las horas, el sitio.

Dejo el lápiz en la arena y corró hacia el agua. Me zambullo rápido, avergonzado por la erección que se inicia.

Mi cabeza sobresale como una roca en este universo de agua que se deja traspasar y convierte mi cuerpo en no-materia.

A lo lejos diviso la figura de Usa adentrándose en el agua. A pesar de mi miopía reconozco su figura, su movimiento.

Hace unas horas que no nos hablamos.

Problemas domésticos cotidianos habrán sido la causa.

Quizás no pusimos de acuerdo nuestros deseos.

Viene hacia mi. Lentamente, sin decir nada, apoya su mano izquierda en mi hombro y deposita un beso en la comisura de mis labios.

Es el armisticio. Desliza la otra mano por debajo del agua en busca de mi pene que se rinde a la erección y entrelaza sus piernas en mis caderas para introducírselo en su vagina húmeda y caliente.

Permanezco inmóvil.

No quiero turbar su imperceptible movimiento.

¡Siento mi sexo cobijado en su cuerpo caliente y húmedo!.

Me avisa con la mirada que viene gente y se separa.

Nos damos un beso tierno.

He tenido que ponerme a nadar, furioso, hasta que la erección ha desaparecido.

Han sido unos momentos bellos…

De vuelta a casa deposita su mano en mi muslo.

Noto como vuelve a erguirse.

Le cojo la mano.

Ella me la aparta.

Se agacha, libera mi sexo de la ropa y lo lame a cien por hora entre almendros de hojas mustias.

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