¿Problemas con el vuelo?
Él había pasado la semana en una feria en Madrid, por lo que no nos habíamos visto en la oficina, ni fuera de ella claro.
El domingo al medio día, cuando había acabado me llamó desde el aeropuerto de Barajas.
Era una pena, me dijo, que no hubiese podido ir con él, hubiésemos pasado una semana de lujuria y pasión como pocas. Y que tenía ganas de volver a tenerme, de acariciar y lamer todo mi cuerpo.
Le dije que eso tenía arreglo. Mis padres no estaban y mi hermano y mi hermana tampoco. La casa para mí sola.
Noté como prestaba más atención ahora. Le dije que si quería, iba a buscarlo en coche al aeropuerto cuando llegase. Su contestación fue clara: que si quería, estaba deseándolo.
Que iba a enterarme de cómo era tras una semana sin sexo. Eso era cierto, siempre lo había compartido con su mujer.
Dos horas más tarde lo recogía en el aeropuerto. Nos besamos apasionadamente, su mano libre buscaba mi trasero, lo acariciaba por encima de la falda, perdiéndose impúdicamente entre el inicio de mis muslos, sin preocuparse de toda la gente que había a nuestro alrededor.
Justo antes de entrar en el coche llamó a su mujer.
Todavía estaba en Madrid, con problemas con el vuelo, que no lo esperase. Que mentiroso, pero puedo dar fe que no fue la nariz lo que le creció esa tarde.
Durante el corto viaje a mi casa sus manos no dejaron de acariciar mis muslos, mi vientre, mis pechos.
Mi mano derecha no dejó de acariciar su animada bragueta en ningún momento, bueno, solo cuando tenía que cambiar de marchas.
Subimos a mi casa por separado, no quería que ningún vecino nos viese. Todavía soy considerada una chica “buena” en mi casa.
Entró un par de minutos (eternos) después que yo. Apenas si me dio tiempo a cerrar la puerta, se abalanzó sobre mí. Mientras me besaba el cuello y restregaba su entrepierna con la mía, sus manos me quitaron la camiseta de tirantes de un solo movimiento.
Mi sujetador también voló. Sus manos aferraron mis pechos, sus labios se apoderaron de mis anhelantes pezones.
Mis manos se deslizaron hasta sus pantalones. Se los desabroché y pude acariciar su erecto falo con ambas manos, con suavidad.
Nos acabamos de desnudar mientras íbamos a mi habitación. Todo el pasillo quedó llenó de prendas. Me abrazaba desde detrás de mí, su pene se apoyaba en mis nalgas, sus manos acariciaban mis pechos, mis pezones, recorrían mi vientre y se acercaban peligrosamente a mi sexo, sin llegar a tocarlo.
Me dio la vuelta y me tumbó sobre mi cama, boca arriba. Sus manos empezaron a acariciar mis muslos, seguidos de sus labios. Se aproximaba a mi anhelante sexo.
Cuando llegó, los gemidos empezaron a escaparse de mi boca. Su ya más que constatada sabiduría me llevó al clímax en cuestión de minutos.
Y cuando me corrí entre jadeos, sus labios empezaron a recorrer mi vientre, mis pechos, mi cuello.
Cuando llegaron a mis labios y nuestras lenguas se encontraron, noté con satisfacción como penetraba en mí, como me llenaba. Arqueé mi espalda y alcé mis caderas, buscando una mayor penetración, dejándole bien claro cuanto me estaba gustando.
Estábamos abrazados el uno al otro, sus movimientos de cadera, fuertes y frenéticos, me dejaban bien claro su ardor acumulado de una semana. Y me estaba llevando a un nuevo orgasmo.
Nuestros cuerpos entrelazados y sudorosos giraron sucesivamente, buscando nuevas posiciones, pero sin soltarnos de nuestro abrazo. Buscando siempre el máximo contacto de nuestros cuerpos y la máxima fricción de nuestros sexos.
Finalmente noté como se corría en mi interior, sus manos apretaron mis nalgas, buscando la máxima penetración. Disfruté sus últimos empujones de pelvis como si fuese manjar de dioses.
Notaba las convulsiones de su pene, apretando los músculos de mi vagina a su alrededor, mientras el semen brotaba y me inundaba de calor.
Nos quedamos en esa posición unos minutos, con él sobre mí, su cara en mi cuello, besándome y diciéndome cosas bonitas, con sus manos en mis nalgas, sujetándolas para que nuestras caderas no se separasen, con su satisfecha hombría todavía en mi interior.
Luego se levantó, saliendo de mi interior y se dirigió al lavabo a limpiarse, pero no para irse. Al momento volvió con su herramienta reluciente.
Me dijo que si le daba uno de mis tratamientos espectaculares de reanimación, tendría premio. Yo sabía a que se refería.
Le reí la gracia y acto seguido me incorporé para quedar sentada sobre la cama. Le cogí su pene y empecé a acariciárselo, a acercarlo a mis labios, a besarlo, a lamerlo.
Él estaba de pie, acariciándome con las manos los cabellos, mientras su miembro recobraba su vitalidad.
Me lo introduje en la boca, primero su punta, succionándola con mis labios mientras le acariciaba suavemente sus testículos.
Luego, ya completamente erecta, la introduje en mi boca hasta donde pude, provocándole un placer evidente con mis movimientos de cabeza, introduciendo y sacándomela entre mis labios, mientras la envolvía con la lengua en mi interior.
Yo hubiese seguido hasta el final, pero él se retiró, quería volver a penetrarme antes de volver a correrse. Me levanté y lo besé, dejando que saborease su propio sabor. Nuestros cuerpos se frotaron excitados, noté su verga, humedecida con mi saliva, sobre mi vientre.
Lo tumbé sobre la cama, boca arriba, mientras yo me situaba sobre él, introduciéndome su pene. Empecé a cabalgarle.
Primero suavemente, con movimientos de cadera y vientre, notando como mi clítoris se restregaba por su miembro, excitándome.
Y a medida que mi calentura iba en aumento, también iba el ritmo de mis movimientos. Él me acompañaba, empujando hacia arriba con sus caderas, buscando la máxima penetración.
Sus manos se aferraban a mis muslos. Me arqueé hacia atrás, disfrutando de todas las sensaciones que me hacía sentir, apoyando mis manos sobre sus tobillos.
Al final, era tal el ritmo de mi cabalgada, que la cabecera de la cama golpeaba constantemente la pared.
Y eso produjo, casi a la vez que me corría con un grito de placer, que el cuadro que había sobre la cama cayese sobre él. No pude dejar de reírme mientras notaba que las fuerzas me abandonaban.
Yo reduje la frecuencia de mis movimientos, saboreando el placer que me recorría, pero él no dejó de empujar sus caderas hacia arriba, provocando que no remitiese mi excitación.
Me cogió por la cintura y me atrajo hacia él. Su lengua se perdió entre mis pechos, mordisqueando mis enhiestos pezones.
Nos besamos, nuestras lenguas se encontraron. Rodamos por la cama, hasta quedar él encima de mí, como al principio. No había salido de mí, y retomó con ganas el movimiento de caderas.
Mi excitación seguía estando por las nubes, perdía incluso la vista de tanto placer. Mis ojos debían estar en blanco, tan solo notaba su cuerpo sudoroso sobre el mío, dándome placer.
Mi orgasmo se prolongó durante su cabalgada.
Cabalgada incluso más frenética que la primera vez, pero mucho más prolongada, ambos sabíamos que ahora iba a aguantar más, que iba a ser incluso más placentero para ambos. Y realmente lo fue.
Cuando salió de mí, metiéndola entre mis pechos y haciéndose una paja con ellos, le acompañé, cogiendo sus manos, como para evitar que soltase mis pechos.
Y miré, golosa, como se corría, como eyaculaba sobre mis pechos, como el semen golpeaba mi cuello, mi barbilla.
Y cuando ya solo unas gotas brotaban de su punta, me la llevé a los labios, besé esa maravilla, pringosa y salada, hasta que su miembro se relajó por completo.
Nos quedamos tumbados en la cama, respirando apresuradamente, uno al lado del otro. Con su muslo por encima de mi cuerpo, apoyando su miembro en mis caderas, y acariciándome los pechos mientras me decía cosas al oído.
Me quedé adormilada, disfrutando de las sensaciones que subían de mi entrepierna y de las caricias que me prodigaba. Al cabo de un rato, me dijo que ya era tarde, que su mujer lo debía estar esperando.
Pero noté su miembro nuevamente excitado, frotándose en mis caderas. Así que no me sorprendí cuando me dijo que lo hiciésemos una última vez.
Nos dirigimos a la ducha y allí empezamos a acariciarnos y masturbarnos mutuamente, mientras caía el agua caliente.
Lo tenía detrás, acariciándome el clítoris mientras su pene jugaba entre mis muslos. Me besaba el cuello, me acariciaba los pechos. Me estaba llevando otra vez a la cima de placer.
Y así, volvió a penetrarme, mientras sus dedos jugaban con mi clítoris. Empezó con movimientos suaves, pero poco a poco fue incrementándolos.
Yo trataba de ajustar el movimiento de mis caderas al suyo. Y así me poseyó por última vez esa tarde-noche.
Me corrí de nuevo mucho antes que él, prolongando esa sublime sensación hasta que él también se corrió, agarrándome de los pechos y penetrándome al máximo mientras notaba como su semen volvía a inundar mi vagina.
Nos quedamos así un rato, notándolo tras de mí, agarrado a mis pechos, hasta que su pene, satisfecho, me abandonó.
Ya de nuevo en la cama contemplé, desnuda, como se vestía para irse. Yo hubiese prolongado aun más nuestro encuentro.
Y él también. Lo notaba en su mirada de deseo y en su lascivo beso de despedida (y en sus atrevidas manos por toda mi anatomía).
Pero no hay problema, al día siguiente nos veríamos en la oficina, tiempo habría entonces para volver a poseernos, para volver a disfrutar de nuestros cuerpos.