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La música por dentro

Dicen que la mejor forma de aprender algo es repitiéndolo una y otra vez.

Al menos eso era lo que mi maestro de música no se cansaba de repetirnos, y yo, como buen alumno lo creía a pie juntillas.

Comencé a estudiar sin mucho empeño, más obligado por mis padres que por verdadera vocación.

Las tardes en el pueblo, después del colegio eran mortalmente aburridas, y me lancé al estudio de la música como un escape a mi vacía y solitaria existencia.

A los 17 años uno cree que la vida pasa de largo dejándolo a uno atrás, y que las cosas emocionantes sólo le suceden a los demás.

Estaba muy equivocado.

Pronto descubrí que la música es pasión. Y la pasión, en cualquiera de sus formas, es un modo excitante de vivir.

Los primeros acordes que aprendí salieron de las largas y elegantes manos de Miguel, mi profesor.

Era un hombre extraño. Soltero, dedicado a la enseñanza desde su juventud, enfrentaba el inicio de la madurez con desgarbada elegancia.

Alto y delgado, vestido siempre de negro, un poco desaliñado, con el pelo largo y casi siempre despeinado, lograba a pesar de todo tener un aura de misterio que el pueblo entero perpetuaba con los continuos comentarios.

Que, si nunca se casó, que, sí había abandonado a la esposa y los hijos, que era un prófugo de la justicia, y tantas otras conjeturas que el profesor dejó pasar de largo sin intentar jamás ninguna aclaración.

Llegaba a la escuela de música siempre puntual, con el portafolio rebosante de partituras, oliendo a colonia y con la barba mal rasurada que le daba un aspecto de maleante y lo hacía también tan atractivo.

Solía explicar siempre en el pizarrón los pasajes más complicados, las notas difíciles que precisaban un especial cuidado, repartiendo su atención entre los diferentes instrumentos.

Mi violín, al ser el único de la clase, le hacía dirigirse a mí con especial atención, y yo me perdía en sus oscuros ojos, atento a sus palabras, pero mucho más pendiente de sus labios que del significado. Me había enamorado.

Cuando finalmente comenzábamos a tocar, la música llenaba el salón y vibraba en mi piel de una forma inexplicable.

Seguramente su oído entrenado discernía los errores que todos cometíamos, pero yo sólo escuchaba notas y sonidos que parecían meterse dentro de mi cuerpo, excitándome de forma ascendente y sin darme cuenta descubría sorprendido que tenía una erección, la cual trataba de disimular con amplios pantalones y una pose desgarbada que Miguel siempre me corregía.

Saúl – decía con su rica voz de barítono – enderézate – sus manos en mi espalda, quemándome como si fueran brazas y entonces yo atacaba las cuerdas con solapada energía.

Con el paso del tiempo el grupo se fue haciendo más pequeño.

Algunos desistieron, otros optaron por actividades más emocionantes y yo permanecí en la clase porque para mí no había emoción mayor que llegar a las seis en punto para ver a Miguel mover sus huesudas manos y velludos antebrazos dirigiendo aquella cascada de notas que bajo su dirección se convertían en verdadera música.

Obviamente, mi fiel dedicación logró que mi violín terminara destacando sobre mis demás compañeros, y Miguel comenzó a dedicarme más de su tiempo y de sus indicaciones.

Cada tarde se acercaba y trataba de explicarme lo inexplicable, el goce perfecto de una sinfonía bien ejecutada, el placer de una sonata de Mozart o la intrincada belleza de una mazurca de Tchaikovski.

En su boca, aquellos nombres parecían vibrar como la música misma, y en esos mágicos momentos yo hubiera hecho cualquier cosa que él me pidiera.

Con el paso de los meses, adquirí la costumbre de quedarme en el salón lo más posible, cuando ya todos se marchaban, y el profesor, complacido por mi interés, me dedicaba su tiempo, hasta que el guardia del colegio le recordaba que su turno terminaba y debía cerrar el aula.

Miguel, apasionado en su labor, se molestaba por tener que interrumpir, y le sugerí entonces que continuáramos con la clase en otro sitio.

Mi casa está muy cerca – ofreció – y si no te molesta podríamos seguir practicando allá.

Por supuesto que no me molestaba, y seguí sus pasos apresurados por la acera.

Me imaginé que su casa sería un sitio oscuro y desordenado, y me sorprendí al encontrar una casa perfectamente limpia y ordenada.

En el salón había un piano y muchas ventanas que daban a un patio interior lleno de plantas.

En su casa Miguel cambiaba, se transformaba, dejaba de ser el adusto maestro de música y se convertía en un hombre más terrenal, más sensual y más humano.

Al principio las clases en su casa fueron algo incómodas para ambos. Miguel me confesó que jamás recibía amigos en su casa, y eso me hizo sentirme muy especial.

Poco a poco se fue relajando, y hasta llegó a hacer algunas bromas.

Se quitaba los zapatos nada más al llegar y descalzo deambulaba por el salón, hablando, explicando, siempre con la música presente en todas sus palabras.

En las noches calurosas se quitaba la camisa y apoltronado en un sillón me hacía tocarle la melodía que estuviéramos estudiando.

No me dejaba descansar, era un tirano en ese sentido, y concentrado en la interpretación me miraba con aquellos ojos oscuros que parecían encerrar todos los secretos.

Te mereces un premio – decía a veces cuando lograba ejecutar la pieza sin ningún error, y me preparaba entonces una espumosa y espesa taza de chocolate.

Me sentaba a sus pies para beberla y él continuaba hablando de Chopin, de soles y claves, de ritmos y compases, y del bigote de chocolate que había quedado en mis labios y que sin previo aviso lamió con sus propios labios.

Aquel primer beso fue casi eléctrico. Me quedé muy tieso, sin corresponderlo, sin saber qué hacer ni qué decir.

Miguel prefirió hablarme de la sinfónica de Berlín, de la ópera de Milán y de la mágica y potente voz de la Callas. Yo sólo deseaba beber más chocolate y que me volviera a besar, pero no lo hizo.

Es tarde, deberías marcharte – dijo de pronto.

Tomé mi violín para guardarlo en su estuche, junto con mis ilusiones y mi desencanto.

A menos que quieras tocarme una última pieza – sugirió.

Me puse de pie como un resorte, acomodándome el violín en la barbilla y preparando el arco.

¿La misma pieza, maestro? – pregunté.

No, toca lo que quieras – dijo estirando las piernas.

El doble sentido de la frase no me pasó desapercibido.

Miguel se estiró como un gato.

Sus pantalones se tensaron sobre su entrepierna.

El bulto notorio de su sexo y el bulto en mi garganta fueron uno. Ataqué una suave melodía, que después de los primeros compases se hacía cada vez más intensa.

Miguel cerró los ojos complacidos. Sus manos descansaban en su regazo. Mis ojos vagaron de su bello rostro hasta sus pies descalzos, mientras me sentía cada vez más excitado en su presencia.

Miguel se puso de pie, todavía con los ojos cerrados. Se desabotonó la camisa lentamente, dejándola resbalar hasta el piso.

No te detengas – indicó sin abrir los ojos todavía.

Se quitó los pantalones. Debajo, un blanco calzoncillo tipo bóxer que revelaba la gorda protuberancia de su sexo. Caminó hasta mis espaldas. Su aliento en mi nuca casi me hace dejar caer el violín.

No pares, por favor – me rogó al oído.

Sus manos recorrieron mi cintura desde atrás. Me desabrochó los pantalones con sus finos dedos, mientras yo atacaba las notas más álgidas y difíciles, no por eso sin dejar de sentir que mis pantalones y mi ropa interior resbalaban hasta mis tobillos.

Mi erección era un monumento a la dureza.

Miguel la acarició con sus cálidos y suaves dedos de músico y yo traté de concentrarme en lo que estaba tocando, y Miguel se concentró en lo que él estaba tocando.

Lo vi inclinarse sobre mi erección y sentí sus labios en la punta.

Me engulló por completo. Su boca era un cálido y húmedo sitio en el que mi excitado miembro pronto empezó a disfrutar.

Me mamaba de forma ardiente y casi desesperada y conforme la melodía subía de tono, él hacía lo propio.

En los pasajes lentos y sinuosos, su lengua me lamía de la misma forma, perfectamente acompasada con la música.

Los últimos acordes eran apoteósicos y enérgicos, y comenzó a succionarme con la misma voraz energía. La música y su boca eran la misma cosa, y tensé al arco y tensé las piernas con igual simetría, alargando, aguantando, sustrayendo el placer de las mismas cuerdas hasta explotar, música y semen, en un mismo orgásmico placer.

Miguel se bebió hasta la última nota. Me miraba a través de sus largas pestañas, mientras aún lamía y dejaba mi miembro limpio nuevamente.

Cada vez tocas mejor – dijo poniéndose de pie tomando mis manos y llevándolas hasta su verga.

Su miembro erecto era perfecto y hermoso, como todo él. Se elevaba recto y grueso entre sus piernas ligeramente velludas. Lo acaricié en forma lenta, como si fuese algo fino que pudiera quebrarse.

Él me dejó hacerlo a mi propio ritmo, dejándome conocerlo, sentirlo, vibrarlo como a cualquier otro instrumento.

Me lo llevé a la boca sin que él me lo pidiera. Sabía tan bien que deseé pasar toda la noche con él dentro de mi boca. Miguel me obligó a incorporarme y me besó profundamente. Su lengua recorrió mi boca y sus manos mi cuerpo.

Ven – dijo – quiero mostrarte ahora otro tipo de música.

Me llevó hasta su recamara y me acostó en su suave y mullida cama. Continuamos el beso, esta vez con él encima de mí. Su cuerpo desnudo sobre mi cuerpo desnudo. La sensación era casi alucinante.

Sus besos bajaron por mis mejillas al cuello. A mis tetillas, a mi vientre y a mi sexo, erecto nuevamente. Me dio la vuelta y me besó la nuca y las paletillas de la espalda, la curva de mi cintura y el nacimiento de mis nalgas.

Para entonces la silenciosa recamara estaba llena de mis apagados pero apasionados gemidos. Su lengua incansable encontró el camino hasta mi ano. Su contacto fue estremecedor y mágico.

Me lamía el culo de forma insistente y apasionada.

Me abría las nalgas con fuerza, separándolas, abriéndolas, comiéndome con besos urgentes que me hacían estremecer de pasión.

Entonces me montó.

Sentí el peso de su cuerpo en mis espaldas. Sentí la punta de su verga acomodarse entre mis nalgas, y lo sentí penetrarme con fuerza y decisión.

Es difícil describir las sensaciones. Había dolor y había entrega.

Lo quería dentro y lo quería fuera. Comencé a quejarme, sobre todo al sentir que se removía en mi interior, que entraba y salía, con un ritmo perfecto, con el sonar de su carne chocando con la mía, con el compás de una música nueva y a la vez antigua como el tiempo.

¿Lo escuchas? – dijo sin dejar de bombear, metiendo y sacando su verga dentro mi cuerpo.

Sí – contesté en un gemido, también yo siguiendo el ritmo, siguiendo la música de su cuerpo en el mío.

Déjate llevar – aconsejó – deja que la música te penetre.

Me penetró la música, me penetró su verga y me penetró su ser entero.

Lo seguí, atento a sus indicaciones, apasionado en su ritmo y sus evoluciones, hasta el staccato final de violentos empujones, hasta el estallido último de suaves reverberaciones.

Fiel a su consejo, fue necesaria mucha práctica para lograr la ejecución perfecta, pero Miguel era un excelente maestro y yo era el alumno perfecto.

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