Mi desconsuelo
Ayer tuve un día horrible que intenté disimular cuando me llamaste por teléfono para ver cómo estaba.
Solo oírte me hizo estremecer.
Tu manera de susurrarme, la profundidad de tu voz, su timbre, tan sugerente, tan cálida y sensual, tremendamente varonil, tanto que hasta leyéndome el más inocente de los cuentos tu voz conseguiría excitarme.
Consigue envolverme, embrujarme, transportarme al más placentero de los mundos.
Tu voz me quema, me satisface, me arrastra, me trae y me lleva, me descontrola, me provoca.
Hace que tus palabras lleguen a mis oídos lentamente, con medida hasta terminar rompiéndose en mí como si yo fuera el dique en el que se rompe el oleaje de tu voz lujuriosa, embriagadora, adictiva.
Tu voz es brisa, mar, una nube, una flor, un deseo.
Me sentía mal, muy angustiada, presionada por todo cuanto me rodeaba. Intenté por todos los medios olvidarme de todo, quería estar sola, pero a la vez, sentir mi propia soledad me entristecía más aún.
Mi pensamiento te llamó, sin palabras, sólo deseando que estuvieras allí conmigo.
Acudiste sin reparo a mi primera llamada. Necesitaba verte, que me abrazaras, que me consolaras en mi dolor, en mi desamor, en mi soledad.
Llegaste empapado por la lluvia, con tus pies encharcados.
Tu cara y tus manos frías, tu cabello húmedo y tu ropa mojada.
Aún así, no te preocupaste de ello, nada más llegar te quitaste la gabardina y dejaste el paraguas en la entrada de casa.
Abriste la puerta despacio, casi sin hacer ruido.
De haber llamado al timbre, sabes que no te hubiera abierto, no me hubiera gustado que me hubieras visto llorar.
Necesitaba desahogarme a solas, sacar de mi interior ese malestar acumulado en las últimas semanas.
Entraste sigiloso hasta llegar al salón, donde estaba sola, rodeada de papeles, de trabajo que me había traído a casa y desde la puerta, apoyado en el quicio, llamaste delicadamente con tus nudillos.
Te ví allí, sin casi querer entrar, esperando que el más mínimo gesto mío te invitara a pasar. Sólo te miré y extendiéndote mis brazos te pedí que te acercaras.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y rompí a llorar, como una niña asustada.
Te alarmaste, nunca me habías visto así.
Te sentaste junto a mí en el sofá y tomando mi cara entre tus manos, levantando mi rostro, me preguntaste qué me pasaba.
Entre sollozos intenté explicártelo, pero el nudo en mi garganta no me dejaba hablar.
Estaba helada, tenía frio y mi desconsuelo me hacía temblar.
Buscaste algo para arroparme, y me envolviste con mimo, cuidando que mis brazos, mis hombros y mi cuerpo entraran en calor bajo una manta.
Besaste mi llanto, enjugaste mis lágrimas con tus besos y me abrazaste.
Adaptando una posición casi fetal, me acurruqué entre tus brazos, sobre tu pecho, metida entre tus piernas, agarrándome a ti, entrelazando mis brazos por detrás de tu espalda y apoyando mi cara en el hueco de tu cuerpo que forman tu cuello y uno de tus hombros.
Me estrechaste entre tus brazos, acariciando mi espalda desde mi cuello, con la palma de tu mano extendida.
Acariciaste mi pelo, y besaste mi frente y mis párpados.
Peinaste mis cejas con un gesto dulce de las yemas de tus dedos que resbalaron dibujando la silueta de mi nariz, de mis labios, que calentaste con los tuyos.
Me acunaste y balanceándote rítmicamente, me canturreaste bajito junto al oído y me consolaste con palabras dulces.
Conseguiste quitarme el frio, calmar mis lágrimas y entre tus brazos me dormí. No sé el tiempo que permanecí dormida, pero cuando desperté, aún estabas allí.
Recostado sobre uno de los brazos del sofá, dormido.
Yo estaba acostada sobre ti, entre tus piernas, mis pechos reposando a la altura de tu sexo, mi cabeza en tu vientre y mis brazos te rodeaban por la cintura.
Reposabas tranquilo, respirando despacio y al hacerlo, tu pecho se levantaba.
En el silencio que había, casi podía oír tu corazón, que latía rítmico, pausado, parecías un ángel y no puede evitar aproximar mi boca a la tuya, buscando tus labios para besarlos con calidez, con dulzura.
Suspiraste profundamente y humedeciste tus labios con tu lengua, dejando tu boca entreabierta, insinuante y moviéndome despacio, como una gatita, me senté sobre tus muslos y acercándome a tí, con la punta de mi lengua dibujé tus labios y besé su comisura.
Al aproximarme a ti, tras besarte, abriste tus ojos lentamente y sonreíste a la vez que sin palabras, tu mirada sugerente me llamaba.
Volví a cerrar tus ojos al besar tus párpados y recorrí tu rostro con mis besos.
Tu frente, tu entrecejo, tu nariz, tus pómulos, tu barbilla, tu cuello, tu nuez….
Mis manos revolotearon sobre tu pecho acariciándolo y en ese momento pude sentir como te estremeciste y te incorporaste en el sofá, agarrándome por las nalgas, apretándolas entre tus manos y atrayéndome, acercándome a ti.
Me besaste el cuello, lo mordisqueaste al igual que mis hombros y en ese momento, fué como si te rebelaras y agarrando mis manos, cruzándolas por detrás de mi espalda, las sujetaste con una de tus manos mientras la otra se aferraba a uno de mis pechos, que apretaste presionándolo, amasándolo entre ella, palpando su redondez, su tersura, dibujando la areola de su pezón que pellizcaste entre tus dedos y aproximaste tu boca, golpeando con tu lengua erecta la protuberancia de mi seno, mordisqueándolo suavemente entre tus dientes, estirándolo…
Te tomaste tu tiempo recreándote en mis senos, los mirabas, los ansiabas, los deseabas.
Podía verlo por la forma en que, sin querer, mordías tus labios y te relamías al tenerlos entre tus manos.
Como si fuera la primera vez que los vieras y los disfrutaras, como una novedad, como un tesoro recién encontrado que hubiera permanecido oculto a tus ojos, a la suavidad de tus manos, a su calor.
Mi cuerpo se arqueó, la excitación me presionó el pecho y tuve que estirarme, tuve que abrir mis piernas dejando que el placer fluyera por todo mi cuerpo.
De haberlo dejado atrapado entre mis muslos, hubiera estallado en un orgasmo, pero no quería hacerlo aún.
Quería disfrutar cada caricia, cada beso.. quería sentir tu excitación, tu deseo, tus ganas de mí….
La expresión de tu cara cambió, el ángel que minutos antes yacía dormido se había convertido en un diablillo perverso que me miraba con deseo. Pude ver en tus ojos la lujuria y aquello me hizo sentirme muy mujer.
Sentí tu ansia, tus ganas respondiendo a las mías, y mientras que nos comíamos la boca quité tu camisa casi arrancando los botones, desabroché desesperadamente el cinto y bajé la bragueta de tus pantalones que oprimían tu sexo ya hinchado y tú, tú terminaste de quitarme la bata de seda que me cubría y en cuestión de segundos ambos estábamos desnudos, comiéndonos, besándonos, lamiéndonos.
Nuestras manos revoloteaban indistintamente por tu cuello, por mis pechos, por tu cintura, por mis muslos, tu sexo, mi pubis.
Me tumbaste en el sofá, y poniéndote de rodillas te metiste entre mis piernas que abriste introduciendo tus cálidas manos entre mis muslos, acariciándolos, y presuroso acudiste a aproximarte a mi sexo.
Mordiste y besaste mi pubis y con tus dedos, delicadamente, separaste los labios de mi vulva y con tu lengua los recorriste, mojándolos con tu saliva, extendiendo la humedad que desprendían con tu lengua que jugaba con mi clítoris, dándole golpecitos, sorbiéndolo entre tus labios, mordisqueándolo entre tus dientes con cuidado, ejerciendo sólo la presión suficiente para no hacerme daño. Te recreaste en mi sexo como lo hiciste en mis pechos, cuidando al máximo cada caricia, cada beso que le dabas, hasta conseguir que se abriera como una flor.
Casi al borde del éxtasis, pero sin llegar aún a él, cerré mis piernas, me incorporé haciéndote tumbar e instintivamente agarré tu sexo con mis manos.
Estaba erecto, tu glande resplandecía y deseosa lo metí en mi boca, rozándolo con mis labios, friccionándolo con suavidad, llevándolo hasta mi paladar mientras lo golpeaba con mi lengua.
Lo sacaba y lo volvía a meter en mi boca, recorriéndolo desde su base hasta su punta, una y otra vez, mientras gemías, te estremecías, temblabas y el placer tensaba los músculos de tu vientre y los de tus muslos.
Me agarraste las manos, te sentaste en el sofá y me sentaste sobre ti, penetrándome.
Tu verga entró en mi sexo mojado, sin barreras, de una sola embestida.
Te acercaste a mi cuello que besaste hasta llegar a mi oreja en la que exhalaste tu aliento caliente.
Estaba tan excitada que con solo un ligero vaivén de mis caderas conseguiste llevarme al orgasmo, arrancándole un grito a mis entrañas.
Salí de ti y tomando tu verga entre mis manos, la acaricié, la pasé por mis pechos, formé un túnel en el canal de mis senos por el que paseaste tu sexo, haciéndoles el amor.
Me separé de ti y tomando mis pechos con mis manos te los ofrecí, entregándotelos para tu deleite y no pudiste resistirte a bautizarlos con tu néctar que se derramó inundándolos de ti, de tu esencia, de tus ganas, de tu deseo.