Yo estoy segura que ustedes ya están imaginando el resto, como si fuera una de esas películas con final anunciado.

De todas formas, a mí me está dando gusto relatarlo y, además, tal vez, no deberían confiar tanto en vuestra imaginación porque los hechos, en un principio desarrollados dentro de lo que yo misma podía imaginar, luego me superaron totalmente. Voy.

Me moví prestamente: tomé un trapillo, lo humedecí y regresé, arrodillándome junto a Alberto que en su torpeza trataba de limpiar el desastre con sus manos, agravando en vez de aliviar las consecuencias en su short.

Obviamente, frotar el bañador fue también frotar su tallo, que empezó a reaccionar. Entre risas generalizadas le dije «deja ya, no seas cochino» pero su miembro siguió creciendo, haciendo evidente la carpa. La mancha, en vez de extenderse se agrandaba.

Ay, princesa, sigue, sigue así, mira que buen método para ligar, dijo, retirando el cuerpo más hacia atrás y rodeándome suavemente la nuca con una de sus manos. Hija, moja más el trapo (dijo má), tráeme otro (dije yo), mira, mira que aún no has limpiado bien (Alberto), calentón ingobernable, quédate quieto, ¿quieres? (dije yo).

Diana, ven, enséñale a tu hija cómo se limpia el café. Mamá se arrodilló al otro lado, frente a mí, y se acopló a la tarea. Uyuyuuyy, qué paja celestial me están haciendo, dijo Alberto. Sigan, sigan, por favor, no me van a dejar así, madrecillas!

Avergonzada, me retiré un momento hacia atrás. Vi el subido rubor en las mejillas de mamá. Vi el brillito de la lujuria en sus pupilas, su sudor en la frente. Qué manitas, Diana, qué manitas, incitó Alberto. Por unos momentos, mamá retrocedió.

Vamos, chumi, vamos. La mano que estaba en mi nuca presionó; la otra mano, libre aún, fue directamente al elástico del bañador, para levantarlo, para abrirlo, para bajarlo apenas unos centímetros, ofreciendo ante nuestros ojos el capullo carmesí que corona su tallo, agigantado y húmedo. Tómalo, un momento, invitó.

En ese instante perdí la noción de vergüenza; introduje mi mano bajo el bañador, alcancé la base del rollo y lo apreté con firmeza, poniendo casi todo al descubierto. Alcé la cara y clavé mis ojos en los de Tali, que me miró a mí y luego miró a má; yo también giré la vista buscando los mismos ojos que buscaba Alberto y los encontré, fijos, en el sexo expuesto de mi amante.

Invita a tu madre, susurró Alberto con un jadeo; hazlo, mamá, obedecí sin conciencia, y sin poder dar crédito a mis ojos, vi la mano de mamá desplazarse y tomar el tallo apenas más debajo que yo y comenzar muy apenitas y con timidez un pequeñísimo sube baja.

Permaneciendo aún al lado de ellos, los dejé solos. Retiré mi mano y con inexperiencia, mamá entreabrió los labios descendiendo el rostro y besó el capullo apenas se lo sugirió mi amante, para luego hacerlo cada vez con más y más decisión y frenesí.

Dejé de existir para ellos pero aun así, hipnotizada, allí quedé, de rodillas aunque un poco más alejada ahora, viendo cómo mamá dejaba de lado inhibiciones. De mi parte no pude contenerme ya más, comencé a masturbarme, sabiendo (pensando, creyendo, tal como yo conocía la capacidad de contención de mi amante) que aquello iba a ir para muy largo. No fue así.

Para mi completo asombro y antes de una cuenta hasta diez mamá tosió, levantó la cara con desesperación, intentó expulsar lo que ya evidentemente ya había recibido en su boca mientras que, al quedar libre, del falo de Alberto surgían goterones de semen que se elevaban y volvían a caer, tiñendo de blanco el tronco y resbalando y empapando la mano de mamá, mientras Tali resoplaba con evidente signo de extrema satisfacción.

Ay hija, qué hice, qué hice, gimió mamá al instante siguiente, mientras todavía Alberto entregaba su leche. Algo genial, genial, má, (casi) grité, llegando a un clímax inefable, al mismo tiempo que llevé mi mano al sexo de Alberto, recogí con ella parte del semen, la llevé a mi boca, me froté el rostro, la llevé al rostro de mamá y, abrazándome a ella, le hundí mis dedos en su boca, mientras que mi entrepierna se chorreaba y (luego nos mostró) la entrepierna de mamá también se encharcaba indecentemente.

El posterior café bien negro y doble terminó de normalizar nuestras pulsaciones; mamá todavía se agarraba la cabeza, aún sorprendida pero eufórica de alegría por lo que se había animado a hacer, y por primera vez según nos confesó, confirmando mis sospechas.

Yo también estaba feliz y así se lo dije una y otra vez.

Y Alberto, bueno, Alberto era el amo y señor nuestro. En un momento Tali fue a la toilette dejándonos solas y mamá aprovechó: qué trampa que me hiciste, ¿eh?, y le tuve que jurar y rejurar que no había sido así, al menos de mi parte, aunque le tuve que reconocer que, tal vez, la trampa había sido urdida por el susodicho.

Cuando volvió Alberto fue mamá. Cuando mamá salga del baño me voy a duchar y cambiar así después nos vamos, así que Tali, pórtate bien, mira que los voy a dejar solitos, ojo con lo que haces ¿eh?, le dije entre besos. Cambio de planes, princesa, me contestó con un guiño en los ojos: con alguna excusa inteligente, dame dos horas con ella ¿sí? Cómo, cómo? qué estás pensando? tirarte a mi madre? Por qué no? me contestó sin dejar de besuquearme.

No era que íbamos a salir? Dale, salimos otro día. Le iba a contestar que no, que eso era ir demasiado rápido, pero en ese momento reapareció mamá y no me atreví a seguir la conversación.

No iban a salir ustedes dos? preguntó ma. Sí, sí, en un ratito Diana, se apresuró a contestar Alberto, pero justo le estaba diciendo a Silvi que quería llevar algunas cositas de vianda que todavía no compré y estábamos viendo cuál de los dos estaba en mejor condición de salir a hacer esas compras, remató Alberto con una sonrisa.

Puedo ir yo, que estoy más vestida que ustedes, terció madre. No, no mami, voy yo, no te preocupes, porque de paso tengo una listita de farmacia que completar, dije, terminando mi café y haciendo mutis por el foro.

Cinco minutos después, con jean y remera, me despedí con un hasta luego, mientras Alberto y Diana conversaban animadamente en el comedor diario de no sé qué actor de cine que era un bombón.

No te olvides las cerezas para el postre, gritó Alberto cuando yo ya estaba abriendo la puerta.