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Zeks IX

Zeks IX

Parecía que todo iba a salir mejor, Dany lo empezaba a aceptar y Santi se tomaba lo nuestro más seriamente (o casi).

Empezaba a oscurecer cuando subíamos a su casa.

Por alguna razón, los ascensores le ponen nervioso así que se acercó a mí, no me pareció raro así que le dejé.

La pareja de vecinos que subían con nosotros se quedaron mirando un momento y luego disimularon mientras cuchicheaban.

Santi y yo seguíamos a lo nuestro; Él me cogía de la mano y la apretaba contra la suya y así llevó las dos hacía mi muslo y fue subiendo un poco. Yo miraba alrededor como si fuera un ladrón.

La mujer que iba delante volvió la cabeza para mirarnos una vez más y vio como nuestras manos acariciaban una de las partes más intimas de mi cuerpo.

Enseguida se dio la vuelta y murmuró algo a su marido.

Este giró la cabeza y nos miró. Yo enrojecí por completo, Santi sin embargo le saludo con la mano libre.

En cuanto la pareja se bajó Santi me besó extasiado. Me apoyó suavemente en el espejo del ascensor (Había un espejo en la pared paralela a la entrada).

¿Te has vuelto loco? ¿Qué pensarán ahora?

Pensarán que somos dos sin vergüenzas desvergonzados. – Rió, mientras me besaba el cuello.

¡¿Qué voy a hacer contigo?!

¿Quieres que te lo diga? – Dijo pícaramente.

Me dio la vuelta. Le miré a través del espejo preguntándome qué tramaría.

Agarró mis manos y las ató con una cuerda que vete a saber de donde la había sacado. Le sobró un poco de cuerda. Me volvió a dar la vuelta y se empezó a reír con esa sonrisita que ponía cuando lo que tramaba salía a pedir de boca.

De repente el ascensor paró un piso antes al nuestro. Entró un chaval de unos 15 años con el walkman puesto a todo volumen. Nos miró pero luego se dio la vuelta y tarareó una melodía (supuestamente la misma que escuchaba).

Santi ni corto ni perezoso estiró de la cuerda, me tiró hacia él fuertemente mientras reía.

Llegamos a nuestro piso y en cuanto se abrió la puerta, Santi salió tirando de mí. El chaval nos miró con los ojos como platos, luego sonrió divertido.

Santi sacó un pañuelo blanco junto con sus llaves. Abrió la puerta y antes de entrar me izó morder el pañuelo, mientras lo ataba detrás de mi cabeza.

¿? – Intenté decirle que no entendía su juego. Él me ignoró.

Tiró de mí hasta llegar al balcón. Y me sentó en una silla que había ahí.

No hace mucho frio pero te traeré mi bata por sí acaso…

Entró en la casa y volvió con su bata azul. Yo no sabía que hacer. Intenté soltarme pero no pude.

Me levantó y empezó a quitarme la ropa, como si desvistiera a un niño. Tuvo que soltarme una mano para quitarme el jersey y la camiseta. No tenía nada puesto, ni siquiera mis bóxers. Me puso la bata, la ató y me miró de arriba abajo.

Sonrió diabólicamente y me tiró hacia la barandilla. Pasó la cuerda con la que estaba atada una de mis muñecas por la barandilla y ató el extremo libre a mi muñeca libre.

Miré desconsolado a Santi; Se estaba riendo.

Espera un poco, tengo que hacer un recado. ¿No te vayas, eh?

Intente decirle que no me dejara atado. Que era un capullo pero solo podía emitir sonidos como “Ummmm” y cosas así.

Lo siento no te entiendo. Vuelvo pronto. – Me dio un beso en la frente – Adiós.

Escuché un portazo y me di cuenta de que estaba en el balcón atado y aparte de la bata no llevaba más ropa. Si no fuera por que la situación era extrañamente morbosa, me abría echado a llorar.

Intenté soltarme pero no podía, intente quitarme el pañuelo de la boca pero tampoco pude. Me resigné y esperé mirando como anochecía en mi ciudad.

Ya había anochecido por completo cuando escuché la puerta. Mi cabeza se irguió automáticamente y emití un “ummm” de alegría. Tardó un poco en venir, pero cuando lo hizo no llevaba nada encima.

Caminó decidido hacia mí y sonrió; su sonrisa, malévola, me entró en el alma. Se paró enfrente de mi y me dijo:

¿Harás todo lo que te diga?

Le miré a los ojos y una calentura me subió por el cuerpo. Asentí con la cabeza decidido a saber qué se traía entre manos. Y lo que descubrí fue muy… interesante.

Me desató las muñecas, mientras me decía que si no cumplía mi palabra me volvería a atar. Me acarició lentamente deslizándome la bata hasta hacerla caer.

Me levanté del suelo y me puse frente a él. Repasé con la mirada su cuerpo desnudo, tan bien proporcionado, tan perfecto. Di un paso hacia él con intención de besarle. Pero él dio un azote en mi trasero, mientras me regañaba:

¿Te he dicho yo que te acercaras?

Negué con la cabeza, aun tenía el pañuelo en la boca.

Entonces no lo hagas. Solo debes hacer lo que yo ordene. ¿Entiendes?

Asentí mirando hacia el suelo, fingiendo un repentino arrepentimiento.

Date la vuelta, quiero ver ese culito que voy a follarme.

Me di la vuelta, me sentía observado, humillado y cachondo a la vez. Todo junto. Odiaba y amaba esa sensación que tenía cuando Santi me “obligaba” a hacer lo que él quería. Era una sensación extraña, no me trataba como esclavo, pero parecía que tenía autoridad sobre mí. No sé si sabréis lo que quiero decir.

Acercó una mano a mi espalda, me dio un escalofrío cuando noté como bajaba por ella. Esa mano apretó con fuerza mi trasero. Me hizo un poquito de daño, así que protesté. Me llevé un cachete en la mejilla.

No te he dicho que te quejes. – Agregó fingiendo enojo. No volvió a agarrarme las nalgas tan fuerte.

Me volvió a dar la vuelta y sonrió ampliamente con un tono vicioso en los ojos.

Siéntate en la barandilla.

Dudé. ¿Y si me caía? Eran siete pisos de altura, que se dice pronto…

Siéntate en la barandilla – Repitió en tono severo.

Apoyé las manos primero y luego me aupé hasta sentarme sumisamente tal y como lo había exigido.

Se acercó a mí hasta estar pegado a mí. Rodeó mis piernas a su cintura y me deslizó un poco hacia él.

Noté como la zona del ano rozaba su miembro completamente erecto.

Suelta las manos. – Exigió.

Si hombre, me caigo.

No te caes, suéltate.

Receloso le miré no muy convencido.

Confía en mí.

Solté las manos con nerviosismo. Y apoyé mi peso en l a barandilla. Enlacé mis piernas fuertemente a su cintura y él me agarró por los hombros sujetándome con fiereza.

Me penetró de un golpe, me hizo daño, bastante daño, pero a la vez sentí un calor inmenso que nacía de aquél dolor. Gemí sin poder evitarlo. Comenzó un vaivén furioso parecía un animal furioso. Su rudeza me daba miedo pero notaba en él esa mirada que expresaba ternura, esa mirada que me decía que la rudeza sólo era un juego que nos gustaba a ambos.

Sus manos tiraron de mí hacía abajo y quedé tendido horizontalmente. Mi cintura se apoyaba en la barandilla, pero el resto de mí colgaba de un séptimo piso.

Alcé los brazos por encima de mi cabeza y me dejé agarrar enteramente por Santi. Miré hacia abajo, todo parecía tan chiquitín.

Veía pasar a algún transeúnte y me preguntaba si escucharía mis gemidos y mis jadeos. Santi y yo Respirábamos agitados, suspirábamos al unísono y nos decíamos cosas sin sentido sin importar las miradas indiscretas.

La ciudad parecía observarnos mientras follábamos en un balcón a la vista de todos.

Llegó un momento en el que gemí con fuerza, me salió del alma, notaba como su pene entraba y salía de mí. Noté como Santi se apretaba fuertemente a mí en cada envestida. Noté como Santi cambió la respiración, acelerándose más, envistiendo con un vigor nunca visto.

Un escalofrío me subió de los pies hasta la cabeza y bajó de nuevo hasta concentrarse en mi pene. Un orgasmo que nunca he sentido en vida me hizo gritar de placer, mientras Santi gritaba de placer vertiendo en mi esos fluidos viscosos que tan delicioso sabían.

Me alzó un poco y me sentó en la barandilla. Apoyé mi cabeza en su hombro, mientras respiraba tembloroso en su oído. Santi apoyó su cabeza contra la mía y me susurró al oído un “te quiero” que me llego al corazón y me traspasó el alma.

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